Josemaria Escrivá de Balaguer durante un encuentro con fieles en Brasil, 1974. / YouTube (San Josemaría)
Josemaria Escrivá de Balaguer durante un encuentro con fieles en Brasil, 1974. / YouTube (San Josemaría) En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí Introducción Cuando el Banco Popular se desmoronó repentinamente en las primeras horas del 7 de junio de 2017, la atención se centró, como es natural, en los afectados por la que sería una de las mayores quiebras bancarias jamás vistas en Europa. La televisión española retransmitió escenas de clientes enfurecidos frente a sucursales cerradas de todo el país, blandiendo pancartas y exigiendo respuestas y prisión para los responsables. Los reporteros entrevistaron a pensionistas llorosos que lo habían perdido todo en la quiebra: hombres y mujeres mayores que habían confiado los ahorros de toda su vida a un banco en su día considerado uno de los más sólidos y rentables del mundo. La prensa financiera buscó otro ángulo, centrándose en inversores supuestamente expertos como Pimco y Anchorage Capital, que habían perdido cientos de millones de euros de la noche a la mañana. Todo el mundo se hacía la misma pregunta: ¿Cómo pudo desaparecer de un día para otro un conocido prestamista español, una institución con noventa años de imponente historia, propietaria de otro banco en Estados Unidos y con oficinas en lugares tan lejanos como Shanghái, Dubái y Río de Janeiro? Pero los medios de comunicación no hicieron mención de la mayor víctima de todas. Durante más de sesenta años, un tenebroso grupo de hombres que habían jurado una vida de celibato y autoflagelación controló en secreto el banco y se aprovechó de sus cargos para desviar miles de millones de euros. Esta es la historia jamás contada de cómo esos hombres secuestraron el Banco Popular y lo transformaron en un cajero automático para el Opus Dei, la controvertida institución religiosa a la que pertenecían, transformando ese movimiento religioso minúsculo y secreto en una de las fuerzas más poderosas de la Iglesia católica, financiando la creación de una amplia red de reclutamiento dirigida a niños y adolescentes vulnerables y creando una cabeza de puente en el mundo de la política estadounidense. El Opus Dei se convertiría así en una organización secreta pero fundamental que se ocultaba tras la erosión de los derechos reproductivos y otras libertades civiles. En un mundo obsesionado con las teorías de la conspiración –de QAnon y Bilderberg–, esta es una historia real de abuso, manipulación y codicia envuelta en el manto de la santidad. En un mundo obsesionado con las teorías de la conspiración, esta es una historia real de abuso, manipulación y codicia Yo fui uno de los periodistas que cubrieron la quiebra del Banco Popular y –como todo el mundo, según parece ahora– me perdí la parte más importante de la historia. Me había pasado casi toda la década anterior informando sobre las crisis bancarias que habían asolado Europa en los años posteriores a la debacle económica mundial de 2008. Mi trabajo me había llevado a Francia, Alemania, Grecia, Italia, Portugal, Rusia, España, Suecia y Turquía para escribir sobre las distintas crisis, entrevistando a las personas que dirigían los bancos e hilvanando la historia a través de conversaciones con reguladores, banqueros centrales, abogados, inversores y gente corriente. Al principio cubrí la noticia del Popular de manera muy parecida. De entrada, la quiebra me resultaba demasiado familiar: la típica historia de ambición desmedida, mala toma de decisiones, la arrogante creencia de que los riesgos estaban controlados y falta de voluntad para reconocer los errores hasta que era demasiado tarde. Pero, cuanto más profundizaba en el relato, menos sentido parecía tener. Muchos aspectos del ascenso y caída del Banco Popular simplemente desafiaban cualquier explicación lógica, incluso para un periodista financiero experimentado. Poco a poco, se hizo evidente que faltaban piezas enormes del rompecabezas. Me mudé a Madrid para seguir investigando. Había vivido allí como corresponsal de Bloomberg una década antes, cuando informé sobre el espectacular auge y caída del país. Diez años después, la ciudad estaba tal y como la dejé, pero con una notable diferencia. El nombre del Banco Popular, antaño un elemento habitual en todos los