sábado, 20 de marzo de 2021
Los Periodistas y la....Libertad.
La ‘mano muerta’ que señala periodistas
Àngel Ferrero 13/03/2021
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El miércoles de la semana pasada Octuvre publicó un vídeo sobre los intereses contrarios a un acuerdo entre ERC, Junts y la CUP para el gobierno de la próxima legislatura. Cuando la diputada electa de la CUP Laia Estrada se hizo eco en la red, la directora adjunta de La Vanguardia Lola García respondió que el vídeo pretendía “señalar periodistas” –en un momento del vídeo se citaba la proximidad de algunos periodistas al Círculo de Economía– y dio pie a un intercambio entre Albano-Dante Fachin y el escritor Jordi Amat, miembro de la Junta Directiva del Círculo de Economía (podéis consultar el hilo de Fachin en Twitter en este enlace).
Como muchos otros, seguí con interés el caso. Me llamó la atención, por ejemplo, que Amat hablase de ‘bullying’ –¿de un medio que sobrevive de suscripciones hacia la directora adjunta de La Vanguardia?– y de “deontología conspiranoica”, un viejo recurso para desacreditar investigaciones periodístiacs que destapan tramas de intereses políticos y económicos, poniendo así a sus autores en un mismo cajón con teorías de la conspiración de elementos marginales en ambos extremos del espectro político. También la Operación Gladio era para muchos “una teoría de la conspiración” hasta que en 2006 el Departamento de Estado de Estados Unidos reconoció la existencia de las operaciones ‘stay-behind’ en Europa. La expresión también se utilizó en los noventa contra Gary Webb y sus reportajes sobre los vínculos entre la CIA y el narcotráfico en Latinoamérica y contra muchos otros periodistas de investigación. Se podría hacer todo un libro.
Para aún llama más la atención la expresión “señalar periodistas”. Ésta es una acusación que más o menos desde hace un año se realiza contra el vicepresidente segundo del Gobierno de España, Pablo Iglesias, y otros políticos de su partido cada vez que denuncian el trato injusto que recibe su formación en determinados medios de comunicación. Es, evidentemente, una generalización burda: ninguno de los periodistas supuestamente “señalados” son redactores en plantilla y con salario base o ‘freelance’, sino personas con cargos de responsabilidad y, en consecuencia, la capacidad para determinar la línea editorial de los medios para los que trabajan. Medios que, conviene añadir, forman parte la mayoría de las veces de grandes grupos editoriales participados por bancos, grupos de inversión o empresas de la telecomunicación.
Hace falta ciertamente una buena dosis de ingenuidad para pensar que estas compañías, entidades financieras e incluso a veces personas a título individual no harán servir sus acciones para influir en la información que se publica, o incluso decidir qué se publica. Lo hacen a través de la elección de las personas que se sientan en los consejos de dirección, que, a su vez, aprueban quién se sienta en la mesa del consejo de redacción. Muchas veces no les hace falta ni ejercer su poder: el hecho mismo de poseer estas acciones puede llevar, y en realidad lleva en muchas ocasiones, a los periodistas a autocensurarse por temor a una eventual respuesta.
Ahora que ha subido el tono de la salmodia sobre el respeto a la ‘libertat de expresión’ y la ‘libertad de información’ a raíz de las manifestaciones exigiendo la libertad de Pablo Hasél –y sobre todo del destrozo de la puerta de vidrio de la sede de El Periódico en Barcelona– conviene preguntarse dónde han estado los amantes de la ‘libertad de expresión’ y de la ‘libertad de información’ todos estos años en los cuales las redacciones han despedido a cientos de trabajadores y la profesión se ha precarizado. Conviene repetirlo por mucho que parezca obvio: un periodista que no tiene sus necesidades materiales cubiertas no es un periodista libre. Es más vulnerable a las presiones económicas, muchas veces sin necesidad de que ningún superior se lo haga saber. En países en los que existe una elevada concentración, e incluso un verdadero oligopolio de los medios de comunicación, un periodista puede verse condenado al ostracismo, primero, y al descrédito, después: “Si no publica en un gran medio de comunicación tan bueno no será, ¿verdad?” Buscar solidaridad en colegas que se encuentran en una situación de precariedad se torna imposible. Cuando ‘la mano muerta’ del capital señala a un periodista, prácticamente nadie habla y aún hay quien se suma al señalamiento, no sea que un día se vean ellos mismos señalados.
Pero hay que recordar también que “señalar periodistas” no sólo nada tiene de nuevo, sino que incluso ha servido históricamente para garantizar el derecho de los ciudadanos a recibir una información veraz. Hagamos un poco de historia.
