Por JAMES GRANT
La humanidad perdió una apuesta hace 2.000 años cuando nadie pensó en invertir US$100 en un certificado de depósito con una tasa de rendimiento anual de 2% para siempre. Hoy, el saldo principal de esta inversión llegaría a la increíble suma de US$15.861.473.276.036.900.000. Esto sería US$2.300 millones, antes de impuestos, por cada hombre, mujer y niño en la tierra. Pero nuestros ancestros no tuvieron visión, con lo que perpetuaron el problema de la escasez y abrieron el camino para que Sylvia Nasar, autora de Una mente prodigiosa, escribiera Grand Pursuit: The Story of Economic Genius, un sondeo de pensamiento económico que se expande desde Charles Dickens hasta Paul Samuelson y más allá. (La publicación del libro en español está programada para el próximo año.)
Parece que hay una escasez de genios económicos. Con la bendición justamente de los economistas, el Congreso de Estados Unidos, por ejemplo, ha gastado más de US$1 billón (millón de millones) para "estimular" una economía que sigue sin repuntar. No hace falta decir que los mejores economistas son unos intelectuales formidables (Ben Bernanke fue campeón de ortografía y deletreo en Carolina del Sur), pero ¿saben de lo que están hablando?
Nasar divide su libro en tres actos, como una obra de teatro: "esperanza", "miedo" y "confianza". "Esperanza" fue lo que los pensadores victorianos, incluido Dickens, en su papel de reformista social, y Karl Marx (nada más ni nada menos), le dieron al mundo que buscaba resolver los problemas económicos a través de un esfuerzo consciente. "Miedo" fue con lo que los economistas tuvieron que pelear, y superar, en el intermedio de las guerras, al enfrentarse primero a una hiperinflación y luego a la Gran Depresión. "Confianza" es lo que regresó después de la Segunda Guerra Mundial, a medida que los gobiernos implementaron las nociones presuntamente constructivas de los keynesianos y los monetaristas.
Su genialidad colectiva, argumenta Nasar, "fue decisiva para convertir a la economía en un instrumento de dominio". No encuentro en las páginas de este libro nada que sostenga remotamente este argumento. La economía puede ser un "motor de análisis", como dijo Alfred Marshall, o un "aparato de la mente", como sostiene John Keynes. Pero los economistas no influyen sobre la producción y el consumo del mundo de forma directa, así como un entrenador no anota los goles de su equipo. Tampoco verá al asistente técnico haciéndole zancadilla a un jugador de la forma en que el gobierno frustra a los empresarios. Los economistas con mentalidad intervencionista son los que les dan a los gobiernos las grandes ideas.
Nasar es una excelente autora y escribe con gracia sobre un tema difícil. Puede que usted comparta o no la idea de que la palabra "genio" describe en forma justa el aparato mental de cada uno de sus héroes, pero no puede evitar quedar fascinado con sus vidas. En su relato, Karl Marx nunca pareció ser más repugnante o Joseph Schumpeter más perseverante.
El libro es una galería de retratos de pensadores económicos, cada uno enmarcado ingeniosamente en su tiempo y espacio. Así es que en la Viena post Primera Guerra Mundial, los afortunados estaban preocupados por la destrucción de la moneda austríaca, la corona. Los menos afortunados, que no tenían ni media corona, estaban preocupados por no morirse de hambre. La autora cita una conversación entre Anna Eisenmenger, una cronista vienesa de clase media, y su banquero sabelotodo.
"Si hubiera comprado francos suizos cuando se los sugerí, no habría perdido tres cuartos de su fortuna", le dijo.
"¿Por qué no cree que la corona se va a recuperar?" (El dinero de la mujer estaba invertido en bonos del gobierno). "No puede haber algo más seguro que eso", dijo ella.
"Pero mi querida señora", respondió el banquero, "¿dónde está el Estado que garantizó esos títulos? Está muerto".
Schumpeter y Friedrich Hayek estaban en Viena durante esos días, el primero viviendo a lo grande. Un ministro de finanzas fracasado, el futuro autor de frases memorables como la "destrucción creativa" y el excelente libro La historia del análisis económico consiguió que lo nombraran presidente del banco de inversión más antiguo de Viena. El momento fue perfecto, y Schumpeter se lanzó de cabeza en el mercado bursátil alcista que el banquero de Anna Eisenmenger había ayudado a inflar.
"El furor de acuerdos, compras y ventas era tóxico", escribe Nasar. "Puede que Schumpeter se vistiera como un presidente de banco, pero, como maliciosamente lo observó la prensa vienesa, su estilo de vida era tan extravagante como el de un miembro de la nobleza… Era tan descuidado con su reputación como lo era con su dinero. En respuesta a la advertencia de un socio sobre su costumbre de aparecer en público con prostitutas, se paseó a través de una de las avenidas principales de uno de los barrios deprimidos de la ciudad… con una rubia atractiva en un lado y una morena en el otro".
El crash de mayo de 1924 en la bolsa de Viena le costó a Schumpeter su dinero, al igual que lo que le quedaba de respeto por sí mismo. "A pesar de sus desventuras en la política y la banca", narra Nasar, "su reputación como un brillante teórico de la economía ha sobrevivido".
Irving Fisher también dio una mejor explicación de sí mismo en teoría que en la práctica. Aparentemente no había nada que no le interesara al incansable economista de Yale. Tuvo tiempo para la ciencia dura y la blanda. Fue empresario, estudioso, maniático del ejercicio, exponente de la prohibición del alcohol en EE.UU. en los años 20, fanático del papel moneda y defensor de la eugenesia. En su intento por desarrollar un modelo para la economía estadounidense, no se conformó con una exposición matemática, sino que diseñó y construyó un artilugio hidráulico para elevar sus ideas a la tercera dimensión. Fue llamado un genio.
Como Keynes, de hecho como Milton Friedman, Fisher no tuvo tiempo para el patrón oro. Insistía en que los economistas tenían mejores resultados con el papel moneda. En realidad, el papel moneda no les ha dado mejor resultado a los economistas. De Friedman, un crítico dijo que le gustaría estar tan seguro de algo como el economista lo estaba de todo.
Alguna vez, la economía era llamada política económica. Al leer Grand Pursuit, se llega a lamentar que el nombre haya cambiado. Los economistas resultan ser criaturas políticas, como el resto de nosotros. Por ejemplo, uno se pregunta si Friedman apoyó las tasas de cambio flotantes porque creía en el principio de acción sin restricción o porque creía que las tasas flotantes eran técnicamente superiores a las tasas fijas.
Ecuménicamente, el reparto de economistas de Nasar incluye exponentes tanto de derecha como de izquierda: Friedman, Hayek, Schumpeter en la causa de más o menos de libre mercado; Joan Robinson, Sidney y Beatrice Webb, y el mismo Marx a favor del colectivismo.
También hay optimistas y pesimistas en estas páginas. Schumpeter y Fisher se destacan por su fe en el mercado alcista, los dos creyentes incontenibles en el futuro del capitalismo. Alfred Marshall también asumió una visión rosa de las posibilidades materiales de la humanidad. Se maravilló con la magnitud del poder del interés compuesto. "Si logra que el capital mental y moral crezca a alguna tasa anual, no hay límite al avance que puede alcanzar".
En contraste, los keynesianos estaban inclinados a dudar que el mundo pudiera funcionar en armonía sin la intervención del gobierno manejado por personas como ellos mismos.
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