barrios, había desaparecido. La entidad llegó a tener más de dos mil sucursales en todo el país, trescientas de ellas en Madrid, por lo que era casi imposible pasear por cualquier zona de la capital española sin ver su logotipo morado, reconocible al instante por millones de españoles. Pero, aunque el Popular había desaparecido de las calles, su nombre seguía vivo en los periódicos. La quiebra del banco se había convertido en un atolladero legal que dio lugar a más de un centenar de demandas judiciales, la mayoría relacionadas con sus trescientos mil accionistas, que habían visto cómo se esfumaban sus inversiones. Otras demandas fueron interpuestas por los acreedores del banco, a quienes se adeudaban miles de millones. Uno por uno, me reuní con los grupos descontentos. Deseosos de que la prensa internacional se hiciera eco de su lucha, todos parecían dispuestos a hablar. O casi todos. En esas conversaciones estuvo ausente la parte más afectada de todas: el mayor accionista del banco. Enigmáticamente bautizado como la Sindicatura, el grupo se remontaba a un pacto entre caballeros de los años cuarenta, y controlaba casi el 10% del banco cuando este quebró, una participación valorada en más de dos mil millones de euros en su punto álgido. Sin embargo, pocas semanas después de la quiebra, la principal empresa de la Sindicatura notificó discretamente a las autoridades su disolución. Mientras los demás accionistas del banco libraban una batalla pública para recuperar su dinero, el oscuro grupo que había controlado la entidad parecía decidido a salir de escena. Aquello me despertó la curiosidad; empecé a investigar más a fondo y pronto descubrí que la Sindicatura era mucho más de lo que parecía a simple vista. En el epicentro del consorcio había una empresa llamada vagamente Unión Europea de Inversores, que resultó ser un nido de muñecas rusas apiladas de tal forma que ocultaban al verdadero beneficiario de ese gigantesco holding. Cada una de las muñecas tenía nombres que sonaban bastante inocentes: Fondo para la Acción Social, Instituto de Educación e Investigación, Fundación para el Desarrollo y la Cooperación Internacional o Fondo para la Cooperación Social. Pero, a medida que estas se iban desapilando y colocando unas junto a otras, empezaban a observarse similitudes curiosas. Muchas de ellas compartían los mismos accionistas y las dirigía el mismo grupo de hombres aparentemente intercambiables. Hasta casi cien millones de euros anuales se desviaban del banco a través de esa red. Empecé a darme cuenta de por qué la Sindicatura tenía tanto interés en guardar silencio y de por qué la empresa que estaba detrás había solicitado su disolución mientras otras luchaban de manera tan pública por la justicia: tenía un secreto que ocultar. Empecé a darme cuenta de por qué la Sindicatura tenía tanto interés en guardar silencio Mi labor me llevó al pequeño y lujoso municipio suizo de Crans-Montana, situado en los Alpes y famoso por sus pistas de esquí y sus residentes ultrarricos. Me encontraba allí para entrevistar a Javier Valls-Taberner, que llevaba más de cuarenta años en el banco, quince de ellos como presidente junto a su hermano mayor, Luis. Si alguien podía ayudarme a llegar al fondo del misterio del Banco Popular era él, pensé. Javier me recibió en la puerta de su refugio alpino con una sonrisa radiante y un cálido apretón de manos. Nos habíamos conocido meses antes en Madrid y parecía realmente agradecido de que hubiera ido hasta allí para verle. Había accedido a pasar los tres días siguientes concediéndome entrevistas sobre su etapa en el banco. Desde el principio quedó claro que adoraba a Luis, fallecido años antes. Me contó historias de su juventud, de cómo se habían disfrazado de campesinos para escapar de la Barcelona desgarrada por la guerra, de su exilio en Italia y de la muerte de su padre, un político muy respetado. A sus ochenta y nueve años, tenía la voz débil y su salud estaba en claro declive tras el reciente diagnóstico de una enfermedad rara de la sangre. Pero le brillaban los ojos cuando recordaba que él y su hermano habían convertido el Popular –un banco regional aletargado con apenas un puñado de oficinas– en un actor global. Los dos hermanos eran muy diferentes: mientras que Luis era un miembro devoto del Opus Dei, una organización católica