martes, 13 de julio de 2021

Figura del Activismo...

“Las políticas migratorias del PSOE y del PP han sido estructuralmente racistas” Eduardo Romero acaba de reeditar su novela “En mar abierto” y ha publicado “La nueva normalidad”: “La clave de todo lo que escribo está en la escucha” Por Bernardo Álvarez 13 julio 2021 Bernardo Álvarez Graduado en psicología y ahora periodista entre Asturias y Madrid. Ha publicado artículos en ABC, Atlántica XXII, FronteraD y El Ciervo. “En el fondo”, confiesa Eduardo Romero (Oviedo, 1977) al escribirme la dedicatoria de “En mar abierto” tras terminar la entrevista, “esta novela está escrita desde las entrañas”. Publicado por primera vez en 2016, este libro es un ramillete de historias —sobre migrantes, fronteras y racismo —“con las que he tenido una relación bastante intensa” que acaba de reeditar Pepitas de Calabaza. El escritor y activista social asturiano ha publicado además hace pocos meses “La nueva normalidad”, una recopilación de artículos aparecidos originalmente en NORTES en torno a la pandemia y el cinismo del Occidente desarrollado. Eduardo, ¿cómo fue tu educación, en casa y en el colegio, y qué crees que te queda de ella? No vengo de una familia con una implicación política y tampoco con una conciencia religiosa especial. Pero me mandaron al San Ignacio, con los jesuitas, donde estuve de los 4 a los 18 años. Aunque entonces no me diera cuenta, era un universo muy cerrado, porque además estaba también muy implicado en el mundo deportivo. Pasaba largas horas allí entre el deporte y la clase. Siempre pienso que echo mucho de menos haber tenido una experiencia barrial, de colegio e instituto público, que no tuve. Tenía un único referente, que era estar en ese mundo con compañeros y compañeras que eran mis amigos entonces, y con las que ahora mismo, con la mayoría, no tengo nada que ver. Era un régimen bastante cerrado en términos de referencias sociales, culturales y políticas; y con ciertos niveles de represión bastante sutiles. Yo estaba en ese colegio cuando asesinaron a Ellacuría. Debía de tener yo 12 años o así, y recuerdo que nos llevaron al polideportivo y celebraron allí una misa muy solemne, pero nunca nos explicaron cuáles eran las razones por las que eso había sucedido. Creo que llevo las marcas de ese largo periodo. Supongo que para bien en ciertos aspectos, pero sobre todo para mal. Luego hay una referencia de mi madre, que si le preguntas si es cristiana no sé qué te diría, pero ella siempre tenía una implicación en lo social bastante alta. Era trabajadora social y trabajó buena parte de su vida en el centro para minusvalías de la plaza de América dando apoyo a las familias con personas que tenían lo que ahora llaman “diversidad funcional”. Mi madre nos llevaba al colegio de curas y, a la vez, a conocer las barriadas y experiencias de exclusión social bastante intensas. También traía a casa a chavales y chavalas de esos contextos para apoyarlos. Eso siempre lo vivimos sin ningún nombre en términos políticos, pero creo que es una influencia relevante. Supongo, entonces, que tu conocimiento de otros referentes y tu politización empezó en la universidad. Si no me equivoco, empiezas Economía y te cambiaste muy pronto a Historia Empecé la universidad en el 95 e hice un año de Economía. Precisamente en ese año, en la primavera, se celebraban en el Milán unas jornadas que se llamaban “¿México, lindo?” sobre el conflicto en Chiapas y el surgimiento del EZLN (Ejército Zapatista de Liberación Nacional). En el 96 hice un viaje a México, con la plataforma de solidaridad con Chiapas de aquí, a lo que se llamaban los Campamentos Civiles por la Paz. Aquello fue una experiencia de turismo revolucionario que no repetiría en la actualidad, porque era desde una ingenuidad y una especie de exotización del zapatismo. A la vuelta seguí ese proceso de politización, junto con algunos amigos, y decidí dejar el Cristo para irme al Milán. Allí empezamos a editar una revista que se llamaba Andamio, y salió entre el año 97 y el 2000. Aquella fue mi primera experiencia de politización: la plataforma de Chiapas por un lado y el colectivo Andamio, que también bebía de esa influencia del zapatismo. “No se puede escribir de inmigración solo escribiendo de inmigración” Has citado el zapatismo y toda esa órbita de los movimientos antiglobalización de finales