Luis Suárez-Carreño.
Luis Suárez-Carreño. FOTO CEDIDA POR EL ENTREVISTADO A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! La trayectoria de Luis Suárez-Carreño (Madrid, 1949) como luchador antifranquista puede representar la de muchos jóvenes que, en los años sesenta, iniciaron su militancia y activismo en la universidad. Las facultades eran en aquellos años un hervidero que alumbró la conciencia de muchos estudiantes, quienes, junto al movimiento obrero, protagonizaron la oposición al régimen en los últimos años de la dictadura. El joven estudiante de arquitectura Suárez-Carreño, nacido en una familia acomodada de derechas, se radicalizó más que la mayoría de sus amigos. Su actividad dentro de la Liga Comunista Revolucionaria le condujo a las manos del torturador Billy el Niño y a tres años de cárcel que no atenuaron ni un poquito el color de sus ideas. Su vida profesional ha estado centrada en el urbanismo y también en la cooperación internacional. Hoy, con 73 años, sigue activo en varios colectivos y asociaciones, como La Comuna Presos del Franquismo, Ecologistas en Acción o la Plataforma Ciudadana por el Centro de la Memoria Cárcel de Carabanchel. La entrevista se realiza en su domicilio, en Madrid. ¿Cómo fue su detención? Hay una en el año 70, y luego llega la peor, por reincidente; las dos veces me procesaron. La primera detención fue casi casualidad, porque la policía no tenía ninguna información sobre mí. Yo salía del metro para ir a mi casa; acababa de empezar a militar en un pequeño grupo de debate, en el que estaban maoístas, trotskistas y otras tendencias, y que se llamaba Grupo Comunismo, era una secuela del FELIPE [Frente de Liberación Popular], que se acababa de disolver. El metro estaba lleno de policías, porque había un comando de Comisiones Obreras; así que cuando salgo, la policía me rodea, me quitan mi carpeta y empiezan a ver papeles con la palabra “comunismo”. Me llevaron a la DGS [Dirección General de Seguridad], me dieron un repasito y me mandaron al juez. Cuando habla “del repasito”, ¿quiere decir que le pegaron? Sí, claro. Me dieron caña, te metían mucha caña. Pero como no sabían quién era yo, les conté que éramos un grupo de estudiantes que estábamos trabajando sobre Marx; les cuento un rollo, que no se creen, pero como no tenían ningún argumento en de contra mí, y no estaba fichado y mis papeles no eran de ninguna organización que ellos conocieran, me mandan rápidamente al juez. El juez me procesa, y me envía a la cárcel; en un mes me dieron la provisional, porque no tenía antecedentes. ¿Cuál era el delito? Asociación y propaganda. Siempre era asociación y propaganda por lo que nos encausaban, salvo que tuvieras algo más grave. Y llega la segunda detención. La segunda vez que me detienen, en el 73, yo ya estaba en la Liga [Liga Comunista Revolucionaria, de ideas trotskistas y fundada en 1971] y completamente dedicado a la política. Era estudiante de Arquitectura, pero realmente no tenía tiempo para mi carrera, porque estaba dedicado al activismo cien por cien. Esa segunda vez, ya tenían información sobre mí, sabían que estaba en la Liga y localizaron mi domicilio. Un día, llaman a la puerta de mi casa; salgo y me encuentro unos policías esperándome en la calle, sin orden judicial. Mi mujer estaba en el piso, el portero le avisó y dio tiempo a quemar papeles hasta que, en media hora, llegó la orden. Subieron a casa y nos detuvieron, a mi mujer y a mí. En esa detención ya tenían información comprometida sobre mí. Estuvieron machacándome durante tres días en los interrogatorios de la DGS de la Puerta del Sol. Y el que estaba allí, dirigiéndolo todo, era Billy el Niño [el policía Juan Antonio González Pacheco, torturador de antifranquistas]. Estuvieron machacándome durante tres días en los interrogatorios de la DGS de la Puerta del Sol ¿Sabía entonces quién era Billy el Niño? Yo sabía quién era, porque me habían hablado de él. No lo conocía, pero él mismo me dijo que era Billy el Niño. Lo decía siempre: “¿Sabes quién soy?”