sábado, 9 de enero de 2021
Y una irregular para mí de A.Papell....
El populismo amenaza la democracia
Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 14 horas
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Trump y el populismo
Los gravísimos sucesos del miércoles en el Capitolio de Washington en que una turba guiada a distancia por el populista presidente saliente, Donald Trump, irrumpió en el sacrosanto reducto de la soberanía nacional, son bastante más que una simple anécdota en forma de algarada de las que tanto abundan más al sur en el continente americano. La solidez del sistema político de Estados Unidos es tan incontrovertiblemente real que el espectáculo que todos vimos por televisión, aun con su carga de dramatismo, fue más una torpe parodia que una inmensa tragedia (a pesar de las cinco víctimas mortales innecesarias). Pero, con independencia de las vacilaciones que el hecho ha producido en la idea misma de democracia en todo el mundo (los Estados Unidos han sido y son un referente del régimen más avanzado de libertades civiles y políticas), el intento esperpéntico de golpe de Estado requiere la obtención de serias conclusiones, al menos en dos aspectos distintos.
En primer término, es justo situar en el frontispicio de los hechos una frase del atinado discurso de Joe Biden tras el asalto al Congreso: “Hoy recibimos un doloroso recordatorio de que la democracia es frágil y para conservarla se requieren personas de buena voluntad”. Los sistemas democráticos, aun los mejor y más racionalmente elaborados, establecen sistemas de frenos y contrapesos –checks and balances— que garantizan la perdurabilidad de los equilibrios internos, la permanencia de las instituciones, que prevalecen sobre las excentricidades. Pero a veces es suficiente la irrupción de un fanático iluminado para movilizar y descarriar a las multitudes, sobre todo si estas han sido víctimas de la demagogia. Hay que pensar que los Estados Unidos están en medio de una terrible pandemia sobre la que han sido engañados por su primer mandatario, responsable directo de buena parte de las muertes, y el hundimiento intelectual, político y moral de Trump los deja a la intemperie y a merced del engaño de que han sido víctimas. No es extraño que se rebelen para tratar de mantener la ficción que sostiene su vana esperanza.
En segundo lugar, lo ocurrido es la demostración palmaria de hacia dónde conduce el populismo, el cultivo cuidadoso del vacío intelectual y de la mentira premeditada para imponer los propios puntos de vista, la lucha contra la verdad para no perder apoyos, el recurso a la burda demagogia para mantener la popularidad en caída libre, la falta de respeto al adversario para asentar la primacía propia… Esta adulteración del sistema americano por Trump y sus secuaces, que ha llegado a parecerse mucho a un régimen autoritario, impone a Biden la más urgente de las muchas rectificaciones pendientes. Así lo expresó el presidente electo en el discurso que ponía punto final al caos: “El trabajo de este momento y de los próximos años debe ser restablecer la democracia, la decencia del honor, del respeto, del estado de derecho, la renovación política”. Si hubiera que optar entre valores, habría que quedarse efectivamente con la decencia, que es la versión anglosajona del concepto de liberalismo que aquí acuñó la generación del 14, con Gregorio Marañón al frente, mucho antes de que Thatcher y Reagan adulteraran las palabras: “Ser liberal es, precisamente, estas dos cosas: primero, estar dispuesto a entenderse con el que piensa de otro modo, y segundo, no admitir jamás que el fin justifica los medios, sino que, por el contrario, son los medios los que justifican el fin. El liberalismo es, pues, una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política… Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio, o como, por instinto, nos resistimos a mentir”. Esta es la clase de políticos capaces de dirigir rectamente la república.
En esta ilación argumental, Trump no es solo una anécdota en el camino: alguien ha recordado en el fragor de la crisis que el multimillonario excéntrico ha sido el segundo presidente más votado de la historia norteamericana (el primero es Biden, y el clamoroso apoyo que este ha recibido se ha debido en gran parte a la necesidad de librarse de Trump que han sentido los ciudadanos honrados y conscientes). Sin embargo, la intensidad desaforada del apoyo recibido por quien ha llevado a su país a la catástrofe moral requiere una reflexión: la globalización, que ya nos ha dejado dos gravísimas crisis en poco más de una década, no sólo no nos ha conducido hacia el potente y admirable “pensamiento único” que nos prometía Fukuyama, sobre la base de la democracia parlamentaria al uso, sino que ha deteriorado todavía más aquel constructivo y humanista consenso socialdemócrata que nació de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, y del Welfare State surgido en América tras la Gran Depresión.