de los 90 pero, ¿qué otras lecturas y movimientos políticos le han dado forma a tu pensamiento y tu activismo social? No siento la necesidad de tener una identidad fuerte en términos políticos. De decir soy una cosa o tal otra. Sí que pasé una época de mucha formación política y muchas lecturas, y de esa etapa recuerdo complementar discursos que tenían que ver con lo que hablamos de los años 90, del zapatismo y los movimientos antiglobalización, con cosas de formación básica, como cuando nos zambullimos en el estudio del marxismo, por supuesto desde una perspectiva heterodoxa y vinculada a dinámicas libertarias. También todo lo que tiene que ver con el ecologismo radical, el antidesarrollismo y la crítica de la civilización industrial, que es una parte que muchas veces en el izquierdismo no está presente. Luego, de la mano de las compañeras en Cambalache y de la experiencia de La Madeja, revista feminista que sacó un monográfico anual durante una década, se fueron incorporando discursos y prácticas desde los feminismos. Quizás yo más atraído por feministas italianas como Silvia Federici o Mariarosa Dalla Costa… Pero sería muy difícil resumir todos los referentes posteriores. ¿Y cuándo y cómo empezó tu lucha contras las políticas migratorias? Eso tiene que ver con los inicios de Cambalache, en 2003, cuando venimos del movimiento estudiantil en una ciudad muy derechizada, con escasos espacios autogestionados. Lo que hacemos es, con un grupito de gente afín que no quiere ir cada uno por su lado, concretarlo en un lugar de la ciudad, pero no teníamos tan claro cómo se iba a llenar eso de contenido. Una de las primeras actividades que se hace en Cambalache es un grupito teatral, suscitado por SOS Racismo, que nos pide el local para ensayar aquí la obra “Colas en Barajas”, que era una denuncia de lo que pasaba en la frontera. Cambalache empieza a ser un espacio de referencia y nos empiezan a llegar situaciones de personas que han sufrido una redada racista, o que les han metido en calabozo por no tener papeles, o que tienen un familiar amenazado de expulsión…estas situaciones, que nosotros no contábamos con ellas cuando abrimos Cambalache, empiezan a suceder de manera bastante frecuente. Entonces, como Cambalache se había reivindicado como un espacio de construcción de pensamiento autónomo y propio, para que no sea el pensamiento un monopolio de la academia o de las corporaciones, yo, animado por estas cosas que empezamos a descubrir, me pongo a investigar lo que en ese momento estaba siendo un tema muy candente a nivel mediático, que era la supuesta avalancha de migrantes y la aprobación del Plan África como un plan gubernamental para, supuestamente, solventar ese problema. En 2006 escribí el libro “¿Quién invade a quién? El Plan África y la inmigración”, y se movió un montón. Tuve la sensación de escribir una cosa que había sido útil, porque era sobre todo un libro divulgativo para desmenuzar ese Plan África que se estaba presentando como un plan social para que los y las migrantes pudiesen quedarse en su lugar y no tener que invadir Europa. Pero, en el fondo, era un plan que defendía los intereses de las empresas españolas de hidrocarburos, de pesca… Continué escribiendo sobre estos temas al ver que lo que había escrito había sido útil y me metí en la rueda de seguir investigando. En 2007 salió “A la vuelta de la esquina. Relatos de racismo y represión”, y ahí es cuando conozco varios centros de menores migrantes y todos los mecanismos de control y disciplinamiento que hay en estos centros. Y eso tiene que ver con “En mar abierto” porque muchos de esos chicos, al cumplir la mayoría de edad, van a quedarse en la calle y yo comparto con ellos experiencias muy intensas, incluso de convivencia, que van a serme útiles para reconstruir todo ese universo en la novela. Entonces desde 2006 hasta hoy, que han pasado 15 años, ha habido una voluntad mía de seguir escribiendo sobre el tema para continuar dando respuesta a cosas que tenían que ver con la práctica racista institucional y cómo se conectaba eso con otras realidades. Porque siempre digo que no se puede escribir de inmigración solo escribiendo de inmigración. Y ese es el problema de las políticas migratorias, que hablan de la migración solo desde sí mismas. Creo que hay que ver todo en perspectiva y establecer las relaciones de