conservadora, y había jurado una vida de castidad, pobreza y obediencia, Javier era bien conocido en los círculos bancarios de Madrid como un bon vivant al que le gustaba viajar, la buena comida, el buen vino y las buenas fiestas. –Tenían apodos para los dos –me dijo entre risas–. Nos llamaban Opus Dei y Opus Night. Volvimos a reunirnos la mañana siguiente a primera hora y nos pusimos manos a la obra. Lo primero en mi lista de tareas era entender qué era realmente la Sindicatura. Se lo pregunté sin rodeos. –Era una sindicatura falsa. Hubo en su época una sindicatura pero nosotros quitamos todo lo que era jurídico. La sindicatura consistía en… todos los que tenían acciones y querían, lo único que se comprometía… es que la sindicatura votara a favor del consejo. Y hubo mucha gente. Y jugaron también porque se duplicaron un poco la sindicatura. Pues la sindicatura eran las accionistas más importantes… pero a veces les contaron como accionistas individuales y como sindicatura. Lo que me explicó Javier equivaldría a una falacia a gran escala. Se trataba de un grupo de inversores que se habían unido sistemáticamente para influir en votaciones importantes de la entidad a fin de evitar cualquier responsabilidad real sobre la gestión del Banco Popular. Pero, ¿por qué? Javier, ya anciano y con la salud muy mermada, no mostró ningún reparo en admitir ese abuso de poder manifiesto. Además, tenía una espina clavada. En 2006, pocos días después de la muerte de su hermano mayor, había sido destituido sin contemplaciones. Tras cuatro décadas al frente del Popular, Opus Night había dejado de ser útil para los verdaderos agentes de poder que manejaban el banco. Su destitución coincidió con la repentina aparición de la Unión Europea de Inversores, la enigmática empresa que me había llamado la atención por primera vez en Madrid. –La Sindicatura perdió el carácter cuando se portaron mal conmigo y con Luis, y muchos se salieron. Y estos crearon una sociedad que se llamaba Unión Europea de Inversiones. –Pero, espera, ¿quiénes son estos? –pregunté. –Fue totalmente controlado por el Opus. Esto era Opus cien por cien. Que es un poco lo que sustituyó a la sindicatura que ya no era sindicatura. Javier me habló entonces de los últimos días de su hermano. –Cuando Luis estaba un poco más enfermo y estaba ingresado en un hospital procuraba que yo no fuera a verlo. A mí procuraba apartarme, ya en vida de Luis, porque yo creo que ya tenían hecho una especie de complot en el Opus diciendo: el día que se muera Luis, el otro fuera. –Pero ¿por qué no querían que lo visitaras? –Porque estaba influenciado por el Opus. No querían que yo le pudiera decir algo de algunas cosas (o que él me pudiera decir algo de otras). Ya, en los dos años estos cuando Luis ya no estaba… yo notaba… ya estaba sentenciado… ya había un complot dentro del Opus. Tenían todo controlado más o menos. Yo creo que ya tenían trazada la idea de que el día que este se muera, todo para el Opus. Vamos. –¿Crees que Luis era consciente de lo que pasaba? –Yo no sé si él fue consciente o no, o si fue consciente y no podía decir nada. Era obvio que Javier se sentía dolido al recordar los últimos días de su hermano y su despido del banco. Me contó que en aquel momento no podía evitar pensar en Roberto Calvi, el banquero italiano que había sido asesinado a principios de los años ochenta, según la leyenda, a manos de gente cercana al Opus Dei. Temiendo por la seguridad de su familia, decidió abandonar España, donde los tentáculos de la organización eran profundos, y trasladarse a Suiza. Desde su casa de los Alpes, había visto con una mezcla de tristeza y alegría por el mal ajeno cómo el banco que él y su hermano habían hecho crecer se derrumbaba, llevándose consigo la red de intereses del Opus Dei que lo había apuñalado por la espalda años antes. Aunque mi padre se había criado como católico romano –sus abuelos eran irlandeses y pasó gran parte de su infancia al cuidado de monjas en un sanatorio para niños enfermos–, poco a poco se fue desilusionando con la implacable obsesión de la Iglesia con la culpa, y decidió criar a sus hijos libres para que se formaran sus propios juicios morales sobre el mundo. A consecuencia de ello, yo no sabía casi nada de la Iglesia ni del Opus Dei cuando empecé a investigar la quiebra del Banco Popular, pero pronto decidí