martes, 27 de septiembre de 2022
Volvamos a la Izquierda si no queremos ser...lapidados!
Italia, del Partido Comunista al retorno del fascismo
meloni
Juan Antonio Molina
JUAN ANTONIO MOLINA
27 DE SEPTIEMBRE DE 2022, 11:51
En la película Aprile, el personaje interpretado por Nanni Moretti está mirando en el televisor un debate electoral de mediados de los noventa entre Silvio Berlusconi y Massimo D'Alema. Este último, por entonces un líder de la izquierda italiana, queda enmudecido mientras Il Cavaliere lanza una de sus eternas peroratas contra los jueces politizados. Moretti, o, mejor, su personaje, enfurecido y frustrado por la situación, grita, casi suplica, al D'Alema encapsulado en la pantalla: "¡D'Alema, reacciona, di algo de izquierda!" Esta escena quizás sea parte de esa realidad que ha llevado a Italia desde la hegemonía electoral del Partido Comunista al triunfo de la ultraderecha encabezada por Meloni. Durante la década de los setenta del pasado siglo la política italiana fue una fantasmagoría de cloacas del Estado con el único objetivo de que los comunistas no llegaran al Palazzo Chigi, sede de la jefatura de gobierno. La guerra fría, la operación Gladio, los años de plomo protagonizados por las Brigadas Rojas, los ultras, el terrorismo de Estado constituían una conspiración permanente contra el PCI y los que habían asumido el compromesso storico, que propugnaba la entrada en el gobierno de los comunistas coaligados con la Democracia Cristiana, lo que le costó la vida a uno de sus mayores promotores: Aldo Moro.
Toda la estrategia de Estado giraba en revocar lo que los votantes habían expresado en las urnas, es decir, salvar a la democracia con medios antidemocráticos. Ya lo escribió Cervantes: vaya el cántaro a la piedra o la piedra al cántaro, mal para el cántaro. Porque como dijo Alfred Emanuel Smith, todos los males de la democracia pueden curarse con más democracia, nunca con menos. Ante ello, el Partido Comunista, cedió la ideología a la posibilidad de llegar al ejecutivo, pensando como el personaje de Italo Calvino, el interventor electoral comunista, que él, Amerigo, había aprendido que en política los cambios se producen por caminos largos y tortuosos, y que no hay que esperarlos de un día para otro, como por un golpe de fortuna; también para él, como para tantos otros, adquirir experiencia había significado volverse un poco pesimista.
Esa resignación del elector de izquierdas frustrado por torcer en las cloacas la voluntad de las urnas -en España estamos viviendo episodios también de lodazal- es siempre la antesala del fascismo
Descreer de las propias ideas ha sido el más oneroso fracaso del progresismo, la incapacidad de construir una hegemonía cultural de acuerdo a su imaginario ideológico. Una situación paradójica donde la izquierda no solamente estima mediante la praxis que sus modelos conceptuales ya no son apropiados para liderar el cambio social, sino ni siquiera para interpretar la realidad. Un programa político progresista debe empezar desde arriba, con una crítica panorámica general, y de ahí bajar a las políticas específicas. Eso fue lo que funcionó en los años 40. El control de la economía y la gestión de la demanda partieron de ahí. Sin embargo, hoy la ambigüedad de las propuestas políticas de una izquierda con inmunodeficiencia ideológica que considera que la realidad irreversible es la que representan el capital financiero, los grandes oligopolios privados y las minorías extractivas, produce frustración y desafecto en la sociología de izquierdas y consolida la estrategia de la derecha. No hay que olvidar que si en el caso de la ética, una práctica inmoral no llega a refutar nunca la validez de los principios fundamentales; los principios de la política, en cambio, pierden credibilidad si no son capaces de mostrar coherencia con la práctica.
La vigencia de Pasolini, cuarenta años después
La despolitización que conlleva la abolición de la ideología por parte de la izquierda es un alegato a la resignación de la sociología progresista. Norberto Bobbio advertía que la reducción de la política a simple administración, es la versión feliz, idílica -y, en consecuencia, probablemente falsa-, por un lado, de la tecnocracia -cuyo preceptista es Saint-Simon-, y, por otro, del Estado burocrático -cuyo profeta es Max Weber-. Es la interpretación benévola, optimista, de la despolitización, a la que parecen destinadas las sociedades de masas por exceso de conformismo. Esa resignación del elector de izquierdas frustrado por torcer en las cloacas la voluntad de las urnas -en España estamos viviendo episodios también de lodazal- es siempre la antesala del fascismo.
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