Pese a disponer de información policial sobre los preparativos golpistas, el Gobierno no supo qué camino tomar tras la sublevación. Cuando los partidos se dieron cuenta de que un Ejecutivo de unidad era indispensable, los rebeldes controlaban ya más de la mitad del territorio español
Qué sabía y qué hizo
la República el 18 de julio
Por Santos JuliÁ
Todo el mundo hablaba de ella, pero, al final, la rebelión militar de julio de 1936 constituyó para todos, incluso para quienes habían conspirado o trabajado por ella, un acontecimiento asombroso en su magnitud, incierto en su desarrollo. Todo el mundo la esperaba, pero nadie había previsto que la rebelión se convirtiera, por no triunfar pero también por no ser aplastada, en pórtico de una revolución y comienzo de una guerra. Que la rebelión militar no triunfara se debió, en sustancia, a la incompetencia de los conspiradores, a sus improvisaciones, divisiones y vacilaciones; pero que no fuera aplastada se debió, en primer lugar, a la incompetencia del Gobierno y a la política de esperar y ver seguida, hasta el día de su estallido, por las fuerzas que lo apoyaban.
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Consejo de Ministros del 12 de mayo de 1936, el último presidido por Manuel Azaña al ser nombrado jefe del Estado. Sentados, de izquierda a derecha: José Giral, Carlos Masquelet, Augusto Barcia, Azaña, Antonio de Lara, Gabriel Franco, Santiago Casares y Marcelino Domingo. De pie, de izquierda a derecha: Manuel Blasco, Enrique Ramos, Mariano Ruiz Funes y Plácido Álvarez. Foto: Efe
1. La espera
El Gobierno de la República, presidido por Santiago Casares Quiroga, celebró su acostumbrada reunión el viernes, 10 de julio de 1936. El ministro de Comunicaciones y Marina Mercante, Bernardo Giner de los Ríos, entregó al presidente unas notas con abundante documentación sobre las conversaciones captadas por la policía entre los militares que conspiraban contra la República. La sublevación militar, dijo el presidente a los reunidos, puede ser inmediata, quizás mañana o pasado. Se quedaron todos perplejos ante la noticia, más aún cuando Casares les informó de las largas horas de meditación que el presidente de la República, Manuel Azaña, y él mismo habían dedicado al seguimiento de la conspiración. Azaña y Casares decidieron, ante esos informes, que solo existían dos opciones: abortar el movimiento ordenando la detención inmediata de todos los implicados o esperar que la conspiración estallase para yugularla y destrozar de una vez la amenaza constante que desde su nacimiento venía pesando sobre la República. Optaron por la segunda.
Esperar que la sublevación se produjera para yugularla fue lo que en agosto de 1932 habían decidido también Manuel Azaña, como presidente del Gobierno y ministro de la Guerra, y Santiago Casares, como ministro de la Gobernación, ante los informes policiales sobre una inminente rebelión encabezada por el general Sanjurjo. Esa era su experiencia en rebeliones militares y esa fue su invariable posición desde que, a raíz del triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, corrieron rumores y circularon noticias sobre una nueva, y más amplia, conspiración militar. Mejor, esperar a que diera la cara. Ellos la conocían y habían tomado medidas preventivas que consideraron suficientes para desarticularla: algunas detenciones, varios cambios de destino, ascensos, nombramientos al frente de la Guardia Civil y de la sección de Asalto de la Policía Gubernativa; ellos dejaron que los implicados más notorios siguieran adelante con sus planes; ellos creían tener en mano los resortes de poder suficientes para sofocar la rebelión, cuya máxima dirección se atribuía otra vez a Sanjurjo, inmediatamente que se produjera.