unas cosas con las otras, del mismo modo que en los textos a veces relaciono la movilidad migrante con la movilidad turística. Hasta 2016 escribo sobre todo ensayo, y es ese año cuando con “En mar abierto” y con el cuento ilustrado “Naiyiria” me propongo explorar una voz narrativa. “He tratado de prevenirme para no tener una mirada paternalista o idealizada de las personas migrantes” ¿Y por qué esa transición del ensayo a la narrativa?, ¿son dos escrituras que, para ti, responden a necesidades y objetivos distintos o son dos modalidades de lo mismo? En las presentaciones de “En mar abierto” digo que he tratado de no cometer el error de escribir un ensayo disfrazado de novela. El abordaje pretende ser diferente. En las novelas pretendo escribir de una forma distanciada de lo que estoy contando, y también distanciada en términos ideológicos. En el caso de “En mar abierto” intento, a través de una serie de escenas que se van intercalando, dejar espacio al lector o a la lectora para que saquen sus propias conclusiones. Sobreideologizar una novela me parece cerrarla, hacer textos que son menos creativos. En términos políticos apostaría por una literatura que empatice con la inteligencia de quien lee para no dar las cosas completamente masticadas, con nuestra perspectiva ideológica de fondo. Es mejor que tratemos de mostrar cosas y dar el espacio de pensar sobre ellas y desarrollar la imaginación de quien lee. Eso lo contaba John Berger cuando hablaba de la importancia de los silencios en la literatura. Si una historia la puedes contar en 100 páginas no la cuentes en 300. Apuesto por una literatura de la transparencia, en la que las cosas se entiendan bien, y no ponerse el traje de escritor para escribir cosas supuestamente muy virtuosas, pero que nadie entiende. Pretendo escribir para mucha diversidad de gente. Me encanta leer en voz alta “En mar abierto” con los chavales senegaleses que vienen al aula de apoyo en Cambalache. Todavía no manejan bien el idioma, pero pueden entender el libro si lo leemos poco a poco. Por otro lado me interesa una literatura que no lo cuente todo, que deje espacio para que ciertas historias queden en el aire, para que el que lea imagine cómo termina y piense sobre eso. Lo mejor que me pueden decir de un libro es eso de que “me da pena que se acabe, me gustaría que siguiese”. La construcción de “Autobiografía de Manuel Martínez” es muy diferente a la de “En mar abierto”. Es la voz narrativa de él mismo hablando sobre su vida, y tiene una estructura sencilla, mientras que “En mar abierto” es una novela coral con muchísimos personajes, como 90, aunque muchos de ellos pasan fugazmente por la novela. El esquema para montar todas estas escenas me llevó mucho tiempo hasta que todo encajara. Pero las dos novelas comparten esta voluntad de contar las cosas con ritmo, con brevedad y sencillez. “En mar abierto” está contada además con una voz distanciada, y creo que eso tenía que ver con lo que te dije de no escribir ensayos disfrazados de novelas, pero también porque he tratado de prevenirme para no tener una mirada paternalista o idealizada, al fin y al cabo colonial o exotizante de las personas que transitan por “En mar abierto”. Ha habido una preocupación de no caer en esto porque no se pretende construir un sujeto migrante esencial, caracterizado por un civismo inmaculado que es el que justifica su reivindicación de derechos. Al contrario: “En mar abierto” habla del conflicto y la pretensión es que quien lee empatice, se conmueva y entienda los itinerarios vitales. No idealizándolos, no esencializándolos, no colonizándolos, sino dando cuenta de las estructuras que condicionan las decisiones de los personajes. Eduardo Romero FOTO: Iván G. Fernández Me dijiste una vez que te interesaba mucho Carrere, ¿qué otros escritores te gustan o tomas como referentes? De Carrere me gustan mucho algunas cosas y otras me repatean un poco. Pensando, por ejemplo, en “Autobiografía de Manuel Martínez”, pues libros como “Limonov” me parecen un referente excelente. Y hay otros libros suyos que me gustan mucho, son bastante brillantes. En “En mar abierto” hay momentos en los que se utiliza la voz en primera persona para hablar de lo que está sucediendo, y he intentado hacerlo de una manera lo más discreta posible, porque algunos de estos autores de la no ficción me cargan un