ponerme al día. Leí con voracidad y hablé con miembros actuales y antiguos para tratar de entender la organización. Después de lo que me había contado Javier sobre ellos, los miembros del Opus Dei que habían trabajado y vivido con Luis Valls Taberner, a los que este había acusado de manipular la enfermedad y muerte de su hermano para hacerse con el control del banco, resultaron ser amables y comunicativos, y estaban encantados de que un periodista de Inglaterra se interesara por el difunto banquero, al que claramente veneraban. Empecé a preguntarme si a aquellos hombres les habían indicado lo que tenían que decir Sin embargo, había algo que me pareció extraño. Casi todas las conversaciones empezaban de la misma manera: con el miembro del Opus Dei explicando que todos los que formaban parte de la organización actuaban con total libertad y que cualquier cosa que hicieran –ya fuera en los negocios, en la política o en general– era por iniciativa propia y no tenía nada que ver con la Obra –el sobrenombre con que es conocido el Opus–. Después de la cuarta o quinta versión de esta perorata, empecé a preguntarme si a aquellos hombres –porque todos eran hombres– les habían indicado lo que tenían que decir. Lo raro era que todos y cada uno hicieran esa declaración sin que nadie se lo pidiese, antes incluso de que hubiéramos empezado a hablar de lo que había hecho realmente Luis Valls-Taberner. ¿Por qué sentían la necesidad de prologar nuestra conversación con ese descargo de responsabilidad, antes incluso de que yo hubiera preguntado nada? Poco podía imaginar que esa aclaración previa se convertiría en una tornada casi constante en mis conversaciones con miembros del Opus Dei durante los años siguientes. Recién alertado por cualquier cosa que guardara relación con la Obra, me llamó la atención un artículo de Associated Press sobre un grupo de 42 mujeres de Argentina que alegaban haber sido reclutadas por el Opus Dei cuando eran niñas y obligadas a trabajar como esclavas, cocinando, limpiando y fregando los baños durante décadas sin percibir un salario. Presentaron una denuncia ante el Vaticano por supuesta explotación laboral, abuso de poder y abuso de conciencia. Exigían una compensación económica, el reconocimiento de su sufrimiento, medidas disciplinarias para los responsables y una disculpa formal del Opus Dei. Aunque obviamente sentí lástima por aquellas mujeres, la historia no parecía tener relación con mis investigaciones. Pero todo cambió en una visita posterior a los archivos del Banco Popular, que desde entonces habían caído en manos de una entidad rival, la cual había comprado sus activos tras la quiebra. Era mi tercera visita al archivo, situado en un parque empresarial junto a una autopista costera del norte de España, desde que conseguí acceder a él el año anterior. Mientras hurgaba entre montañas de cajas, me topé con un fichero «no oficial» separado de la colección principal del Popular. El archivo en cuestión había sido descubierto en una mansión en las montañas de las afueras de Madrid que en su día era propiedad del banco y en la cual había vivido Luis Valls-Taberner. Me enteré de que habían enviado a uno de los archivistas a la mansión para recuperar esa colección «extraviada» y organizar su traslado, pero este descubrió que alguien había estado allí antes que él para purgar el misterioso fichero. Sin embargo, lo había hecho apresuradamente, por lo que aún podían quedar documentos de interés para mí enterrados en pilas de papeles aparentemente desorganizados. A lo largo de tres días rebusqué entre los montones. En mi último día en el archivo –aquella noche debía tomar un vuelo de regreso a Londres– descubrí un grueso documento con las palabras «Balance de cooperación internacional» en la portada. El informe vinculaba al banco con más de sesenta empresas aparentemente inocuas de todo el mundo, incluida una relacionada con la supuesta esclavitud de las 42 mujeres de Argentina. