sábado, 20 de marzo de 2021
Ni A.Caño ni A.Papell...( Análisis ) del " Momentum " nacional actual...
España, un gran país
Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 12 horas
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bandera española España
A veces, los soberanistas irredentos, poseídos por la pulsión irrefrenable de la autodeterminación, confunden la realidad con sus deseos y desbarran en los análisis y en los diagnósticos. Es conocido que el independentismo catalán, el mismo que ha ideado una nación inexistente allá donde apenas hay leyendas incompletas de la Edad Antigua que apuntan precedentes exóticos a la Corona de Aragón, trata de desacreditar el régimen español, que sería una rémora para su desarrollo y que ejerce sobre su voluntad secesionista una presión supuestamente antidemocrática. Como si la integridad nacional, que defienden y practican obscenas dictaduras como la norteamericana o la francesa (por poner los ejemplos más a mano), fuera reprobable.
Esta semana que concluye, Rufián, en plena campaña electoral y por lo tanto desbordado por su propia furia, se ha burlado de la defensa que las mayorías clásicas realizan de la democracia española, que es a su juicio una “democracia plena” no sólo desde del punto de vista subjetivo de sus partidarios sino también desde el de las más excelsas instituciones universitarias del mundo. “Si las democracias del mundo fuesen casas —dijo el ingenioso diputado de ERC—, la democracia española sería una chabola”, afirmó despectivo, para después respaldar su peregrina tesis con argumentos como estos: “en una democracia plena un Gobierno no veta la comparecencia del ministro del Interior para explicar el asesinato de Mikel Zabala o cuando se ayuda a las infantas a robar vacunas”, dijo el pintoresco personaje, quien inmediatamente se quejaba de que el Estado español no haya respetado el resultado del burdo remedo de referéndum ilegal que su partido contribuyó a escenificar el primero de octubre de 2017.
Ya se sabe, en fin, que España es denostada por varios grupos nacionalistas dudosamente respetables, herederos en algún caso de una visión romántica y burguesa que aprovechó su paso por el poder para enriquecer a los principales clanes familiares en un ejercicio inconcebible de clasismo, corrupción y saqueo. También en Euskadi hay críticos de la democracia española, emparentados con la horda terrorista que hizo el juego a la caverna neofranquista y que a punto estuvo de imposibilitar aquí la llegada de las libertades. Pero es insólito que algún miembro del establishment se dedique a denigrar la gran obra política española, la que arranca en la gozosa transición con un consenso sin precedentes en la historia, y que gracias a aquella indiscutible legitimidad de origen, ha capeado con éxito todas las tormentas hasta hoy, incluida la agresión brutal de ETA, la cuartelada militar de los nostálgicos de la dictadura en 1981, la desviación poco edificante del anterior jefe del Estado y dos grandes crisis mundiales, una económica y la otra sanitaria, sin que todo ello haya dejado secuelas irreversibles que hagan tener la continuidad del sistema. Y, sin embargo, ha sucedido: hemos leído un artículo cruento, denigratorio de nuestra democracia, nacido de las entrañas del sistema.
Cada periódico es un mundo, y por supuesto en un régimen como el nuestro el pluralismo imperante permite a la ciudadanía disfrutar de diferentes puntos de vista, confeccionar los propios y adherirse a visiones ajenas de su gusto. Nada hay, pues, que criticar sobre los postulados de cada actor mediático, sus visiones de la realidad, sus preferencias, sus filias y sus fobias, pero a nadie se nos puede negar, al mismo tiempo, la capacidad de sorpresa.