poco por su egolatría de hablar demasiado de sí mismos. Y otros referentes…pues a mí me gusta mucho la literatura yanki en realidad: Steinbeck, Truman Capote, Carson McCullers…Podría hablar también de Vasili Grossman y “Vida y destino”, una novela muy coral que es una barbaridad. Nombro, aunque no es que me encante, a John Dos Passos por eso de la coralidad. En sus novelas hay personajes que se cruzan muy sutilmente, una sola vez en una estación de autobuses, pero la unidad narrativa tiene que ver también con estos encuentros que son tan efímeros. Decía Antoine de Saint Exupery que aprender a escribir es aprender a mirar. En esta novela se nota que has mirado mucho, pero más aún que has escuchado mucho. Para ti, ¿escribir es también escuchar? Me encanta que me digas esto, porque esta es una de las cosas sobre las que más reflexiono y que siento que es la clave de “En mar abierto” y de lo que escribo. Fundamentalmente es una tarea de escucha. De hecho, para el libro en el que estoy trabajando ahora quiero rescatar, no sé si para el título o como frase que encabece, una cosa que dijo Alfredo Molano, un sociólogo colombiano: “Escuchar es casi escribir”. Hacer un libro así requiere sobre todo tiempo, mucho tiempo. Precisamente lo que le falta al periodismo en los últimos años, y tal vez por ello las grandes historias de nuestra época se escriben en libros y no en los periódicos. Me parece interesante esa reflexión que haces sobre el periodismo y cómo ha perdido la capacidad de narrar historias más profundas. Eso lo relaciono también con los tiempos de la escritura. Yo no soy un escritor en términos de que mi profesión sea sentarme a escribir todos los días. Yo escribo cuando puedo, en medio de todos los jaleos que tenemos en Cambalache. Eso hace que “En mar abierto”, igual que otros proyectos que estoy escribiendo, se demoren como cuatro años. “En mar abierto” tiene materiales de entre 2012 y 2016, que es cuando se publica por vez primera. Cuando empecé a recoger estas historias no sabía que iba a escribir la novela. Pero, animado por gente de mi entorno, y muy especialmente por mi querido Santi Alba Rico, empecé a recoger experiencias de mi vida, de las cosas que me contaba la gente, y cuando ya tenía bastante material recogido empecé a vislumbrar que podría haber un hilo narrativo que lo uniese todo. Fue entonces cuando empecé a trabajar más activamente e incluso a quedar con gente en un sentido más periodístico. Pues, por ejemplo, tengo esta historia sobre un chico que sufrió una persecución policial y se tiró al mar. Yo ya sabía de esa historia, porque tengo mucha relación con sus hermanos y me han contado cosas. Pero quiero completarla, y me han dado toda la documentación del caso. Pero hasta entonces mi rol era muy poco periodístico porque mi relación con las historias era bastante intensa. Yo no llegaba a esas historias desde fuera. Uno de los protagonistas de la novela, que en 2012 tenía 20 años, aún vive conmigo ahora y tiene 29. Muchas de las relaciones que aparecen son muy importantes en mi vida. Cuando yo me relaciono con estos chavales exmenores no soy un periodista que vaya a preguntarles sobre su vida. Soy alguien que lleva mucho tiempo relacionándose con ellos; alguien que, de algún modo, ha sido un referente adulto para ellos cuando estaban en un centro y no tenían familiares que les fuesen a visitar. Ellos son muy importantes para mí y yo muy importante para ellos. FOTO: Iván G. Fernández Los medios se centran en estas realidades en momentos de “crisis”, como lo que pasó hace poco en Ceuta, pero luego el tema pasa a ser invisibles y nos olvidamos hasta la siguiente “crisis”. No hay un seguimiento a esas personas, una atención sostenida que nos permita acercarnos de verdad a lo que pasa En los textos más teóricos siempre reivindico una cosa que decía Abdelmalek Sayad, un sociólogo argelino: “Reconstruir íntegramente las trayectorias migrantes, con un pie en el lugar de origen y otro en el de destino”. El tránsito migratorio dura un montón de años, no los tres segundos que una persona aparece colgada de la valla en el telediario. En su momento escribí un texto, publicado en ElDiario.es, que se llamaba “Mentiras y alambradas”. Era una respuesta a uno de esos momentos mediáticos de “avalancha”, y hacía unas reflexiones sobre la radical descontextualización del hecho