Emilio Lledó: hablar del lenguaje para ser humano
Desde la filología y la filosofía, el flamante Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades se basa en el humanismo de raíz grecolatina para reflexionar sobre las palabras como esencia y espacio compartido de la humanidad
MIÉRCOLES 20 DE MAYO DE 2015
Como sucede con el Premio Princesa de Asturias de las Artes, el de Comunicación y Humanidades ostenta un enunciado incómodo: suficientemente ancho y ambiguo como para que en su elenco hayan cabido fotógrafos artísticos y fotorreporteros, programadores de videojuegos, buscadores de Internet, revistas, sociedades científicas, científicos sociales e incluso autores de humor gráfico. Es fácil destacar en una tarea que tenga que ver con la comunicación pero en la que el elemento estrictamente humanístico no aparezca ni por asomo. O dedicarse a las viejas y tundidas humanidades y no tener relación clara con la comunicación. O satisfacer ambos preceptos pero solo de manera aproximativa y vaga. Por eso, el cumplimiento estricto de los dos disparejos miembros de ese enunciado bastaría para justificar la concesión a Emilio Lledó del Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades. Esos dos términos resumen en esencia su trayectoria: la de un estudioso arraigado en el clasicismo grecolatino y en el pensamiento que brota de ese suelo para indagar en el ser humano, entendido como el depositario del don del lenguaje y de la posibilidad de generar a partir de su uso un espacio comunicativo de convivencia y de memoria compartida. En el sentido privado tanto como en el colectivo.
Basta un repaso a los títulos de su bibliografía para confirmarlo. Su libro más reciente --una colección de artículos publicado este mismo año por la editorial asturiana KRK-- lleva por título precisamente Palabra y humanidad, y sirve a la perfección como pórtico a los temas y el primoroso estilo ensayístico de Lledó y a la matriz de su pensamiento y su escritura. Es el recorrido de un filólogo clásico que llega a la filosofía a través del ejercicio del lenguaje como instrumento de interpretación de sí mismo --del lenguaje-- y de quien lo usa; pero no desde la sequedad del analisis lógico o filológico, sino desde una especie de antropología práctica, de curiosidad cálida sobre el modo en que el lenguaje es a la vez territorio e instrumento de la virtud, la ética, la política, los afectos o el gozo literario.
Entre Grecia y el 'giro lingüístico'
Esa constelación de temas es evidentemente humanística --y por tanto, se retrae hasta Platón, Aristóteles o las filosofías helenísticas que han centrado muchos de sus trabajos--; pero a la vez forma parte de otra constelación mucho más reciente: la del las preocupaciones del llamado genéricamente giro lingüístico, esa posición característica del siglo XX que, desde los rigores constructivos de la filosofía analítica hasta los malabarismos postestructuralistas y deconstruccionistas, identifica el lenguaje como el lugar, el medio y el objeto del pensamiento filosófico.
El paso por la universidad alemana de Heidelberg fue decisiva para fijar la posición del joven Emilio Lledó en ese vasto territorio --que aún no era el de un filósofo-- en los años en que, literalmente, huyó de una España que le sofocaba personal e intelectualmente. En Heidelberg recibió la orientación definitiva hacia el helenismo bajo la influencia de Otto Regenbogen; y, sobre todo, en una segunda estancia de seis años gestionada directamente por el padre de la hermeneútica contemporánea, Hans-Georg Gadamer, se imbuyó de una forma de pensar, enseñar y escribir basada en la interpretación: una disciplina que Lledó concibe como un arte las posibilidades desplegado desde, en y por el lenguaje; un arte, por tanto, de la libertad a partir del diálogo, ya sea con la tradición --cuya memoria custodia y transmite el lenguaje-- o con cualquier otro usuario contemporáneo de la palabra. Y libertad alude también también, en términos políticos, al horizonte de un ideal democrático que del mismo modo viene de Grecia.
Espacios de conversación
A menudo, Lledó ha descrito ese uso comunicativo del lenguaje como la creación de espacios de conversación. Y frecuentemente ha recordado también que, mucho antes que Gadamer o cualquier otra influencia académica, fue su primer maestro, un joven llamado don Francisco al que rememora llevándolo de la mano, el que le hizo vislumbrar la existencia de esos espacios de libertad. El maestro hacía leer a aquellos renacuajos pasajes del Quijote y luego les pedía que expusieran las "sugerencias de lectura" que habían extraido de la experiencia. De aquel don Francisco, que Lledó imagina formado en la estela de la Institución Libre de Enseñanza, y de aquel temprano Cervantes le quedó una noción del magisterio soldada a la de la libertad interpretativa: "El maestro habla y el que oye se deja sugerir".
Ahí puede que estuviera también la semilla de la pasión docente de Emilio Lledó, que ha desempeñado con un prestigio casi legendario en institutos y universidades de Valladolid, La Laguna, Barcelona, Madrid o Berlín, y su concepción de la enseñanza en la que siguen vigentes los venerables conceptos del maestro y del discípulo y en la que la libertad del que recibe es perfectamente compatible con la autoridad del que imparte magisterio. O mas bien: del que entrega magisterio. Porque para Lledó "una clase magistral no es esa clase asignaturesca en la que alguien se limita a transmitir un manual, sino aquella en la clase se da, se entrega, por parte de alguien de quien brota la vida del conocimiento".
Poco (nada) tiene que ver esa concepción de la enseñanza con el pragmatismo feroz y el economicismo que instrumentalizan los conceptos educativos en la Era Wert. Para Lledó, inducir a un joven a emprender unos estudios universitarios en términos exclusivos del "ganarse la vida" es, de hecho, "la forma más terrible, más feroz de perderla". "Es machacar el impulso juvenil; hay que dejar que la gente se encandile, se emocione con el conocimiento, que ya vendrá luego la vida", decía Lledó a su discípulo y también docente Manuel Cruz en una reciente conversación pública.
Pero lo esencial es que de estas concepciones no solo sale una pedagogía o un cierto modo de entender lo académico, sino un modelo de ser humano basado en el lenguaje. Hasta el punto de que, con poetas como el Félix Grande de aquellas inolvidables Rubaiyatas de Horacio Martín, Lledó gusta de repetir que, por debajo de su condición de multipátrida está la aguda conciencia de que "la patria es el lenguaje". Se nace y se crece en una lengua, y en la lengua se forja una identidad, "las huellas dactilares que definen quiénes somos y qué queremos", tanto individual como colectivamente. "Estar en el lenguaje es estar en la memoria colectiva" y a partir de ella definir por igual, mediante un aprendizaje dialogado, "lo que necesita un código, como la política, la justicia, la ética, la organización de la sociedad", y "lo que no tiene código, como el amor, la amistad o la sensibilidad".
En definitiva, en la estela de predecesores en el palmarés como su joven maestro Julián Marías, Umberto Eco, George Steiner o María Zambrano el flamante premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades pertenece a la estirpe de los custodios de una humanidad amenazada (o al menos, de un concepto severamente amenazado de lo que significa ser humano). Lledó viene a ser eso: un ser humano que hace uso del lenguaje a conciencia, que se descubre críticamente en ello como ser humano y que lo utiliza para hablar de sí mismo y de los otros. O, como lo presentaba en la citada conversación Manuel Cruz, alguien que "ha enseñado a vivir con su palabra y con su presencia, si es que tiene sentido esa separación".
No hay comentarios:
Publicar un comentario