sábado, 17 de julio de 2021
I.D.A. o la desfachatez....Sabatína de A.Papell.
Telemadrid y la renovación de las instituciones constitucionales
Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 16 horas
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Telemadrid ayuso
Determinados aspectos de una democracia parlamentaria deben ir más allá de la rígida ley de las mayorías y minorías para someterse al ‘contrato social’ de que hablaba Rousseau, que es previo al proceso político normal y que establece que las reglas de juego de un sistema pluralista han de ser adoptadas por amplio consenso (la unanimidad es utópica), es decir, por una mayoría cualificada, que difícilmente puede provenir de un solo partido.
La Constitución española de 1978 es la base de este Contrato Social, y, de hecho, como es bien conocido, fue entronizada tras un laborioso debate en comisión que consiguió producir un texto que satisfacía suficientemente tanto a la derecha como a la izquierda democráticas y a las formaciones nacionalistas de la época, catalanas y vascas. No quiere decirse que todas las formaciones estuvieran completamente de acuerdo con lo legislado, sino que el marco jurídico era suficientemente acogedor y amplio como para que todo el mundo se sintiera cómodo. Nuestra Constitución es, como todas las democráticas, abierta, es decir, lleva en sí misma el procedimiento para su reforma ya que se piensa que las leyes fundamentales envejecen con la edad, como las personas y las sociedades, y de ahí que hayan de evolucionar, aunque preserven el espíritu fundacional. Según el Título X de la C.E., su reforma requiere una mayoría parlamentaria de tres quintos (la reforma normal) o de dos tercios (la reforma agravada), además de otros requisitos procesales en este segundo caso.
Nuestra Constitución es, como todas las democráticas, abierta, es decir, lleva en sí misma el procedimiento para su reforma ya que se piensa que las leyes fundamentales envejecen con la edad, como las personas y las sociedades
La Carta Magna impone otras designaciones institucionales que requieren mayoría cualificada, en teoría para garantizar que los elegidos gozan de un respaldo transversal por su prestigio, ecuanimidad o valía (en la práctica, se comete habitualmente fraude de ley, puesto que en lugar de reunir a personas que por su perfil suscitan suficiente apoyo transversal, lo que se hace es prorratear los cargos entre los principales partidos, intercambiando votos de forma que se designe a leales de las fuerzas mayoritarias: es el aberrante sistema de cupos); el Consejo General del Poder Judicial se forma, de este modo, con mayorías de tres quintos. El Defensor del Pueblo, los miembros del Tribunal de Cuentas y los miembros del consejo de RTVE también requieren mayoría cualificada, pero no porque lo imponga explícitamente la Constitución sino porque así lo disponen las respectivas leyes orgánicas.
También forman parte de las materias de este núcleo duro de consenso los medios de comunicación públicos, que no pueden ser instituciones gobernadas por la mayoría política de turno, que lógicamente impondrá –si puede– su sesgo particular a menos que los periodistas y trabajadores sean unos verdaderos héroes y sobrepongan la objetividad y la profesionalidad a la presión política.
En el ámbito estatal, Rodríguez Zapatero sacó adelante en 2006 la Ley 17/2006, de 5 de junio, de la radio y la televisión de titularidad estatal, que establecía la designación del director general de RTVE por mayoría cualificada, que Rajoy eliminó en 2012 y que ahora, de nuevo en tiempos socialistas, se ha vuelto a establecer por un procedimiento alambicado: en junio de 2018, siendo presidente de RTVE José Antonio Sánchez, designado por Aznar, el Gobierno dictó un decreto-ley que promovía la designación de un nuevo consejo de administración de diez miembros, seis elegidos por el Congreso y cuatro por el senado, que designarían al presidente de RTVE entre quienes presentaran su candidatura y acreditaran su idoneidad para el cargo. El proceso se demoró, y en julio de 2018 se nombró provisionalmente a una administradora única —Rosa María Mateos— por un procedimiento que acaba de ser declarado inconstitucional, y, por último, más recientemente, se ha procedido a la elección de los consejeros y a la designación del nuevo presidente, Pérez Tornero, periodista y catedrático de la UAB, quien está aterrizando actualmente y que parece contar con el consenso de una amplia mayoría parlamentaria. Se da por hecho, en todo caso, que este proceso se ha realizado en aras de la neutralidad del ente público.
En el ámbito autonómico, las situaciones son diversas. Por reducir el análisis a Telemadrid, el audiovisual de la Comunidad de Madrid, que fue en tiempos (sobre todo durante la presidencia de Esperanza Aguirre) un medio dedicado a la apología de las virtudes del equipo de gobierno —anteriormente, con Ruiz Gallardón, Telemadrid mantuvo una plausible equidistancia—, se consiguió en 2015, en tiempos de Cristina Cifuentes, de acuerdo con las corrientes más democráticas y de sentido común, elaborar una ley que neutralizase políticamente el ente púbico. Los partidos pactaron una reforma de la ley de la radiotelevisión pública autonómica que respondía a los criterios de profesionalidad y neutralidad.
La fórmula establecida en la ley era la formación de un consejo de administración con personas propuestas por los grupos políticos y las instituciones sociales, que finalmente debían conseguir los dos tercios de los votos de la asamblea. Así se hizo, y este consejo, cuyo mandato había de ser de seis años, convocó un concurso público para la provisión de la Dirección General, cargo que recayó en un profesional independiente, José Pablo López, experimentado profesional del audiovisual y exdirector general de 13TV, quien ha mantenido el audiovisual madrileño relativamente independiente, lo que le ha permitido crecer significativamente en audiencia tras revertir discretamente la decadencia de la marca.