. Fueron tres días en los que no pararon de subirme, bajarme, y darme a todas horas, sin parar. Ellos, lógicamente, iban rotando. Era verano, junio, y hacía un calor de la hostia. No te daban agua, te ponían encima una zamarra para que sudaras, aparte de los palos en los pies, que era lo típico. Te hacían hacer el pato, ir y venir en cuclillas. Todos estos recuerdos, están, por decirlo de alguna manera, auditados. Porque de cara a las querellas que hemos interpuesto las víctimas del franquismo, se nos pidió un relato pormenorizado de todo aquello, de acuerdo al llamado protocolo de Estambul para casos de tortura. Y ese relato se hace ante un colectivo internacional de sicólogos, que son especialistas en testimonios de cara a las denuncias de tortura; tienen unos protocolos de entrevistas que consisten en sesiones muy largas y duras. Nuestros abogados han querido que los pasáramos porque así queda constatado que no te estás inventando nada. Y, finalmente, se puede comprobar que nuestros testimonios son coincidentes. Es muy importante hacer las cosas bien en todo lo que tiene que ver con las denuncias y querellas por torturas. ¿Qué era lo que le interesaba a la policía en esos interrogatorios? Nombres. Y el aparato del partido, saber dónde estaba el aparato, dónde nos reuníamos. Ellos tenían nombres y te preguntaban: “¿Éste es del comité central? Éste, ¿quién es?, ¿qué hace?”. Sabían bastante, porque en esa época ya había habido varias caídas. Yo siempre he dicho que la policía no era muy eficaz; los sociales, que eran los de la Brigada Político-Social, eran en mi opinión muy bestias en todos los sentidos, pero poco sutiles, porque eran incapaces de lograr que te rompieras psicológicamente; no eran capaces de debilitarte, de que perdieras la seguridad en ti mismo. Es verdad que cuando te están dando muchas hostias, te puedes romper por el dolor, porque ese dolor es insoportable. La idea del suicidio, de pegarte tú mismo una hostia, y que te tuvieran que llevar al hospital, la sentía todo el mundo que pasó por la DGS de la Puerta del Sol Recuerdo que estaba obsesionado con tirarme de cabeza contra un radiador que tenía delante en los interrogatorios, para acabar con tanto dolor y agotamiento. Tú estabas sudando, los tíos se estaban tomando un gintonic delante de ti, y tú estabas sin agua, sin nada, dolorido y jodido a más no poder. Lo que pensabas en aquellos momentos era que a lo mejor no ibas a poder resistir tanto dolor, porque no sabías cuánto iba a durar todo aquello de que te subieran y te bajaran a todas horas, y los tres días se te hacían una eternidad. La idea del suicidio, de pegarte tú mismo una hostia, y que te tuvieran que llevar al hospital, la sentía todo el mundo que pasó por allí, por la DGS de la Puerta del Sol; y lo del radiador, el que yo miraba tanto, se lo he oído a varios; todos conocimos aquella mesa que tenía un canto metálico y todos pensamos en ‘a ver cómo consigo pegarme un cabezazo contra ella y quedarme inconsciente’. En mi caso, todo esto estaba unido a que mi mujer también estaba detenida, y ella era muy joven; para mí eso sí que era un tema estresante, porque me decían que la estaban machacando, que ella estaba cantando… Y después del interrogatorio, ¿directamente a la cárcel? Pasabas tres días en la DGS, en los calabozos, que eran unas celdas muy pequeñas, sin ventana ni nada, con un banco de cemento para que te tumbaras, aisladas totalmente y con una puerta metálica; te subían, te bajaban. Luego pasabas por el juez, y el juez te mandaba a la cárcel. Nada más llegar a la cárcel, tenías los días del periodo, que eran unos días de aislamiento, en los que estabas en observación. En el periodo, coincidí con un chaval del FRAP, un taxista, que luego nos hicimos muy amigos; había estado en la DGS a la vez que yo. A él le habían dado aquellos típicos golpes en las plantas de los pies y le dejaron secuelas para siempre. A mí me rompieron una costilla. Cuando llegabas a la cárcel, después