Upton Sinclair y ‘la mano muerta’
Upton Sinclair es conocido sobre todo por el retrato de las duras condiciones laborales de las cárnicas de La jungla (1906), y, en menor grado, por Petróleo (1927), adaptada al cine en 2007 por Paul Thomas Anderson. A pesar de ello, fue un escritor prolífico que publicó casi un centenar de títulos de ficción y no-ficción, sin contar los artículos en prensa. Cuatro de estos libros –ninguno de ellos, por desgracia, traducido al catalán o al español– los agrupó en una serie que bautizó como ‘la mano muerta’, en referencia al concepto de ‘la mano invisible’ del capitalismo acuñado por Adam Smith, según el cual las personas, persiguiendo su interés individual, hacen que la sociedad se beneficie en última instancia.
En la interpretación de Sinclair, los dedos de ‘la mano muerta’ son la religión organizada –Los beneficios de la religión (1917)–, el periodismo –The Brass Check (1919)–, la educación universitaria –El paso de la oca (1923)– y el canon cultural –Mammonart (1925)–. Aquí el que interesa, claro está, es The Brass Check, una expresión con la que se describían los sobornos de empresarios a periodistas y que, como explica el autor, tiene su origen en las fichas de latón que se adquirían en los burdeles estadounidenses para pagar a las prostitutas sus servicios. Al inicio de The Brass Check, por ejemplo, Sinclair explica los problemas que tuvo para que la prensa generalista se hiciese eco de sus denuncias sobre las condiciones de las cárnicas –“de todos los periódicos de Estados Unidos, ni uno de doscientos llegó a mencionar [el artículo] ‘La industria cárnica, condenada’”– y critica a grandes rasgos como los medios de comunicación de la época silenciaban, calumniaban o manipulaban las huelgas y protestas de los trabajadores de la época así como las corruptelas de las empresas.
Avanzándose a algunas de las teorías de la comunicación del siglo XX más conocidas –como la de la ‘fabricación de consenso’ de Noam Chomsky y Edward S. Herman–, Sinclair describe el periodismo como “una de las herramientas con las que la autocracia industrial mantiene el control de la democracia política: es la propaganda cotidiana, entre elecciones, con la que mantiene las mentes de la gente en un estado de consentimiento tal que, cuando llega el momento crítico de unas elecciones, estos van a las urnas y depositan su voto por uno de los dos candidatos de sus explotadores.” Con su característico estilo directo, el autor de La jungla describe el oficio sin contemplaciones: “Sin hipérbole ni menosprecio, sino literalmente y con precisión científica, definimos el periodismo en los Estados Unidos como el negocio y la práctica de presentar las noticias del día en interés del privilegio económico.” ¿Cómo se había llegado a este punto? No por azar, sino por un proceso histórico:
“Un periódico moderno es una institución increíblemente cara. Son historia los días en que un impresor local podía establecer una imprenta e imprimir las noticias sobre la boda de la hija del herrero del pueblo o la fiesta en el jardín de la Christian Endeavor Society y hacer carrera como periodista. Hoy la gente quiere la noticia de la última hora en el campo de batalla o el ayuntamiento. Si no la tienen de la prensa local, la tienen en los ‘extras’ de las grandes ciudades, que son lanzados desde trenes de alta velocidad. La franquicia que da derecho a un periódico a estas noticias de todo el mundo es muy costosa: en la mayoría de ciudades y municipios es un monopolio blindado. No puedes permitirte pagar por este servicio e imprimir estas noticias como no sea que tengas una gran tirada, y para tenerla necesitas imprentas, un gran edificio, un equipo especializado. Incidentalmente, te encontrarás dirigiendo una agencia de publicidad y una bolsa de trabajo público; te encontrarás ofreciendo picnics a los niños que reparten los diarios, investigando las condiciones de un hospital del condado, pidiendo aportaciones voluntarias para un monumento a Nuestros Héroes en Francia. En otras palabras, seréis una institución enorme y compleja, luchando día y noche por la atención del público, poniendo vuestro cerebro complejo a competir contra otros cerebros complejos en la lucha para conseguir los centavos de la población.”
¿Quién señala a quién?