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, se habían enviado millones de dólares a todo el mundo, con registros de las transacciones separados de los archivos oficiales del Banco Popular y aparentemente obviados por quienes fueron enviados a purgar el fichero oculto. Al comprobar la lista de receptores –en países como Australia, Camerún, Irlanda, Nigeria y Filipinas– descubrí que muchas de esas empresas dirigían «centros de formación profesional» similares a las implicadas en el escándalo de Argentina. Dichas escuelas reclutaban activamente a niñas que vivían en algunos de los países más pobres del mundo para someterlas a una vida de servidumbre. Me había topado con una gran operación para atraer a esas jóvenes para trabajar al servicio del Opus Dei en todo el mundo. En visitas posteriores encontré otras piezas del rompecabezas: registros de millones de dólares canalizados a través de una de las filiales del banco en Suiza a cuentas en Panamá, Liechtenstein y Curazao, paraísos fiscales para el secretismo y el blanqueo de dinero, que estaban directamente controladas por figuras destacadas del Opus Dei en Estados Unidos, México y otros lugares. Pronto empecé a darme cuenta de que la historia iba mucho más allá de un banco español. Se trataba de una red de regalos ocultos que se había utilizado para catapultar al Opus Dei a la escena mundial. Con el tiempo, los hilos se extenderían hasta el Vaticano, el mundo de la política estadounidense y la repentina desaparición de un hombre cincuenta años antes. Me había topado con una gran operación para atraer a esas jóvenes para trabajar al servicio del Opus Dei en todo el mundo La mañana del 20 de mayo de 2023, el padre Charles Trullols dirigió con orgullo a la congregación del Centro de Información Católica por las calles de Washington D. C., en la que, según preveía, sería una tradición anual de procesión eucarística en el corazón de la capital de Estados Unidos. Elegantemente ataviado con vestiduras que solían reservarse para los días festivos, el sacerdote español no quitaba ojo de la custodia dorada que llevaba ante sí mientras avanzaba por la calle K sobre pétalos esparcidos por la acera, flanqueado por curas y monaguillos que sostenían un dosel blanco sobre su cabeza. Trullols había concebido la procesión como una muestra de fe y un recordatorio de la presencia de Dios, incluso en aquella ciudad tan impía. «Tengo absoluta fe en las muchas gracias que Dios concederá a nuestro país cuando la presencia real de Cristo recorra las calles de Washington –dijo–. La procesión expresará nuestra creencia en que Jesús está pasando y otorgando su amor y ayuda a todos nosotros». Muchos de los asiduos a la misa diaria de mediodía en el Centro de Información Católica –políticos, abogados y miembros de grupos de presión que iban a comulgar durante la pausa para comer– se habían tomado muy en serio las palabras del padre Charles. Casi quinientas personas habían dedicado parte de su fin de semana a aquel acontecimiento especial. A medida que avanzaban por la calle 17ª en su ruta de dos kilómetros rumbo a la avenida Connecticut y por delante de la Casa Blanca, la multitud iba detrás guardando un respetuoso silencio y deteniéndose para arrodillarse y rezar en dos paradas del trayecto. El padre Charles dirigió sus oraciones y pidió a Dios que acudiera en ayuda de Estados Unidos. Esa era la cara amable, pública y aceptable del Opus Dei que el padre Charles, como capellán del Centro de Información Católica, se había encargado de proyectar a los políticos, los abogados y los miembros de grupos de presión que cruzaban sus puertas cada día. Situada en el corazón de la ciudad –una virtud celebrada por una placa azul que presumía de ser el tabernáculo más cercano a la Casa Blanca–, la modesta capilla y librería era un escaparate para el Opus Dei en la ciudad más poderosa de la tierra. Durante cuarenta años, el Centro de Información Católica había difundido el mismo mensaje incontrovertido que había atraído a innumerables washingtonianos a su seno. Ese mensaje –que los católicos sirven mejor a Dios esforzándose por alcanzar la santidad en todo lo que hacen, ofreciendo su trabajo cotidiano y aspirando a la excelencia en su vida profesional– había calado hondo entre los creyentes de la ciudad, muchos de los cuales habían luchado durante largo tiempo con la cuestión de cómo vivir su fe en aquella ciudad profundamente transaccional y amoral. Miembros del Congreso, jueces del Tribunal Supremo y figuras destacadas del mundo de las finanzas, el derecho y el periodismo se habían sentido atraídos por ese sencillo mensaje a lo largo de los años. Su éxito había transformado el área metropolitana de Washington en la mayor