Sólo existían dos opciones: abortar
el movimiento ordenando
la detención de
los implicados o esperar a que
la conspiración estallase. Optaron por la segunda
Esta línea estratégica era compartida por los partidos del Frente Popular, ha recordado Manuel Tagüeña (comunista y destacado estratega militar durante la Guerra Civil); como lo era también por los anarquistas y sindicalistas de la FAI y la CNT, que esperaban la sublevación militar para “salir a la calle a combatirla por las armas”. La reiterada negativa de Francisco Largo Caballero a incorporar al PSOE a un gobierno de coalición bajo presidencia socialista se basaba en la obcecada seguridad de que cuando los republicanos fracasaran y se vieran obligados a dimitir, todo el poder vendría a sus manos. El guion de la llegada en solitario de los socialistas al Gobierno contemplaba, como fase intermedia, un movimiento de la derecha para conquistar violentamente el poder. Y si Casares, ante las noticias que le llegaban, había optado por esperar, Largo Caballero, ante los informes de inminente rebelión respondía: si los militares “se quieren proporcionar el gusto de dar un golpe de Estado por sorpresa, que lo den”. Que lo den, porque a la clase obrera unida nadie la vence
De esta manera, republicanos, socialistas y anarcosindicalistas se mantuvieron desde principios de junio en una agotadora espera de la rebelión, los primeros repitiéndose que era necesario que el grano estallase para así extirparlo mejor; los segundos, convencidos de que la iniciativa de los militares abriría a la clase obrera las puertas del poder cabalgando sobre una huelga general; los terceros, decididos a responder en la calle con las armas. Las voces de alerta que llegaban de gentes más cautas cayeron en oídos sordos. No había más que esperar.
2. La resistencia
Una semana después, el viernes, 17 de julio, Santiago Casares informó al Consejo de Ministros de que la rebelión, tan esperada por todos, había triunfado en Melilla y que era de temer su triunfo en el resto de las plazas de África. Había terminado la espera, los rebeldes habían salido a la calle y se habían hecho rápidamente con el control de la situación, pero el Gobierno, sin saber qué hacer, se limitó a publicar en la mañana del 18 un comunicado en el que daba ya la sedición por sofocada. Por la tarde, Casares convocó a consulta en consejillo a los ministros, al presidente de las Cortes, Diego Martínez Barrio, y a los dirigentes de las dos facciones en las que había quedado dividido y bloqueado el partido socialista, Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto. La rebelión, mientras tanto, se había extendido por la península, sin que los comunicados sobre su control ni el decreto licenciando a las tropas de las guarniciones sublevadas hubieran servido más que para confundir en unos casos y paralizar en otros a los gobernadores civiles, que trataban de contenerla por medio de las escasas fuerzas de orden público y de militares leales bajo sus órdenes.
De manera que lo que el Gobierno tenía a la vista en la tarde del sábado, día 18, excedía con mucho lo esperado; más aún, lo que ocurría en África y lo que se había extendido a la península daba la medida de la estrategia suicida seguida por el Ejecutivo y los partidos y sindicatos que le servían de apoyo al haber confiado todo a la acción de las fuerzas de policía y Guardia Civil o a los efectos taumatúrgicos de una huelga general. Los rebeldes, que tal vez creyeron en un primer momento que bastaría con un pronunciamiento al viejo estilo, comenzaron a matar a mansalva cuando tropezaron con los primeros obstáculos: decenas de militares fueron asesinados por sus compañeros de armas en las primeras horas de la rebelión. Y cuando se comienza matando a los compañeros de acuartelamiento o asesinando a los superiores en el mando, no hay marcha atrás: al salir de los cuarteles a la calle, se sigue matando o se muere en el empeño.
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Francisco Largo Caballero (con sombrero oscuro) asiste a un mitin en Madrid, en abril de 1936. Foto: Efe
Ante la evidencia de que aquella rebelión nada tenía que ver con un pronunciamiento al estilo de Primo de Rivera o de Sanjurjo, el presidente del Gobierno no supo qué camino tomar, salvo el de la dimisión. Militantes de sindicatos, partidos, juventudes y milicias habían comenzado a echar mano a pistolas y fusiles y a salir ellos también a la calle para resistir en grupos informales a la acción subversiva de los militares. Exigían armas aunque nadie en el Ejecutivo estaba dispuesto a entregarlas. Más aún: Manuel Azaña, ante la dimisión de Santiago Casares, trató de formar un Gobierno de “unidad nacional”, desde Miguel Maura por la derecha a Indalecio Prieto por la izquierda, presidido por Martínez Barrio, con suficiente autoridad para negociar con los cabecillas de la rebelión. Maura rechazó la oferta y Prieto consultó con su partido, que le volvió a negar su autorización. Martínez Barrio siguió adelante, solo para recibir de los rebeldes la respuesta de que era tarde, muy tarde, y ser acusado de traición por los leales en una multitudinaria manifestación que exigía su dimisión en la mañana del domingo 19. Dimitió pues, a las seis horas de formar su Gobierno, dejando en manos de Manuel Azaña la dramática decisión de distribuir armas a grupos ya armados o renunciar a la máxima magistratura de la República.