Pero el pueblo estadounidense ha reaccionado a tiempo en las urnas para evitar que el método bastardo de hacer política de este indeseable se impusiera también a la hora de otorgarle o no un segundo mandato. Se ha cumplido el aserto de Biden al recapitular lo ocurrido: “Durante dos siglos y medio, nosotros, en busca de una unión más perfecta, hemos mantenido los ojos en el bien común. Estados Unidos es mucho mejor que lo que estamos viendo en este momento, mejor que las escenas en el Capitolio”.
La misma búsqueda podrían esgrimir frente al populismo las democracias europeas, que poseen una experiencia más convulsa que la norteamericana. Y la gran lección es que no se puede jugar con fuego: las palabras frívolas, mendaces, insultantes, inapropiadas, pronunciadas en las instituciones, no se las lleva el viento, sino que hieren la democracia, que por su propia naturaleza permite que se desarrollen y prosperen también los desaprensivos. Hay que estar vigilantes frente a los populismos destructivos, que también abundan por nuestros parajes.
Trump y el fascismo
La tentativa de golpe de Estado de Trump, que fracasó una vez iniciada porque con seguridad funcionaron los estabilizadores automáticos de un país muy avanzado que ha tenido siglos para desarrollar la seguridad de su democracia, es un fruto agridulce para el resto del mundo por una razón fácilmente inteligible: un sátrapa poderoso como Trump, integrado en las elites de su país y en posesión de un atractivo demagógico capaz de arrastrar a la turba —el término utilizado por Biden es en este caso apropiado—, no ha conseguido subvertir el venerable régimen que pretendía desmontar para perpetuarse en el poder (el más viejo de los pecados capitales de la política). Pero, por otra parte, el hecho de que en los Estados Unidos, la más estable (en teoría) de las democracias del mundo, se intentara un golpe de Estado a la venezolana nos pone en guardia y nos estremece a todos los ciudadanos del mundo, y en especial a los que vivimos en democracias fuertes, como la española, pero que estamos lejos de haber alcanzado los dos siglos largos de tradición y tenemos por añadidura una historia sanguinaria a las espaldas.
Dicho más claramente, quienes pensábamos, y seguimos pensando pese a todo, que es imposible que alguien dé un golpe de Estado en España —y se me vienen a la mente los militares jubilados que quieren fusilar a millones de compatriotas y los extremismos que beben en las mismas fuentes exterminadoras del nazismo— por la sencilla razón de que la sociedad civil no lo consentiría y porque hay suficientes mecanismos de seguridad que lo hacen inviable en la práctica, no tenemos más remedio que relativizar nuestra certeza y que considerar, más bien, poco probable tan dramática eventualidad. Pero como es evidente, si en Washington ha pasado lo que ha pasado, aquí deberemos estar más prevenidos que antes para que no pueda ocurrir algo parecido, si en alguna ocasión nos encontramos en circunstancias semejantes.
Si en Washington ha pasado lo que ha pasado, aquí deberemos estar más prevenidos que antes para que no pueda ocurrir algo parecido, si en alguna ocasión nos encontramos en circunstancias semejantes.
De lo que no cabe duda es de que en Occidente en general y en España en particular está germinando de nuevo la planta del fascismo, que no es sino el odio al contrato social multicultural y cosmopolita sobre el que se fundamentan nuestras democracias: todos firmamos un pacto constitucional de mutua conveniencia que marca reglas permanentes sobre el reparto del poder y sobre los códigos de derechos y deberes que nos comprometemos a acatar. Rousseau es el padre de la criatura, que data de 1762. Y como escribió Gregorio Peces Barba en un memorable artículo de 1999, el núcleo intelectual del fascismo arranca del irracionalismo de Nietzsche, del que surge “el antidemocratismo, el rechazo de los partidos, del sufragio universal y del Parlamento, así como el odio a Rousseau, considerado, en el esquematismo de los fascistas, el origen de todo aquello (los reaccionarios conservadores no se oponen tanto a la democracia como al liberalismo: su enemigo es más Locke que Rousseau).