comunidad del Opus Dei en Estados Unidos, formada por ochocientos miembros e innumerables simpatizantes. De Colombia a Japón y de Nigeria a Sri Lanka, ese es el rostro que el Opus Dei proyecta al mundo: una aglomeración de católicos corrientes, la inmensa mayoría casados y con hijos, que son médicos, abogados y profesores inspirados a vivir su fe en la vida cotidiana. Apoyándose en la legitimidad que le confiere la Iglesia –en los años ochenta, el Opus Dei fue elevado al estatus único de prelatura personal por el papa Juan Pablo II y su fundador, el sacerdote español Josemaría Escrivá, fue canonizado y proclamado «santo de la vida ordinaria» dos décadas después–, la organización se presenta a sí misma como nada más que una guía espiritual para los miembros de la fe que buscan un modo de servir a Dios en su vida diaria. A través de las páginas web que el Opus Dei mantiene en los 66 países en los que opera y la literatura que se distribuye en el Centro de Información Católica y en cientos de centros similares de todo el mundo, los testimonios de los miembros subrayan este mensaje: cómo la organización y las enseñanzas de Escrivá les han inspirado a vivir su fe. «La Obra, como la llaman los fieles del Opus Dei, es parte de la Iglesia y la Iglesia es familia y madre –relata un alto miembro brasileño–. San Josemaría hablaba de la gran familia de la Obra. A mí me gusta pensar en la Obra como una familia de familias». La organización asegura que casi noventa mil personas –de muy diversos orígenes, culturas e idiomas– se han sentido inspiradas a seguir los caminos del Opus Dei, caminos que supuestamente fueron comunicados al fundador directamente por Dios durante un retiro en Madrid en octubre de 1928. Algunos comparten sus testimonios de cómo, desde el cielo, san Josemaría ha intercedido en su vida cotidiana para resolver problemas, sanar enfermedades e inspirarlos a ser mejores católicos. No obstante, tras esa fachada de fe e inspiración profundas hay un trasfondo en la organización que pocos conocen, incluidos los miembros más antiguos. Mientras que el 90% de sus miembros llevan una vida cristiana respetable, en casa con sus familias y esforzándose por vivir su fe más profundamente, en el corazón de la organización existe un cuerpo de élite que tiene una vida muy controlada. Tras hacer votos de castidad, pobreza y obediencia, ese grupo vive de acuerdo con un conjunto distópico de normas y reglamentos, un proyecto orwelliano de sociedad establecido por el fundador y oculto a las autoridades del Vaticano. Los miembros normales tienen prohibido leer esos documentos, que se guardan bajo llave en las residencias donde conviven los miembros célibes para que solo los consulten sus superiores, que abusan de su autoridad para controlar la vida de quienes están a su cargo. Nueve mil miembros llevan esa existencia de oración y adoctrinamiento controlada de cerca, donde casi todos los movimientos están meticulosamente prescritos y vigilados, donde el contacto con amigos y familiares está restringido y supervisado, y donde sus vidas personales y profesionales están sujetas a los caprichos y necesidades del movimiento. Los miembros de la élite son animados a seguir un manual de estrategia común a muchas sectas religiosas para generar más seguidores Viven en comunidades cerradas y segregadas, y actúan como células clandestinas en casi todas las grandes ciudades del mundo, siguiendo un detallado y subrepticio manual de reclutamiento elaborado por el fundador y orientado a un único objetivo: extender la influencia de la organización entre los ricos y los poderosos. Constantemente presionados por sus superiores para que generen más y más «vocaciones», esos miembros de la élite son animados a seguir un manual de estrategia común a muchas sectas religiosas para generar más seguidores y acrecentar el poder y alcance del Opus Dei. Los reclutas potenciales son seleccionados cuando aún son niños, y se los incita a entablar amistad con los miembros actuales a través del «bombardeo de amor» (se denominan así las demostraciones de atención y afecto para tratar de influir en alguien). Luego, los miembros recopilan e intercambian información sobre los objetivos con el fin de provocarles una «crisis vocacional» diseñada para empujarlos a unirse. Una vez dentro, se separa a los reclutas de sus