Magnus Carlsen, la máquina perfecta
La gélida Noruega ha producido un campeón de hielo, que es la suma de Kárpov y Fischer
Miguel Illescas
El pasado viernes 22 de noviembre el noruego Magnus Carlsen, 22 años, se proclamó campeón mundial de ajedrez, al derrotar por 6,5 a 3,5 a su antecesor, el indio Viswanathan Anand.
La joven estrella. "I offer a draw" ("ofrezco tablas"). El jovencito que me habla sabe perfectamente que la partida no da más de sí: tras 46 jugadas hemos cambiado casi todas las piezas, y el empate es un hecho. A pesar de ello, por la entonación parece estar pidiendo un favor, y su tenue voz deja entrever su extrema timidez.
Tomábamos parte en el campeonato de España por equipos, que se celebraba en Sanxenxo (Galicia), y aquel 21 de noviembre de 2004 mi rival era Magnus Carlsen, quien nueve años y un día más tarde había de proclamarse campeón mundial de ajedrez. "Hay que ganarles cuando son pequeños, luego no se dejan", bromeé en la cena con mis compañeros de equipo. Carlsen, que estaba a punto de cumplir 14 años, había recibido el título de gran maestro pocos meses antes, y ya se perfilaba como una futura estrella de las 64 casillas. Tablas.
Tras el apretón de manos y la protocolaria firma de planillas, Magnus salió pitando, quien sabe si para llegar a tiempo de ver el fútbol -recuerdo que era domingo y el noruego ya era un ferviente seguidor de la liga española- o para conectarse a su ordenador, a chatear y hacer lo que hacen los jóvenes de su edad.
¿Un chico normal o un friqui? Nunca más volví a jugar con Carlsen. La siguiente vez que coincidimos de cerca fue en el año 2008, durante la Olimpiada jugada en Dresde, Alemania. Carlsen, con 17 años, era ya un gran maestro consagrado y ocupaba el cuarto lugar de la clasificación mundial. Nos encontramos en el ascensor del hotel, justo tras acabar la ronda de juego. Quise saludarle, pero no pude: Magnus tenía la mirada perdida y comprendí que en aquel momento estaba en otra galaxia, pensando en su partida.
De hecho, estoy convencido de que ni siquiera se percató de mi presencia. Luego supe que aquel día Carlsen había sufrido su única derrota en el torneo, por lo que consultando la base de datos puedo saber que era 19 noviembre, y solo faltaban 5 años y 2 días para que el nombre de aquel joven acompañara a Fischer, Kárpov y Kaspárov en el olimpo de los elegidos por Caissa, la diosa del ajedrez. Surge la pregunta, ¿es Carlsen un friqui, o un joven normal? Ni una cosa ni la otra.
Comparados con Fischer todos somos normales, y el tópico es recordar las excentricidades del genial norteamericano. Pero para llegar a ser número uno en ajedrez no puedes ser del todo normal. Quizás Carlsen lo oculta mejor que otros, pero en realidad es un fanático que vive por y para el ajedrez. Con su enorme talento, pero también con su entrenamiento sistemático, el noruego se ha convertido en una máquina casi perfecta cuando se sienta frente al tablero de ajedrez.
Un jugador ambicioso. Siguiendo la comparación con Bobby Fischer, se puede afirmar que ningún jugador había demostrado semejante ambición desde entonces, ni siquiera Kaspárov. Al ruso le dolía demasiado perder, y arriesgaba manteniendo un cierto pragmatismo. Carlsen, más frío que Kaspárov, no piensa en la derrota y se limita a jugar. En el aspecto técnico su juego recuerda mucho al de Kárpov, a quien se comparaba a menudo con una anaconda, por su habilidad para ir asfixiando poco a poco a sus rivales. En efecto, el noruego también destaca por su talento para exprimir mínimas ventajas, pero a diferencia de Anatoli, Carlsen también es capaz de imponerse en partidas igualadas, secas y en apariencia imposibles de ganar. Él mismo descubre abiertamente su secreto: "Sigo jugando hasta que el rival acaba cometiendo un error".
El Messi del ajedrez. En ese aspecto, el juego de Carlsen recuerda al primer Barça de Guardiola, a pesar de que el noruego sea un declarado admirador del Real Madrid. No importan los goles ni los puntos de ventaja: mientras el balón rueda el espectáculo debe continuar. Pero Carlsen no es como Guardiola: ambos son inteligentes y excelentes en lo suyo, pero ahí se acaban los paralelismos. El noruego no se siente a gusto frente a las cámaras ni tiene el don de palabra del gran Pep. Ni siquiera le preocupa demasiado lo que piense el público: él es como Messi, que ve un balón y se pone loco. Carlsen ama el ajedrez y le gusta jugar por encima de todo. Ya de pequeño, sus padres tuvieron que servirle la comida en un mesa aparte, para que pudiera tener siempre el tablero delante. A esa tenacidad y su sobresaliente técnica Carlsen añade otra cualidad de enorme importancia: un cálculo casi perfecto, que hace recordar el juego de las máquinas. De hecho, en ocasiones, su cálculo supera al de los entes de silicio, por incorporar la visión estratégica, exclusivamente humana.