de la detención y el interrogatorio, hacías un informe para la organización, informabas de lo que habías dicho y, sobre todo, de lo que sabían ellos, porque eso era muy importante. Cuando había una caída, normalmente toda la gente de tu alrededor, la que te conocía, tenía que entrar en cuarentena, irse de sus pisos. ¿Cuánto tiempo estuvo en la cárcel? Algo más de dos años y medio. Estuve en Carabanchel, luego en Jaén y luego en Palencia. Me pidieron diez años de cárcel, pero salí con el indulto que se dio cuando murió Franco. En diciembre del 75 salimos casi todos los presos políticos que no teníamos delitos de sangre o de terrorismo. Foto de grupo en la cárcel de Palencia. Luis Suárez-Carreño es el primero por la izquierda en la fila del medio. Decía que, antes de ser detenido, se dedicaba por completo al activismo en la clandestinidad. ¿En qué consistía su actividad política? Coordinaba células de la Liga en la universidad y también en algunos barrios. Iba a los comités provinciales, en los que organizábamos, planificábamos o informábamos de cómo iba la cosa. Organizábamos las campañas de activismo, las manifestaciones, el reparto de propaganda, las huelgas de la universidad. Estamos hablando de años muy convulsos; había un movimiento social muy potente, y la universidad era puro activismo; muchas huelgas, muchos paros, muchas manifestaciones. Y el trabajo dentro de la propia Liga era intenso, porque había muchas tendencias. La Liga era muy democrática para lo que eran los partidos en aquella época; nosotros teníamos una tradición dentro de lo que se llamaba centralismo democrático, y eso significaba que todo el mundo podía y debía participar y crear tendencias, pero también había que respetar las decisiones de los órganos del partido. Podríamos decir que el activismo en nuestro caso era muy extremo, porque no solo tenías que organizar la lucha en la calle, sino que, además, tenías mucho trabajo interno que hacer. ¿Dónde se reunían? En casas. Pero cuando había una caída, te tenías que largar de la casa. Íbamos a salto de mata. ¿Se pasaba miedo? Sí, sí claro, por ejemplo, cuando organizábamos los saltos del Primero de Mayo. Tradicionalmente, en esa fecha, los sindicatos, Comisiones, UGT, el PCE, que eran las grandes fuerzas de la izquierda en esa época, movilizaban a decenas de miles de personas en Madrid y en cualquier otro lugar. Antes de seguir hablando de cómo eran los primeros de mayo, creo que es importante decir que en Madrid había entonces un tejido industrial impresionante, un movimiento obrero grande. La gente joven, ahora, piensa que Madrid ha sido siempre una ciudad de servicios, de oficinistas, de burócratas, de ejecutivos y de turistas. Pues resulta que en esta ciudad hubo un movimiento obrero de la hostia. Ahora parece que en Madrid nunca hubo obreros, pero hubo follones industriales bien gordos; había fábricas, como la Chrysler, de miles de personas, y ahí existía un nivel de organización y de conciencia inmenso. En Madrid hubo un movimiento obrero de la hostia. Había fábricas, como la Chrysler, de miles de personas, y ahí existía un nivel de organización y de conciencia inmenso Continuando con el Primero de Mayo, cuando se montaban esas convocatorias, que siempre eran en Atocha [en el entorno de la actual estación Puerta de Atocha Almudena Grandes], la policía tomaba la zona. Llegábamos y solamente había policías, por todos lados. Directamente te detenían. La DGS estaba a rebosar de gente en los primeros de mayo. Por eso, tuvimos que organizar los famosos saltos, que consistían en llegar a determinados puntos con cócteles molotov, con cadenas, con palos. Se buscaba un punto cerca de Atocha; saltábamos, estábamos cinco minutos gritando consignas, repartiendo propaganda y panfletos por la calle, y rápidamente había que desaparecer, porque te caían encima. Ahora suena fuerte lo de tirar cócteles molotov. Claro, pero es que el sentido que tenían los cócteles molotov era defenderte de la policía. No atacar, sino