Los fascistas tenían algún lugar común con el liberalismo, y de ahí que vieran con simpatía los rasgos elitistas de la filosofía de Ortega. Nietzsche, en sus “Fragmentos Póstumos” (1887-88), criticará en Rousseau su odio a la cultura aristocrática. También el representante del fascismo de la Acción Francesa, Charles Maurras, en sus “Reflexiones sobre la Revolución de 1789”, aludirá a Rousseau como responsable de la Revolución, excitando a los pequeños y sorprendiendo y adormeciendo a los grandes, impulsando fuerza al ataque revolucionario y debilidad a la defensa de la tradición. También Primo de Rivera, en el discurso de la fundación de la Falange, en el teatro de la Comedia, llamará, en las primeras palabras, a Rousseau nefasto”. Además, “Los periódicos del franquismo criticaron sistemáticamente a los intelectuales, al tiempo que se rechazaba la idea de progreso. Prevalecía en el fascismo la posición que Kant llamaba ‘terrorismo moral’, que auguraba la catástrofe de la democracia, régimen débil basado en las componendas, en una igualación que achataba las diferencias y que situaba en el mismo nivel a las ovejas y al pastor. Finalmente, en algunos fascismos, el antiigualitarismo derivó en el racismo, en un itinerario de degradación racional que conducía de Gobineau a Chamberlain, de Chamberlain a Rosemberg y de Rosemberg a los campos de exterminio. Los dominadores, los fuertes, los puros tenían que salvar a la humanidad y evitar la degeneración de la especie en una “grotesca y macabra parodia del espíritu científico” (Bobbio).
Explica después Peces Barba que el antiparlamentarismo, el corporativismo, una primacía de la acción sobre la razón en desarrollo de las ideas del dominio, del valor de la vitalidad creadora, de la creencia en los hombres preclaros que interpretan el espíritu del pueblo, se complementan con las ideas de orden, de un orden nuevo, del Estado como realización de la moralidad de los individuos, y de la Nación frente a la burguesía y a la lucha de clases. Todo este ‘ideario’ se integra en una concepción totalitaria, en una auténtica tercera vía, entre el marxismo y la democracia burguesa, ambos rechazables. Los grupos de acción, los músculos sin cerebro, las aberraciones violentas, son expresión fáctica de esta ideología, de este modelo cultural, que fue derrotado con sus armas, las de la guerra, en 1945 pero que mantiene rescoldos complejos en todo el mundo.
Zarzalejos ha resumido estas ideas en una cita de Emilio Gentile, “es fascista aquel que concibe la política no como un enfrentamiento pacífico entre adversarios, sino como un conflicto basado en la antítesis irreductible amigo-enemigo”. En realidad, esta definición sólo es la espuma de un mal más hondo, aquel en que “el hombre es lobo para el hombre” (Hobbes, 1651), que niega la idea misma del Estado y los valores humanistas de la Revolución Francesa.
Por todo ello, las democracias consolidadas no pueden ser tolerantes con quienes tratan de derruir sus pilares fundamentales: la igualdad de todos, la red inferior que evita la depauperación de los menos integrados, el reparto a escote de los recursos que se aplican a la construcción del bien común.
Trump y la derecha actual
Vox y el voto oculto
Santiago Abascal, presidente de Vox
Los analistas coinciden en presagiar una ruptura en el Partido Republicano: el populismo de Trump a un lado (a pesar de que Trump pagará primero por lo que ha hecho: su decisión de soliviantar a sus seguidores para asaltar el Capitolio tendrá consecuencias y no quedará impune), y la decencia conservadora, la que ha gobernado con grandeza y magnanimidad tantas veces en los Estados Unidos, al otro.
En Europa, y también en España, Trump ha sido el ídolo de la extrema derecha, que ha visto en él todas las virtudes: la dureza, la impiedad con los débiles, el racismo evidente, el antifeminismo, la voluntad de reducir el Estado a la mínima expresión, la lenidad ante corrupción moral de las elites ‘superiores’. Quizá lo ocurrido, la toma de Capitolio y la vergonzosa negativa frontal de Trump a aceptar la derrota, habrá abierto los ojos a más de un europeo (aunque hay que desconfiar de ello porque el fanatismo se aviene poco a razones).
Queda la otra derecha, que está rectificando a toda prisa en EE. UU. Es la derecha honrada, de buena fe, que en España debería estar representada por el PP. Un partido que todavía está a tiempo de recuperar la cordura tras el error de su pacto con la extrema derecha, lo que habría de llevarle a emular a personalidades templadas como Merkel, por poner el ejemplo más a mano. Ha sido Merkel, una conservadora, la que ha confrontado valerosamente a las fuerzas políticas europeas, de derecha y de izquierda, con el problema de la inmigración, que debe resolverse por principios.
Creo, con Jean Paul Sartre, que “l’esprit est à gauche”, pero considero que la estabilidad de nuestros regímenes pasa por la generación de una dialéctica creativa entre la izquierda y la derecha moderadas para excluir de raíz al populismo nacionalista que quiere redimirnos sobre los cadáveres de los diferentes o de los menos favorecidos.
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