migratorio y la utilización de la imagen mil veces repetida del inmigrante colgado en una valla o en un cayuco como mecanismo de desinformación y de descontextualización. Lo que digo en ese texto es que sí, que los medios de comunicación mienten y manipulan, pero más grave que eso es que descontextualizan. Ya desde el propio nombre con el que los medios se refieren al colectivo, con unas siglas: menas. ¿Escribir una novela sobre estos chavales no es, de algún modo, una forma de combatir ese discurso oficial tan abstracto y deshumanizador? Alguna gente, cuando lee la novela, me devuelve que es una inmersión a la contra de ese discurso que nombras, tan mainstream ahora y recogido por la ultraderecha. Pero la verdad es que las políticas institucionales de la socialdemocracia o del PP han sido tremendamente agresivas hacia los menores solos. Uno de los ejemplos de hasta qué punto esa violencia se ejerce sobre esa categoría que ha sido denominada así es algo que me preocupa mucho, y que es la invasión médica de los cuerpos que son estigmatizados. Ese tema sale en la novela en el personaje de Jenny, que es la persona que ha sido reclutada en Perú. En su caso, esas pruebas médicas son de esputos, de sangre y radiológicas, para escoger a las más fuertes y las más sanas que van a ser explotadas aquí durante 4 meses con la obligación de volver después a su país. Y en el caso de los menores solos son las pruebas que les hacen radiografiándoles las muñecas y los dientes, y haciéndoles otra serie de inspecciones médicas de su cuerpo para decidir si son o no mayores de edad, porque se considera que los documentos que traen son falsos. Cuando hicimos la traducción de “La invención del pasaporte. Estado, vigilancia y ciudadanía” llamábamos la atención sobre esto. En el siglo XIX había debates sobre si era legítimo que el Estado emitiese un carnet en el que apareciese la foto de la persona. Se debatía si la foto era algo privado que podía ser recogido por el Estado para convertirlo en un documento o no. Pues pasamos de este tipo de debates a, siglo y medio después, poder coger a un chaval de 16 años y radiarle para decidir una cuestión administrativa sobre su edad, que además tiene consecuencias bastante graves sobre su vida en términos de extranjería. Esto no es ese discurso furioso en el parlamento o en los medios sobre los chavales, pero está permeando continuamente las políticas institucionales. “Nuestras sociedades carecen de imaginación, de memoria y de responsabilidad” ¿Y cómo se puede luchar contra eso? Aquí no existía todavía Vox cuando al centro de menores de primera acogida llegaron más chavales de los que tenían calculados, aunque no era ninguna avalancha. En el centro de menores de San Lázaro, en vez de 45 días, los chavales estaban como un año, y se daban situaciones de consumo de drogas y conflictos en el barrio, porque ese centro no estaba adecuado para recibir a los chavales en estancias largas. Hubo un montón de conflictividad barrial en la que, nosotros junto a otros colectivos, tratamos de intervenir. Aquello acabó con unos tipos pegándole con un bate de béisbol a unos chavales, y con La Nueva España haciendo una campaña superfuerte, presentando a esos jóvenes como jóvenes peligrosos en vez de como jóvenes en peligro. Nosotros pensamos que hay que abordar esta cuestión no en términos mediáticos, sino en términos comunitarios. Yo siempre digo que, en los últimos tiempos, se le ha dado una excesiva importancia a ese término de “visibilizar”. Parece que visibilizar injusticias o estigmas en sí mismo es transformador. Y siempre cuento nuestra propia experiencia. Cuando empezamos la campaña contra las deportaciones y los CIE pensábamos que, en cuanto todo el mundo se enterase de lo que pasaba, iba a dejar de existir porque la gente no iba a admitir que eso siguiese sucediendo. Ahora ya tenemos claro que mucha gente sabe lo que son las deportaciones y los CIE y ahí están. Lo de visibilizar entonces depende de en qué ecosistema se haga y en qué contextos. El que nosotros visibilicemos en ElDiario.es los vuelos de deportación no sé si acaba significando algo, cuando la propia compañía que hace los vuelos mete la publicidad en el periódico. Ahora me parece más transformador, y más interesante que el circo mediático, construir referentes locales y barriales, y es ahí donde tenemos que