evitar que te cayeran encima. Consistía en parar, aunque fuera un instante, a la policía y así lograr defender una retirada sin que hubiera detenciones. Y, la verdad, no lo hacíamos mal, porque detenían a poca gente y conseguimos cosas; sobre todo, que la gente viera cómo se podía hacer algo contra el régimen. Su familia era más bien de derechas, ¿cómo empezó su militancia, por qué esa conciencia política de izquierdas? Mi familia era de derechas, mi padre era médico militar. No eran beligerantes, pero eran del régimen. Fui a un colegio, el colegio Estudio, en el que había muchas familias republicanas; la mitad de mis compañeros de clase eran de familias relacionadas con la Institución Libre de Enseñanza, profesionales liberales. Cuando yo hablaba con ellos, me llegaba una visión del mundo muy diferente de la que se hablaba en mi casa. Sé que vivíamos en un mundo privilegiado, sin las dificultades económicas que tenían otras familias, pero eran personas antifranquistas; un antifranquismo muy discreto, sí. Pero algunas veces te contaban cosas de la guerra que no coincidían con las que se oían siempre, en el sentido de que los franquistas eran los buenos. Luego, llegué a la universidad, y aquello sí que era un hervidero. Es verdad se podía pasar por la universidad sin meterse en nada, pero era difícil. Lo normal era que, aunque no te involucraras a nivel de militancia, vivieras ese ambiente de asambleas, huelgas, gente pegando carteles, gente repartiendo panfletos. Era muy difícil mantenerse al margen de aquel movimiento. Incluso en la Escuela de Arquitectura, que no era de las más politizadas. No te cuento si estabas en Políticas, en Economía o en Derecho. Y luego está la curiosidad de cada uno, que es la que te hace escuchar y que te fueras pegando a la gente más interesante. No solo políticamente, sino también en el terreno cultural, porque al final coincidían las dos cosas; las personas inquietas políticamente eran las mismas que te hablaban del cine de Antonioni, de libros interesantes… Claramente, para una persona de diecisiete o dieciocho años, eso es un gancho. Aquí, vivíamos en un mundo muy mediocre, y de pronto… te ibas dando cuenta de que en Francia, ahí al lado, la gente veía otro cine, leía otros libros, y eso te llamaba la atención, te daba qué pensar. Llega un momento en que te das cuenta de que algo raro pasa. Yo me radicalicé mucho, otros simplemente iban a las manifestaciones o apoyaban las huelgas, pero todos teníamos esas mismas afinidades o inquietudes. Yo me fui comprometiendo cada vez más, me metí en la Liga, y terminé con una dedicación cien por cien a todo eso; porque llega un momento en que es muy difícil compatibilizar las dos cosas, ser militante por la mañana y estudiante de arquitectura por la tarde no funcionaba. Si te lo tomabas un poco en serio, no había horas para hacer todo lo que tenías que hacer: contactos, la imprenta, reuniones. Al final pasé de todo, me peleé con mis padres, broncas impresionantes. Las vidas personales de los que estábamos militando en esos años eran muy complicadas por muchos motivos. Yo dejé la Escuela de Arquitectura en tercero; luego, tres años de militancia en la Liga, luego la cárcel y cuando salí, terminé la carrera. En esos años ocurrieron hechos muy duros, como el asesinato de Enrique Ruano o la ejecución de Puig Antich. Sí. Y hubo varios estados de excepción. Si la dictadura era muy dura, un estado de excepción era casi grotesco, porque resultaba que hacía falta un poco más de represión. Significaba que podían detenerte por lo que fuera sin pasar por el juez, ponerte una multa, ocupar las universidades. Era muy bestia. La universidad siempre ha tenido un estatus, según el cual la policía no podía entrar. Desde que yo comencé la carrera, en el año 66, la policía se quedaba en Moncloa [la zona de Madrid contigua al campus universitario]. Cuando había manifestaciones que salían de alguna facultad, sabías que podías moverte hasta Moncloa, pero allí ya nos estaba esperando