La agencia de noticias Associated Press (AP) y los diarios sensacionalistas del magnate Randolph William Hearst son dos de los blancos principales de Sinclair en The Brass Check, por el que también desfilan otras cabeceras locales menores controladas indirectamente, o incluso directamente, por empresarios. En su libro, Sinclair no sólo denuncia estas conexiones, sino cómo los propios periodistas de estos medios –a quienes describe como “chacales” por su comportamiento– llegaban a ser víctimas de este sistema. “El procedimiento era tan deshonesto que hasta asqueaba a los propios reporteros”, afirma al relatar el caso de un periodista que admitió al autor todo lo que funcionaba mal en el sector. “Hace unos años Allan Benson me explicó sus problemas como periodista honesto”, escribe Sinclair, “le pedí que los repitiese para este libro y me respondió esto: Dudo que mis experiencias como editor de un periódico cotidiano te sirvan. Cuando era editor, hacía las tareas de edición, imprimía lo que quería, y si no podía hacerlo, renunciaba. No renuncié con una cuenta bancaria que me sirviese de colchón. Renuncié arruinado.”
Todo eso y más lo hizo Sinclair poniendo nombres y apellidos o, si queréis, “señalando”. El capítulo trigésimo octavo, uno de los más interesantes, está dedicado precisamente a la propiedad de los medios. En él hay un fragmento que merece ser reproducido en toda su integridad:
“Los métodos por los cuales el ‘imperio de las empresas’ mantiene su control sobre el periodismo son cuatro: el primero, la propiedad de la prensa; el segundo, la propiedad de los propietarios; el tercero, la publicidad; y el cuarto, el soborno directo. A través de estos métodos existe en Estados Unidos un control de las noticias y los comentarios de actualidad más absoluto que el de cualquier monopolio de cualquier otra industria. Esta afirmación puede sonar extrema, pero si reflexionáis, os daréis cuenta de que ha de ser cierta por la naturaleza misma del caso. El trust del acero no se destruye si hay unos cuantos fabricantes de acero independientes, y no se destruye el trust del dinero si hay unos cuantos hombres ricos independientes, pero el trust de las noticias se destruye si hay un solo periódico independiente que permita a la libre escaparse del saco. Hasta dónde ha llegado la propiedad directa de periódicos y revistas es un hecho que causaría sorpresa si se presentase en cifras. No hay más que tomar un mapa de los Estados Unidos y una brocha y hacer grandes pinceladas de color que representen la propiedad periodística de distritos enteros, y en ocasiones de Estados enteros, por intereses especiales. La parte septentrional de la península de Michigan quedaría de color amarillo: el del cobre. Todo el Estado de Montana sería del mismo color, y la mayor parte de Arizona también. Una pincelada negrada para el Sur de Colorado, y otra para la parte del Norte: la del carbón. Una pincelada gris en Pensilvania occidental, y otra en Illinois: la del acero. Una verde en Wisconsin, y otra en Oregon y Washington: la maderera. Una pincelada blanca en Dakota del Norte y Minnesota para representar al trust industrial, con el apoyo de los ferrocarriles y los bancos.”
Como hizo en más de una ocasión a lo largo de su carrera, Sinclair desafió a quienes le acusaron de inexactitudes en su libro a llevarlo ante los tribunales por calumnias si creían que se había equivocado o actuado de mala fe. Significativamente, nadie lo hizo. También significativamente, la mayoría de periódicos se negaron a publicar reseñas de The Brass Check y The New York Times hasta rechazó publicar anuncios. Con la voluntad de que llegase al máximo público posible, Sinclair decidió renunciar a los derechos de autor y permitió que el libro fuese de dominio público. Hoy es muy fácil localizar copias en PDF de The Brass Check en Internet.
Merece destacar que Sinclair no se consideraba “uno de aquellos radicales corto de miras”, y no se engañaba con las limitaciones de las acciones y los medios de comunicación de los movimientos sociales –particularmente, el movimiento obrero– de la época. Por eso propuso un programa práctico que pasaba por la creación “de un sindicato de trabajadores de prensa de manera que planteen sus demandas como organización, no como individuos indefensos”. Este programa tenía como objetivo frenar y revertir las tendencias monopolistas de los medios de comunicación –con la creación, por ejemplo, de una prensa pública de calidad y accesible– o iniciativas legislativas que hoy son comunes pero que en la época no lo eran, como obligar a los periódicos a publicar correcciones de las informaciones erróneas o falsas proporcionando el mismo espacio a la corrección que a la información original. En otras palabras: con su ‘señalamiento’, The Brass Check abrió el camino a importantes cambios legales y avances democráticos, como la creación del primer código ético para periodistas en 1923, elaborado por la American Society of Newspaper Editors.
La cuestión, por tanto, no es si se señala o no, sino quién señala a quién: ‘la mano muerta’ al periodista o el periodista a ‘la mano muerta’.
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