concentrar nuestros esfuerzos. En hacer políticas menos espectaculares, pero más transformadoras. Tú has criticado ese antirracismo posturero que se rasga las vestiduras con las declaraciones de Donald Trump o personajes así, pero que no es tan sensible a ese racismo cotidiano y estructural, que es el que creo que reflejas en la novela Hay mucha hipocresía y mucho postureo a nivel institucional. El gobierno señala a Vox como la principal matriz de generación de odio y racismo, pero las políticas migratorias en los gobiernos del PSOE y del PP han sido estructuralmente racistas. Rubalcaba ha sido el ministro que más ha innovado, en términos de política migratoria, para mal. Hay una política estructural, cotidiana, que va provocando día a día la detención de un montón de gente por el hecho de no tener papeles. Los vuelos de deportación de inmigrantes se reactivaron en cuanto se pudo tras los confinamientos, demostrando que deben de ser una especie de actividad económica esencial. Toda esta política de deportación no es cuantitativamente significativa, sino que es más bien una punta del iceberg que tiene más de mecanismo ejemplarizante para disciplinar a la población que se queda, y que juega el papel de fuerza de trabajo barata y servil en la economía española. “Me interesa una literatura que no lo cuente todo, que deje espacio para que ciertas historias queden en el aire” Y en términos más, digamos, culturales, tenemos todas las dinámicas islamófobas que se han desarrollado al calor del 11S y de las políticas antiterroristas; el que haya unos mecanismos preventivos a nivel carcelario o escolar brutales…Eso no lo hace Vox, sino los partidos que han gobernado en las últimas décadas. Como te decía antes, la política migratoria no deja de ser una política imbricada con otras muchas dimensiones del sistema. Uno de tus libros se titula “Del colonialismo al Plan África”; y me parece muy relevante ese énfasis que pones en las raíces históricas de la cuestión migratoria, muy ligadas al colonialismo ¿Qué importancia crees que tiene incidir en esos procesos históricos, y cómo siguen condicionando nuestro presente? Ese título tiene que ver con lo que estás diciendo de la necesidad de contextualización histórica para conocer todas las inercias que generan una determinada realidad en el presente. Porque el pasado es presente también. En ese libro hay una voluntad de hacer un resumen sencillo de determinados episodios del hecho colonial y de las luchas anticoloniales. En Cambalache teníamos la sensación de que la relación con la diáspora migrante siempre tenía este discurso de “tienen que hacer el esfuerzo de integrarse”; y no había ningún tipo de voluntad de preocuparse por tener un conocimiento básico de la historia los lugares de origen de la migración. Sí que había una dinámica, que también denunciamos muchas veces, de esta movida aparentemente multicultural de exotización del hecho migratorio. Y de montar muchas jornadas interculturales con conciertos de yembé, pero no había voluntad real de profundizar en el hecho colonial y en las consecuencias de esos procesos históricos en el presente. Es un poco lo que decía Fanon de no silenciar esas historias colonizadas, pero sí convertirlas en una serie de anécdotas. “Veo el coronavirus como un episodio más de esta crisis socioecológica que, durante el siglo XXI, se va a ir agravando” ¿Qué crees que han revelado estos meses de pandemia sobre nuestra sociedad?, ¿crees que han dejado al descubierto los conflictos de forma mucho más cruda? Tenía un debate últimamente con algunos compas que han escrito sobre esto, sobre cuánto hay de continuidad o no en el episodio de la epidemia, y hasta qué punto se puede analizar como algo esencialmente novedoso, tanto el fenómeno como las medidas. Yo no creo que haya que zanjarlo como continuidad o discontinuidad. Hay muchas cosas novedosas en la gestión de la pandemia y otras cosas que expresan continuidad, y una de ellas es que hace mucho tiempo que se viene alertando sobre la catástrofe ecológica a escala planetaria a la que nos conduce la dinámica de la sociedad capitalista e industrial. Porque, para mí, forma parte de la civilización industrial, o del capitalismo destructor no solo la experiencia occidental, sino también la soviética o la china. Todas estas sociedades tienen en común que caminan hacia el