sábado, 30 de enero de 2021
Miquel Iceta, el bailarín tranquilo...
Iceta, factor de estabilidad
Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 15 horas
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Iceta
Miquel Iceta ha sido un personaje clave en la política catalana, y ahora, encumbrado en aparente carambola hasta el Ministerio de Administración Territorial y Función Pública, reforzará previsiblemente la coalición de gobierno que dirige Pedro Sánchez. Porque Iceta fue en su momento una pieza clave en la endiablada carrera de Sánchez en el Partido Socialista y es en este momento el posible disparadero de una fórmula conciliadora en Cataluña que ponga a medio plazo fin al conflicto abierto por los soberanistas, con la ayuda impagable del nacionalismo radical españolista.
Iceta, que llegó al socialismo de la mano de la fracción catalana del PSP de Tierno Galván, inició su carrera en 1987 en el PSC como concejal en Cornellá, en el Baix Llobregat, una asociación muy influyente en el partido. Trabajó con Narcís Serra en Madrid desde 1991 y fue diputado nacional durante la primera legislatura de Aznar. En ese puesto se lució como parlamentario, función que perfeccionaría en el Parlamento de Cataluña, en el que ingresaría en 1999. Es un hábil dialéctico y un buen negociador.
Fue ponente del nuevo y desafortunado Estatuto de Maragall, y por sus buenas relaciones con Zapatero ingresó en 2008 en la ejecutiva del PSOE para convertirse en el principal nexo entre las dos formaciones (como es sabido, el PSC tiene personalidad política y jurídica propias, distintas de las del PSOE), en tanto el PSC, desgastado por el tripartito, se desangraba con la salida de quienes, en línea con los nacionalistas, reclamaban un referéndum de autodeterminación. Cuando Pere Navarro, incapaz de contener la sangría, dimitió en 2014 del liderazgo del PSC, Iceta se convirtió en primer secretario a través de unas primarias a las que no concurrió nadie más. La situación era tan negra que sólo un personaje muy obstinado y seguro de sí mismo se atrevió a desempeñar aquel papel cuando muchos presagios auguraban el entierro del viejo PSC, que había sido el arduo resultado de un proceso de fusiones entre organizaciones socialistas autóctonas y estatales al comienzo de la transición yque durante décadas se repartió el poder catalán con CiU: los convergentes controlaban la Generalitat, los socialistas el Ayuntamiento de Barcelona. Ante la desorientación general, sus convicciones eran firmes: no era posible un referéndum de autodeterminación, la Constitución mantenía todo su vigor y el PSC estaba en principio dispuesto a cualquier pacto que excluyera la secesión. El federalismo podría ser una receta para resolver el dilema catalán.
Iceta siempre ha creído en la versatilidad en la política democrática, mediante pactos concretos y bien establecidos que preserven la identidad de cada actor, si bien el lugar del socialismo es el centro izquierda y el aliado natural del PSC en Cataluña había de ser por tanto los comunes, al igual que Podemos con respecto al PSOE en Madrid. Aquella versatilidad se manifestó en un cúmulo de pactos municipales de distinto signo, allá donde fuera reclamado su concurso en aras de la gobernabilidad.
Esta visión le fue particularmente útil a Pedro Sánchez cuando fue ‘depurado’ por su propio partido por quienes, con grandes santones a la cabeza, pensaban que el desenfrenado secretario general del PSOE estaba dispuesto nada menos que a formar gobierno con Podemos, contando incluso si fuera preciso con el apoyo del nacionalismo catalán de izquierdas. Iceta no sólo participó de aquellas ideas, que en un sistema pluripartidista eran tan atinadas como inevitables, y fue el único barón que respaldó sin sombra de duda a Sánchez en su etapa de ostracismo, sino que también ordenó a sus diputados que votaran negativamente a la investidura de Rajoy en octubre de 2016, rompiendo la disciplina impuesta por los autores del golpe interno en Ferraz, que hicieron posible la investidura de Rajoy. Esta historia explica el clima de confianza mutua que mantienen Sánchez e Iceta en la actualidad.
En 2017, el PSC, que había apoyado la aplicación del 155 y que estaba por tanto en el punto de mira del soberanismo, obtuvo un resultado discreto —quedó en cuarta posición, con 17 escaños, tras Ciudadanos (36), JxCat (34), ERC (32)—, y su papel parlamentario fue creciendo en importancia a medida que se desvanecía Ciudadanos (Arrimadas no tardó en marcharse de la política catalana), y en la actualidad, las encuestas le auguraban un buen papel en las autonómicas del 14-F, si finalmente se celebran ese día. Pero surgió Salvador Illa, un personaje voluntarioso, serio, singular, eficaz, trabajador, con apariencia de ciudadano honrado, que agradó, como ha dicho algún analista, a los catalanes que ven el telediario en castellano y siguen los debates de La Sexta. La clientela que le faltaba al PSC para recuperar las mayorías que en su día había alcanzado Maragall.
Así las cosas, la jugada era clara, y comenzó a tramarse entre bastidores el pasado octubre: Illa sería el candidato del PSC en las elecciones catalanas, con la esperanza de conseguir una fórmula de gobierno basada en el pacto PSC-comunes respaldado por otras fuerzas, en tanto Iceta —siempre ha habido un representante del PSC en los gobiernos socialistas— saltaba al gobierno de la nación, al puesto que Carolina Darias dejaba vacante al ocupar Sanidad. De esta forma, el Gobierno ha añadido una pieza polivalente y estabilizadora que refuerza la relación entre Sánchez e Iglesias, potencia la opción catalana de los constitucionalistas, relativiza algún probable exceso del españolismo y aporta a la primera línea política del Estado a un gestor eficaz, con gran capacidad de diálogo y de iniciativa, que además maneja la cartera de las relaciones territoriales.
Es muy pronto para pensar siquiera en el desenlace del conflicto catalán, muy condicionado por los resultados del 14-F, pero es claro que cualquier solución pasa por la mitigación del independentismo, de un lado, y por una nueva visión del Estado de las Autonomías, de otro. La pandemia, con su complejidad y sus dificultades de gestión, ha puesto de manifiesto no sólo la dificultad de manejar un régimen cuasi federal sino la conveniencia de realizar la distribución vertical del poder con criterios de racionalidad, subsidiaridad y oportunidad. El poder, que halaga a quien lo posee, también quema a quien lo gestiona en momentos difíciles. Por eso debemos mirar con afán de aprender a otros sistemas vecinos, como el alemán o el norteamericano, que también se han cargado de dudas a la hora de afrontar la pandemia desde distintos modelos de Estado compuesto. De cualquier modo, estas ideas caben en la cabeza de Iceta, que será quien habrá de hacer propuestas dentro de poco, cuando concluya esta pesadilla sanitaria.
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