El mejor. Como experto, no puedo imaginar un ajedrecista mejor que Carlsen. Quizá en un futuro no muy lejano, injerten a los bebés un chip al poco de nacer. Y uno de esos cíborgs, mitad hombre, mitad máquina, sea capaz de derrotarlo. Sólo entonces tomaremos conciencia de que Carlsen era uno de los nuestros.
La joven estrella. "I offer a draw" ("ofrezco tablas"). El jovencito que me habla sabe perfectamente que la partida no da más de sí: tras 46 jugadas hemos cambiado casi todas las piezas, y el empate es un hecho. A pesar de ello, por la entonación parece estar pidiendo un favor, y su tenue voz deja entrever su extrema timidez.
Tomábamos parte en el campeonato de España por equipos, que se celebraba en Sanxenxo (Galicia), y aquel 21 de noviembre de 2004 mi rival era Magnus Carlsen, quien nueve años y un día más tarde había de proclamarse campeón mundial de ajedrez. "Hay que ganarles cuando son pequeños, luego no se dejan", bromeé en la cena con mis compañeros de equipo. Carlsen, que estaba a punto de cumplir 14 años, había recibido el título de gran maestro pocos meses antes, y ya se perfilaba como una futura estrella de las 64 casillas. Tablas.
Tras el apretón de manos y la protocolaria firma de planillas, Magnus salió pitando, quien sabe si para llegar a tiempo de ver el fútbol -recuerdo que era domingo y el noruego ya era un ferviente seguidor de la liga española- o para conectarse a su ordenador, a chatear y hacer lo que hacen los jóvenes de su edad.
¿Un chico normal o un friqui? Nunca más volví a jugar con Carlsen. La siguiente vez que coincidimos de cerca fue en el año 2008, durante la Olimpiada jugada en Dresde, Alemania. Carlsen, con 17 años, era ya un gran maestro consagrado y ocupaba el cuarto lugar de la clasificación mundial. Nos encontramos en el ascensor del hotel, justo tras acabar la ronda de juego. Quise saludarle, pero no pude: Magnus tenía la mirada perdida y comprendí que en aquel momento estaba en otra galaxia, pensando en su partida.
De hecho, estoy convencido de que ni siquiera se percató de mi presencia. Luego supe que aquel día Carlsen había sufrido su única derrota en el torneo, por lo que consultando la base de datos puedo saber que era 19 noviembre, y solo faltaban 5 años y 2 días para que el nombre de aquel joven acompañara a Fischer, Kárpov y Kaspárov en el olimpo de los elegidos por Caissa, la diosa del ajedrez. Surge la pregunta, ¿es Carlsen un friqui, o un joven normal? Ni una cosa ni la otra.
Comparados con Fischer todos somos normales, y el tópico es recordar las excentricidades del genial norteamericano. Pero para llegar a ser número uno en ajedrez no puedes ser del todo normal. Quizás Carlsen lo oculta mejor que otros, pero en realidad es un fanático que vive por y para el ajedrez. Con su enorme talento, pero también con su entrenamiento sistemático, el noruego se ha convertido en una máquina casi perfecta cuando se sienta frente al tablero de ajedrez.
Un jugador ambicioso. Siguiendo la comparación con Bobby Fischer, se puede afirmar que ningún jugador había demostrado semejante ambición desde entonces, ni siquiera Kaspárov. Al ruso le dolía demasiado perder, y arriesgaba manteniendo un cierto pragmatismo. Carlsen, más frío que Kaspárov, no piensa en la derrota y se limita a jugar. En el aspecto técnico su juego recuerda mucho al de Kárpov, a quien se comparaba a menudo con una anaconda, por su habilidad para ir asfixiando poco a poco a sus rivales. En efecto, el noruego también destaca por su talento para exprimir mínimas ventajas, pero a diferencia de Anatoli, Carlsen también es capaz de imponerse en partidas igualadas, secas y en apariencia imposibles de ganar. Él mismo descubre abiertamente su secreto: "Sigo jugando hasta que el rival acaba cometiendo un error".
El Messi del ajedrez. En ese aspecto, el juego de Carlsen recuerda al primer Barça de Guardiola, a pesar de que el noruego sea un declarado admirador del Real Madrid. No importan los goles ni los puntos de ventaja: mientras el balón rueda el espectáculo debe continuar. Pero Carlsen no es como Guardiola: ambos son inteligentes y excelentes en lo suyo, pero ahí se acaban los paralelismos. El noruego no se siente a gusto frente a las cámaras ni tiene el don de palabra del gran Pep. Ni siquiera le preocupa demasiado lo que piense el público: él es como Messi, que ve un balón y se pone loco. Carlsen ama el ajedrez y le gusta jugar por encima de todo. Ya de pequeño, sus padres tuvieron que servirle la comida en un mesa aparte, para que pudiera tener siempre el tablero delante. A esa tenacidad y su sobresaliente técnica Carlsen añade otra cualidad de enorme importancia: un cálculo casi perfecto, que hace recordar el juego de las máquinas. De hecho, en ocasiones, su cálculo supera al de los entes de silicio, por incorporar la visión estratégica, exclusivamente humana.
El mejor. Como experto, no puedo imaginar un ajedrecista mejor que Carlsen. Quizá en un futuro no muy lejano, injerten a los bebés un chip al poco de nacer. Y uno de esos cíborgs, mitad hombre, mitad máquina, sea capaz de derrotarlo. Sólo entonces tomaremos conciencia de que Carlsen era uno de los nuestros.
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