progreso y el crecimiento. Y hubo quienes, quizás con voces que sonaban muy apocalípticas, hablaban del desastre en términos ecológicos. El coronavirus no deja de ser un episodio de ese proceso. En “La nueva normalidad” he intentado empatizar con el dolor que produce una epidemia, que no hay que negarla para poder cuestionar ciertas cosas. Se recogen, por ejemplo, las cosas terribles que han pasado en las residencias de ancianos. Mi punto de partida, no siendo ningún experto en todo esto, es que por los datos que he podido ver, redondeando un poco, hubo aproximadamente un 20% de crecimiento de la mortalidad en España respecto a otros años. Casi todos los años mueren en torno a 400.000 personas, y en 2020 murieron sobre 480.000. Eso nos plantea una escala, y no me parece menospreciable. Igual que no me parece menospreciable que la esperanza de vida se haya reducido en un año y medio. Pero en “La nueva normalidad” quiero señalar otros escenarios. Que en Occidente la esperanza de vida baje de 83 años y medio a 82 no es nada relevante en lugares donde la esperanza de vida baja de 50 y pico años. Hay lugares en los que la franja de vida es X, pero debido, por ejemplo, al accionar de las petroleras en el Delta del Níger, destrozando y contaminando el territorio, la esperanza de vida ha bajado diez años. Y no por el coronavirus, sino que ha bajado diez años de forma prolongada en el tiempo. Esa es una de las cosas sobre las que llamo la atención, de la misma manera que lo hago sobre el nivel de acaparación de vacunas por parte de las potencias occidentales. Y es que se está vacunando a personas que, estadísticamente, no tienen grandes riesgos del coronavirus mientras que la mayor parte de la población vulnerable en el mundo no está siendo vacunada. ¿Tú creíste en algún momento en aquello de “saldremos mejores” que se decía en las primeras semanas de pandemia? No comparto para nada ese discurso. Más bien lo veo como un episodio más de esta crisis socioecológica que, durante el siglo XXI, se va a ir agravando. Necesitamos construir relaciones anticapitalistas, comunitarias y de crítica a la civilización industrial. Por otro lado, se va evolucionando cada vez más hacia ese concepto de ecofascismo, y no lo digo solo por la ultraderecha. Es algo mucho más amplio. Las cosas al final no son solo discursos, son transformaciones materiales de la existencia. El escenario al que nos encaminamos es a uno de recursos cada vez más escasos. Menos recursos que deberían ser gestionados por un poder centralizado y autoritario, que al fin y al cabo es siempre lo más “eficaz”. ¿Piensas que la pandemia ha vuelto más atractivo, a ojos de los ciudadanos occidentales, un modelo como el chino, paradigma de eficacia al precio de acabar con cualquier libertad? El modelo tiene también la trampa, porque eso no es ningún invento. La complejidad social es cada vez mayor, y la posibilidad de abordar cuestiones que se nos escapan, que cada vez más están en manos de especialistas, es menor. Gunther Anders, un pensador que me gusta mucho, hablaba de esto cuando hacía su crítica de la energía nuclear después de la Segunda Guerra Mundial. Uno de sus argumentos principales es que ese tipo de tecnología, aparte de los grandes riesgos de contaminación y de muerte, es un instrumento absolutamente centralizado, que no pueden ser gestionado en términos democráticos. El “desnivel prometeico” lo llamaba Anders Eso es. Hemos creado una sociedad mediada por la tecnología y por la industria con tanta capacidad de producir cosas que los seres humanos ya no somos capaces de imaginarnos los efectos de las herramientas que hemos inventado. De tal modo que un piloto de avión puede apretar un botón y achicharrar a 200.000 personas en Hiroshima o en Nagasaki. Y parece que no hay conexión entre ese gesto de apretar el botón y sus consecuencias. Y podemos hablar de cosas más cotidianas, como la alimentación. Nos comemos un filete y desaparecen dos hectáreas de producción biodiversa en América Latina para convertirse en monocultivo de soja transgénica. No somos capaces de dar cuenta de estas conexiones, de imaginarlas y ser responsables. Tanto Anders como Pasolini o Alba Rico hacen referencia a esta carencia por parte de nuestras sociedades de imaginación, de memoria y de responsabilidad.

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