El Gobierno se limitó a publicar en la mañana del 18 un comunicado en el que daba ya la sedición por sofocada. La rebelión, mientras tanto, se había extendido por la península
3. La revolución
Azaña optó esta vez por lo primero. Habló por teléfono con Lluis Companys y recibió una respuesta tranquilizadora: la rebelión está vencida en Barcelona, le dijo el presidente de la Generalitat; sólo quedaba un núcleo de resistencia en la antigua Capitanía General. Sin tiempo ni razón para abrir las reglamentarias consultas, el presidente de la República convocó al Palacio Nacional a los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros con objeto de resolver la crisis de manera que todos se sintieran comprometidos en la fórmula que se adoptase. La respuesta fue desalentadora: no habrá Gobierno de unidad. De la reunión saldrá su correligionario y amigo José Giral investido como presidente de un Ejecutivo similar a los anteriores en su composición exclusivamente republicana. Largo Caballero, que también había acudido a la cita, rechazó por tercera vez la participación socialista y sólo prometió su apoyo a Giral bajo la condición de que procediera a repartir armas a los sindicatos.
Paradójicamente —es Manuel Tagüeña quien habla de nuevo— la sublevación militar había desencadenado la revolución que pretendía impedir, y el poder efectivo pasó a manos de los grupos armados, anarquistas, socialistas y comunistas, que engrosaron rápidamente sus filas. El Gobierno republicano se mantuvo en pie, pero la República se eclipsó, huérfana de poder. En el exterior, el nuevo Gobierno, que envió emisarios a Francia para gestionar la compra de armas, tropezó de inmediato con la farsa de la no intervención. En el interior, el poder del Estado se desvaneció ante la patrulla que, en cada localidad, controlaba la salida y entrada de forasteros o que en las calles de la ciudad detenía a los transeúntes y les exigía la documentación, cumpliendo funciones de policía, de juez y de verdugo sin control superior alguno. Era un nuevo poder, fragmentado, atomizado, cuyo alcance terminaba en las afueras de cada pueblo o en las calles de cada ciudad. Un poder que fue capaz de aplastar la sublevación allí donde pudo contar con la colaboración de miembros de las fuerzas armadas y de orden público, como había ocurrido en Barcelona, Madrid o Valencia, pero incapaz de hacer frente a los rebeldes allí donde los guardias civiles y los policías tomaron también el camino de la rebelión.
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Indalecio Prieto tras rechazar el encargo de formar Gobierno que le hizo Azaña en mayo de 1936. Foto: EFE
El poder efectivo pasó a manos de grupos armados.
El Gobierno republicano
se mantuvo en pie.
Pero la República
se eclipsó, huérfana
de poder
Constituiría, sin embargo, un error atribuir al reparto de armas el origen de esta revolución, sobrada de fuerza para destruir, carente de unidad, de dirección y de propósito para construir un firme poder político y militar sobre lo destruido. Ante todo, porque desde la tarde del mismo día 18, automóviles y camionetas “erizados de fusiles” habían comenzado a circular por las calles de Madrid y Barcelona. De hecho, en Cataluña, la CNT y la FAI festejaron el 18 de julio como el día de la revolución más hermosa que habían contemplado todos los tiempos. No fue el reparto de armas, fue la rebelión militar que, como escribió Vicente Rojo [jefe del Estado Mayor republicano], pulverizó en sus fundamentos jurídicos y morales la autoridad del Estado, lo que abrió ancho campo a una revolución movida en las primeras semanas por el propósito de liquidar físicamente al enemigo de clase, comprendiendo en esta denominación al ejército, la iglesia, los terratenientes, los propietarios, las derechas o el fascismo; una revolución que soñaba edificar un mundo nuevo sobre las humeantes cenizas del antiguo.
El daño para la República fue que esa revolución, en manos de grupos armados con pistolas, fusiles y algunas ametralladoras, era por su propia naturaleza impotente para oponer una defensa eficaz del territorio allí donde los rebeldes disponían de tropas para pasar a la ofensiva. Los militares lo entendieron enseguida y buscaron en la Italia fascista y la Alemania nazi los recursos necesarios para convertir su rebelión, que no fracasaba del todo pero que tampoco acababa de triunfar, en una guerra civil. A los partidos, sindicatos y organizaciones juveniles que resistieron la rebelión les costó más tiempo, y no pocas luchas internas, convencerse de que la revolución sucumbiría si el resultado de la guerra era la derrota. Para cuando lo entendieron y se incorporaron al Gobierno con el propósito de iniciar una política de reconstrucción del ejército y del Estado, la República, abandonada por las potencias democráticas, había perdido ya más de la mitad de su territorio.
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