familias y se controla minuciosamente su vida hasta que se vuelven dóciles y sumisos, momento en el cual se dedican a reclutar a más miembros. En su tarea, ese cuerpo de élite cuenta con la ayuda de una red clandestina de fundaciones y empresas, en cuyo núcleo estuvo en su momento el Banco Popular, que canalizan millones de dólares por todo el mundo hacia iniciativas destinadas al reclutamiento y la expansión de la influencia de la Obra en la sociedad. El Opus Dei niega que controle parte alguna de esa red, pero se trata de una ficción legal diseñada para proteger a la organización de cualquier escándalo y eximirla de responsabilidad para con los miles de personas cuyas vidas controla y de las que abusa. Esa red clandestina de dinero, gran parte de la cual obedece a la estrecha relación de la organización con el dictador español Francisco Franco, ha permitido al Opus Dei comprar poder e influencia en seis continentes: de Santiago a Estocolmo, de Los Ángeles a Lagos y de Ciudad de México a Manila. Públicamente, está afiliado de manera oficial a diecinueve universidades, doce escuelas de negocios, 275 escuelas de primaria y secundaria, 160 escuelas técnicas y de hostelería, 228 residencias universitarias e innumerables clubes juveniles y campamentos de verano. De forma encubierta, sus tentáculos se extienden mucho más allá, hasta el tejido mismo de nuestra sociedad civil supuestamente laica. El Opus Dei goza de privilegios especiales de los que ninguna otra organización dentro de la Iglesia católica ha disfrutado y que durante años le han permitido funcionar eficazmente al margen de la jerarquía habitual, brindándole una libertad sin precedentes para operar donde le plazca, sin tener que rendir cuentas ante nadie más que el papa. Esos poderes especiales se le concedieron a principios de la década de 1980, en un momento en que el Vaticano estaba sumido en graves problemas económicos y en medio de rumores sobre el papel del Opus Dei en un enorme rescate financiero a la Santa Sede. Dichos privilegios catapultaron al grupo a las altas esferas de la Iglesia católica, lo legitimaron entre los fieles, impulsaron sus esfuerzos de reclutamiento y facilitaron la canonización de su fundador. Desde la década de 1990, el Opus Dei ha explotado esa legitimidad para aliarse con fuerzas conservadoras dentro de la Iglesia, especialmente en Estados Unidos. Esto ha abierto la puerta a los multimillonarios y al dinero negro, que en los últimos años –y especialmente tras la quiebra del Banco Popular en 2017– se han convertido en un medio fundamental para que el Opus Dei sostenga esa red oculta. A pesar de todo lo que dice sobre su lealtad al Vaticano, la Iglesia y las enseñanzas de Jesucristo, al Opus Dei no parece preocuparle que muchas de las fuerzas conservadoras que ahora abraza en Estados Unidos sean abiertamente hostiles al papa, llegando incluso a socavar su autoridad y conspirar contra él. La fachada que se vende a la gran mayoría de sus miembros, esto es, defender la doctrina de la Iglesia y ofrecer orientación espiritual para que los católicos vivan su fe, es falsa. Lo único que mueve al Opus Dei es el culto a su fundador y su propia expansión. Sus métodos y prácticas han lavado el cerebro incluso a sus propios dirigentes, que una y otra vez se han mostrado reacios e incapaces de reformarse, incluso cuando se les han presentado pruebas indiscutibles de abusos y coacciones en sus filas. La Obra es un peligro para sí misma, para sus miembros, para la Iglesia y para el mundo. Durante décadas, la organización ha actuado con impunidad, pero hay indicios de que el cerco empieza a cerrarse. En julio de 2022, el papa Francisco intentó frenar por primera vez a la organización mediante un motu proprio, un decreto personal que degradaba a la institución dentro de la jerarquía eclesiástica, y le encargaba que «actualizara» sus estatutos. Pocos se dieron cuenta en aquel momento, pero era una forma delicada de decir al Opus Dei que pusiera orden en su casa. Al ver que la organización hacía caso omiso, Francisco emitió un segundo motu proprio, esta vez erradicando la autoridad de la Obra sobre sus miembros y sentando las bases para la intervención directa del Vaticano si no se reforma. Se avecina una lucha encarnizada entre el Opus Dei y las fuerzas progresistas de la Iglesia católica. Se