La presidenta de Madrid, Díaz Ayuso, no se ha conformado con esta situación y ha exigido poder controlar Telemadrid. Para ello, ha utilizado una treta jurídica —¿un fraude de ley?—, una marrullería que consiste en reformar la ley vigente
Telemadrid con Díaz Ayuso
La presidenta de Madrid, Díaz Ayuso, no se ha conformado con esta situación y ha exigido poder controlar Telemadrid. Para ello, ha utilizado una treta jurídica —¿un fraude de ley?—, una marrullería que consiste en reformar la ley vigente: se ha acortado de seis a cuatro años el mandato del director general, con lo que ha cesado automáticamente quien fue elegido por seis años, y se establece que para nombrar un administrador provisional que lo sustituya es suficiente la mayoría absoluta de la cámara madrileña, que Ayuso ya controla gracias a Vox. De este modo, puesto que con la actual geometría parlamentaria es imposible pactar nada con mayoría de dos tercios, se asegura la docilidad de la radio y la televisión madrileñas durante los dos años que restan hasta las próximas elecciones autonómicas. Y quien sabe si hasta mucho después si las gana. José Antonio Sánchez, ya conocido de la casa, autor del ERE que laminó la antigua Telemadrid, será el nuevo director general
Y si esta es la actitud de la presidenta de Madrid, brazo derecho de Pablo Casado, el presidente del PP, ¿cómo podría alguien imaginar que el PP vaya a prestarse a elegir lealmente, según la ley vigente, a los órganos constitucionales que han caducado hace años, con lo que perdería el control que actualmente ejerce, ya que fueron elegidos en tiempos en que el PP disponía de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados?
La pérdida de prestigio de las instituciones constitucionales es inevitable en estas circunstancias. Nunca el Tribunal Constitucional, por ejemplo, que ya salió muy desacreditado de su actuación ante la reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, había recibido críticas tan agrias como las actuales contra la sentencia que declara inconstitucional la aplicación en la pandemia del estado de alarma, en las que se ha involucrado el gobierno de la nación.
Sectores judiciales —de momento, la asociación de Jueces para la Democracia— han pedido la dimisión de Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, porque consideran intolerable la posición del PP —que exige para negociar con el gobierno que UP no participe en la negociación, como si estuviera en su mano impedir que los ciudadanos voten a quienes prefieran y que los partidos se alíen entre sí como gusten— que impide la renovación del CGPJ, cuyo mandato caducó el 4 de diciembre de 2018, de forma que todos sus miembros actuales fueron elegidos cuando Rajoy disponía de mayoría absoluta en el Congreso. De momento, Lesmes, que fue cargo político de confianza durante los ocho años de Aznar, no ha respondido al requerimiento.
Esta es la situación, que pone seriamente en duda las convicciones democráticas de quienes bloquean la renovación preceptiva de las instituciones, es decir, del PP de Casado, que tiene en su mano la formación de la mayoría necesaria. Cuando se elude acatar el espíritu de la Constitución, se entra en una deriva muy peligrosa.
El papel dudoso del Constitucional
La súbita e inesperada irrupción de la pandemia a principios de 2020 obligó a adoptar medidas radicales para que la población se protegiera del contagio. El confinamiento, que salvó muchas decenas de miles de vidas según diversos estudios de especialistas, fue la herramienta esencial para contener el avance del virus mientras no se disponía de tratamiento eficaz —hubo que improvisar las curas por el procedimiento de prueba y error— ni mucho menos de una vacuna.
El gobierno era consciente de que la limitación de los derechos fundamentales —el de libre circulación, sobre todo, excepto para quienes desarrollaban una tarea esencial para la comunidad— estaba claramente condicionado por la Constitución, que en su artículo 116 describe los estados de alarma, excepción y sitio, pero no especifica con claridad en qué supuestos ha de aplicarse uno u otro. Y el Gobierno optó por el estado de alarma, tanto por el objetivo —no se trataba de reprimir un conflicto, sino de resolver un problema sanitario— cuanto porque podía ser prolongado indefinidamente, en tanto el estado de excepción sólo podía ser declarado por un máximo de treinta días, ”prorrogables por otro plazo igual”. Tan evidente era aquello que todos los grandes partidos, incluidos los tres conservadores, votaron afirmativamente al primer estado de alarma.
Ahora, mucho tiempo después, el Constitucional ha admitido un recurso de VOX en el sentido de que debió haber sido declarado el estado de excepción (pese a que VOX votó a favor del estado de alarma). Los efectos reales de esta corrección semántica han sido nulos, salvo que el Gobierno ha quedado en evidencia. Así las cosas, uno duda que el TC esté instituido para estas piruetas políticas que no contribuyen a acrecer precisamente el prestigio de las instituciones. Ante semejante despropósito, no queda más que suscribir la opinión de la ministra, jurista y exmiembro del CGPJ Margarita Robles: a su juicio, y al de muchos expertos progresistas, el Gobierno «hizo lo que tenía que hacer con el confinamiento» de los ciudadanos tras declararse la pandemia y «actuó con arreglo a la legislación». «Los debates y elucubraciones doctrinales están muy bien, pero quizá no deberían plasmarse en las sentencias», añadió Robles respecto a la decisión mayoritaria de los jueces del Tribunal Constitucional, La ministra ha añadido que «muchas veces los juristas e incluso los jueces van por detrás de la realidad social».
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