No tiene que ser fácil ser Luis Enrique. Por supuesto que no debe ser sencillo ser cualquier personalidad conocida a nivel mundial, o nacional, ya puestos, al final las consecuencias suelen ser las mismas: no puedes ni dar un paseo por el acoso de los fans y curiosos. Pero lo de Luis Enrique es otra cosa. Le cae mal a casi todo el mundo. Le cae mal al madridismo por motivos obvios, y al resto de España por su manera de ser, un poco excluyente, con los que no son los suyos. Es famoso y encima cae mal. Doble castigo a su persona. “No voy a caer mal a todos. A algunos les caigo bien”. A los del Barça. Le cae muy bien a todos los culés. Se lo ha ganado.
Hace 20 años, Lorenzo Sanz le dijo que no le iba a renovar el contrato y que se iba a marchar del Madrid. Desde entonces, Luis Enrique, como dijo él mismo, cayó de pie en Barcelona. A la grada del Camp Nou le encandiló que se alejase del enemigo para jurar amor eterno al azul y al grana y Lucho encontró allí la correspondencia que reclamaba y que no obtuvo en Madrid. En Barcelona se enamoró, tuvo a su descendencia. Echó raíces. Y a Barcelona volvió como el elegido para continuar con un proyecto de éxito comprobado que necesitaba y necesita renovación constante. Siete títulos después, el gijonés está sigue de pie en su lugar de acogida.
Ahora ya es complicado echar la mirada atrás, pero Luis Enrique ‘comió mucha mierda’ en el Barça. Sus tres primeros años fueron verdaderamente fructíferos, pero se topó de morros con la era Gaspart y los Petit, Rochemback, Bonano y compañía. Estuvo cinco años sin ganar, viendo cómo lo hacía el Madrid, ese equipo en el que no quería verse ni en cromos. Dejó el fútbol en 2004 ganando su último título en 1999. Especialmente para él, esa sequía era dolorosa, porque la competitividad, el querer ser mejor que el contrario le corre a borbotones por su sangre asturiana.
Y sobre todo para él resulta placentero ser capaz de hacer todo lo que está haciendo en el Barça. No en cualquier equipo, sino en el Barça. Ganar siempre será bonito, pero no tanto como hacerlo en ese club que le dio tanto cuando era jugador y al que le pudo entregar poco en forma de títulos, o al menos no tantas como podía haber hecho. En menos de dos años, Luis Enrique ha levantado las mismas copas que en ocho temporadas como futbolista azulgrana. Siete títulos, cinco de los seis grandes por los que ha peleado. A la altura del mejor Guardiola, muy por encima del mejor Cruyff.
“A mí me va el ritmo, me va la adversidad. Soy así de gilipollas, porque en vez de disfrutar mucho más de las victorias, a mí me va el baile”. Quizá por eso encajara tan bien en el Barça. Porque al Barça le gusta sufrir, le gusta meterse en follones en los que no tiene mucho que ver, entrar en pánico por perder un partido, hablar de conspiraciones porque un árbitro ha decidido señalar penalti en contra. Es historia del Barça. Incluso en los ciclos victoriosos. Ante ellos, Luis Enrique sigue frío como el hidrógeno líquido. Ha recibido tantos golpes que ya no le duelen. Al contrario, le hacen más fuerte. Y 20 años después de fichar por el Barça, Luis Enrique está ahora hecho un toro.
Es consciente de todo lo que ocurre alrededor, de lo que le puede beneficiar a él y su equipo y lo que le puede perjudicar. Hace 17 meses, se percató de que no tenía ni la más mínima opción de dominar un vestuario en el que Messi era tan dios para sus compañeros como para la opinión pública. Dejó hacer al ‘10’ y lo ganó todo. A veces, la mejor decisión es no tomar ninguna. Lo volvió a recalcar después de ganar la Copa del Rey, cuando dijo que fue un partido en el que tuvieron que elegir hacer muchas cosas y renunciar a muchas otras. Renunció a sacrificar a un punta para dar entrada a Mathieu, y acertó involuntariamente, porque se le cayó uno por lesión. Se habría quedado sólo con uno arriba. Acertó en no elegir incorrectamente.
Por supuesto, el devenir de los años creará cuestiones indescifrables sobre qué Barça fue mejor, si el de Cruyff, el de Guardiola o el de Luis Enrique. Qué más dará, en realidad. Por qué elegir si se puede tener todo. Lucho cogió el testigo de una manera de jugar, de entender este deporte que él no había mamado, ni siquiera cuando era jugador. Entendió que esa era la manera exitosa y lo único que hizo fue limitarse a añadirle detalles, por lo mismo: para qué elegir sólo el juego de posición cuando se puede correr. Y de repente, también sabe defender en bloque y sufrir como un equipo agazapado, temeroso. Y eso, encima, le vale para cerrar una temporada “acojonante”.
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