Viene este exordio a cuento de un largo artículo publicado por Antonio Caño, exdirector de un rotativo de prestigio, en el que la premisa de partida de su reflexión es precisamente la siguiente: “El fracaso del proyecto que nació en España con la Constitución de 1978 es ya inocultable; cuanto antes lo admitamos, más opciones tendremos de encontrar una solución, si es que existe, porque los enemigos declarados de ese proyecto —sea cual sea su situación en las urnas— están a punto de triunfar, o han triunfado ya en alguna medida con este páramo de odio sectario, mezquindad y hastío en el que han convertido nuestro país”. A su juicio, el gobierno desgobierna, no hay una oposición digna de este nombre, el modelo territorial naufraga, los partidos políticos son instrumentos al servicio de sus líderes, nuestra economía se desmorona, la mentira es un recurso rutinario, los medios de comunicación son incapaces de detener la grosera falsificación, las instituciones no son sólidas y se hunden. A su entender, el fracaso no está en el origen, en el modo como se ejecutó la transición, sino en el desarrollo, en la decadencia que habríamos fraguado entre todos.
Salvo los catastrofistas de ambos extremos, debe de haber pocos ciudadanos de este país que, puestos a contemplar el paisaje a su alrededor, lleguen a una conclusión tan deformadamente negativa. Porque aun reconociendo que este país no está en su mejor momento —entre otras razones porque padece la misma pandemia que todos los demás, que está atacando con los únicos instrumentos disponibles, las escasas vacunas—, España disfruta de una democracia sólida, que está entre las únicas del mundo que lo son plenamente según el conocido ranking de ‘The Economist’ —ocupa el puesto 22, por delante de Estados Unidos, Italia, Portugal o Francia— con una economía potente que ha sido capaz de dejar atrás la crisis 2008-2014, inserta en una Europa que, como a los demás países del club, nos proporcionará gran parte de los recursos que necesitamos para salir de esta segunda y dramática crisis consecutiva que ha sido la pandemia, y que goza de un innegable prestigio internacional como cuarta potencia europea.
Los sucesos que hoy nos asombran porque, superpuestas a la cruel pandemia, han roto nuestra rutina son dos, ninguno de ellos mortal de necesidad: uno, el viejo problema catalán se ha enquistado de nuevo porque las dos partes en litigio han cometido errores y no parecen muy dispuestos a reconocerlos ni a subsanarlos, y dos, la profunda crisis anterior, de la que no éramos del todo responsables (fue una crisis global, y por tanto internacional, a la que aportamos nuestra propia burbuja inmobiliaria), desacreditó a los dos grandes partidos que se habían turnado en el gobierno y han aparecido nuevas organizaciones políticas que, ubicadas en los extremos e imbuidas del populismo al uso en todas partes, polarizan más que antes la vida publica y obligan a generar coaliciones, una fórmula de gobierno inexperimentada y difícil de realizar. Pero el problema catalán tiene solución a medio/largo plazo y la reorganización del abanico parlamentario está sedimentando, de tal modo que vamos aprendiendo a gestionar un pluripartidismo y va instalándose una estabilidad que tardó más de tres años en consumarse.
Hoy, nuestro país tiene proyecto y horizonte; la expectativa del fin de la pandemia nos mantiene a todos inquietos e ilusionados; su sociedad es moderna y audaz, y está a la cabeza del mundo en trasplantes de órganos, políticas contra la violencia de género, leyes integradoras como las que abordan decisivamente los problemas de los colectivos LGTBI, avances en el refinamiento de los derechos humanos como la ley de Eutanasia…
Pablo Iglesias es un personaje difícil que dará quebraderos de cabeza a la coalición gobernante, y el PP, que todavía no se ha rehecho de la corrupción (ni ha aprendido a vivir sin ella, como se desprende de lo ocurrido en Murcia), tiene un serio problema de supervivencia por la competencia que le hace la extrema derecha que es, después de todo, una criatura suya que ahora amenaza con devorarlo. Pero todo funciona en paz. El gobierno gobierna, el parlamento legisla, los jueces mantienen el estado de derecho. No estamos peor que en Francia, que en Italia o que en Bélgica. ¿A qué viene, pues, tanto pesimismo, que más bien parece fruto de una crisis personal y depresiva del observador?
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