avecina una lucha encarnizada entre el Opus Dei y las fuerzas progresistas de la Iglesia católica Opus ahonda en los orígenes de esta institución religiosa secreta, cuestionando su historia oficial y vinculando directamente su ascenso al secuestro del Banco Popular. En el centro de esta historia se encuentra Luis Valls-Taberner, un destacado financiero español a quien se sigue considerando uno de los más grandes banqueros de su generación. Como el hombre que dirigió el Popular durante casi cincuenta años antes de su muerte en 2006, se le atribuye la transformación del banco, que pasó de ser un pequeño actor con solo un puñado de sucursales a convertirse en una potencia mundial que inspiraba el respeto de sus homólogos. Pero también era un hombre con una doble vida. De día cultivaba con esmero su imagen de magnate, celebrando audiencias en su opulento ático, donde recibía a políticos y titanes de la industria. Por la noche se retiraba a su austera habitación en los alojamientos del Opus Dei a las afueras de Madrid, donde se cambiaba el traje por ropa informal y se ceñía al muslo un cilicio –una pequeña cadena con pinchos– para recordar el sufrimiento de Cristo. Allí planeaba cómo servirse de su propio banco y de sus accionistas, a los que supuestamente se debía, dirigiendo una red de empresas que aparentemente canalizaban miles de millones desde España a cuentas en paraísos fiscales y operaciones del Opus Dei en todo el mundo, tal y como quedará acreditado a lo largo del manuscrito y de sus numerosas citas. Este libro ofrece una panorámica del movimiento, sus técnicas predatorias de reclutamiento, el maltrato psicológico infligido a sus miembros y el control que ejercen sobre su vida cotidiana. Asimismo, explora las prácticas medievales de mortificación corporal que se imponen a los miembros, así como los ritos y rituales diarios –desde duchas frías hasta dormir sobre tablones de madera– que siguen observando en la actualidad. También arroja luz sobre la apresurada canonización del fundador, a pesar de la enorme resistencia de muchos miembros de la Iglesia. Sin embargo, esta no es solo una historia sobre el pasado. El libro también explora el gran imperio que el Opus Dei controla en la actualidad. En Nueva York, Murray Hill Place se eleva diecisiete plantas desde la esquina de la avenida Lexington con la calle 34ª. El edificio carece de señalización, y solo tiene una entrada discreta a cada una de las dos calles adyacentes: una para hombres y otra para mujeres, que tienen prohibido mezclarse en el interior. Detrás de las paredes de ese edificio anónimo funciona una máquina de lavado de cerebro bien engrasada: aislados de sus familias y del mundo exterior, docenas de jóvenes reclutas son sometidos a un riguroso horario de oración, introspección y mortificación corporal. A los que tienen estudios universitarios se los anima a buscar trabajos bien remunerados en el mundo del derecho o las finanzas y a entregar todos sus ingresos a la orden. Los hombres sin titulación universitaria no suelen ser admitidos, aunque la organización recluta activamente a mujeres con menos estudios –algunas de ellas adolescentes–, a las que se empuja a una vida de servidumbre, con agotadoras jornadas de quince horas limpiando y cocinando, y durmiendo por la noche sobre tablones de madera. Es una escena que se repite en todo el mundo: Londres, Nairobi, Sídney, Tokio y numerosas ciudades más. Esos centros residenciales se nutren de una red de escuelas y universidades, donde los adolescentes son educados utilizando solo los libros aprobados por los sacerdotes del Opus Dei y donde se recortan los contenidos «inapropiados» de periódicos y revistas. La televisión e Internet están censurados. Mientras tanto, en Roma, los líderes del movimiento llevan una existencia opulenta en la palaciega Villa Tevere, donde cada mañana se conmemora la vida de san Josemaría en una solemne ceremonia a las doce. Por último, el libro plantea preguntas importantes sobre las fuerzas que conforman nuestra sociedad y arroja luz sobre algunos de los actores ocultos que acechan bajo la superficie. Ahora que se aproxima el centenario de la organización, se presenta la oportunidad de reevaluar el Opus Dei y demostrar que la Obra es el epicentro de una conspiración real.
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