la policía para machacarnos. El caso es que, poco a poco, cada vez se iban acercando más al campus y, podemos hablar de un hito, que fue cuando la policía dejó de respetar la autonomía universitaria, y entró en las facultades. Si la dictadura era muy dura, un estado de excepción era casi grotesco. Había barra libre para la represión Hasta los años sesenta, el movimiento estudiantil había sido relativamente inocuo. Pero el incremento de la combatividad, de las movilizaciones, hizo que la reacción de la policía fuera cada vez más fuerte, y llega el momento en que ocupan las facultades, entran dentro. Al mismo tiempo, también hubo un aumento de la represión en las fábricas. En aquellos estados de excepción, había barra libre para la represión. Se daban cosas tan increíbles, como una modalidad represiva que consistía en el destierro. A algunos líderes estudiantiles se los llevaron fuera de su ciudad, les obligaron a vivir en otro sitio, con todo lo que eso suponía cuando estabas matriculado en la universidad. Sí que hubo momentos o hitos muy duros, como el asesinato de Ruano, en los que la represión superó sus propios límites. Pero, al mismo tiempo, éramos conscientes de que iban a la desesperada porque el movimiento, la movilización, tenía mucha fuerza. Y también éramos conscientes de que en el extranjero estaban muy atentos a lo que estaba pasando aquí. De alguna manera, eso daba mucho ánimo, mucha moral. En las cárceles también había esa sensación de que “estamos ganando”; pero mientras, nos estaban dando una mano de hostias, nos estaban destrozando. Era algo complejo. ¿Se perdieron cursos? Hubo algunas facultades que cerraron. Había también huelgas de exámenes. Y esto tiene que ver con que el activismo en contra del régimen funcionaba bastante bien en la universidad. Cuando yo me liberé [liberarse era pasar a trabajar para el partido, el que fuera], iba de facultad en facultad. A lo mejor en una mañana pasaba por cuatro facultades para ir a asambleas. Yo iba informando de lo que se estaba haciendo en otras; eran asambleas de cientos y cientos de estudiantes en las que se votaba todo, y lo que se votaba, se hacía. Obviamente, había estudiantes fachas, pero no contaban nada de nada, no pintaban nada. Es verdad que había grupos violentos, como Defensa Universitaria, pero eran muy minoritarios. La mayoría de los estudiantes, aunque no pertenecieran a ninguna organización, iban a la asamblea. Y si la asamblea decía que no se hacía un examen, no se hacía, y así era todo. ¿Qué opinión le merece el trato que se ha dado a las víctimas del franquismo? No solamente desde el punto de vista judicial. La figura del fiscal de sala que introduce la nueva Ley de Memoria Democrática, un gesto tímido porque su recorrido en términos de justicia es muy pequeño, sí podría ser el primer atisbo del reconocimiento de la verdad. Hasta ahora, no teníamos ni eso. Porque el problema de la Transición y de la Ley de Amnistía, como se ha dicho muchas veces por parte de juristas y de organismos internacionales, es que la amnistía se dio previamente a la investigación o juicio de los delitos que cometió una de las partes; por tanto, no hay crimen ni victimario, y por eso las víctimas, las del franquismo, somos como algo hipotético, abstracto o dudoso. Somos víctimas, pero como no se ha juzgado nada, no se sabe de qué delito somos víctimas. Estamos sujetos a un modelo de impunidad que impide reivindicar fehacientemente nuestra naturaleza como víctimas; y, por otro lado, hay una discriminación adicional, porque ese modelo de impunidad ha impuesto una cultura de relativización frente a otras víctimas, como las de terrorismo de grupos como ETA o yihadistas; hemos sido ninguneados y seguiremos siendo ninguneados de la manera más descarada. A las víctimas del terrorismo de Estado en el franquismo no nos han hecho ni caso. En ese sentido, estamos totalmente ignorados y discriminados. Pretendemos que se nos reconozca.
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