Copérnico y la Iglesia Católica
En 1543, cuando Copérnico publicó su descripción de que la Tierra se mueve girando sobre su eje y dando vueltas alrededor del Sol, uno de los aspectos más revolucionarios de su obra era la afirmación de que lo que decía era efectivamente cierto. La nueva astronomía que proponía no era un mero ejercicio hipotético en cálculos planetarios, sino una descripción de cómo era realmente el sistema solar.
Algunos de sus amigos trataron de ocultar este sorprendente hecho: su De Revolutionibus apareció por vez primera con un prefacio anónimo que efectivamente afirmaba que esta no era la intención de Copérnico. Según el prefacio, escrito por un nervioso amigo que se había encargado de dar a la imprenta la obra de su moribundo autor, Copérnico no pretendía dar a entender nada acerca de la posición y los movimientos reales de los cuerpos celestes. El libro era una mera ilustración de cómo su modelo alternativo de los cielos podía proporcionar una base útil para efectuar cálculos astronómicos.
Aquel prefacio conciliador no engañó a nadie. Las ideas de Copérnico habían estado en circulación desde bastante antes de la publicación del De Revolutionibus y habían sido inmediatamente atacadas por los reformadores protestantes, que las consideraban como una desviación inaceptable de las
Escrituras. Martín Lutero (1483-1546), que insistía en una lectura estrictamente literal de la Biblia –un retorno, según él, al cristianismo original–, calificó a Copérnico de tonto y de astrónomo advenedizo.60 La Iglesia Católica no estaba tan comprometida con el fundamentalismo bíblico y tardó algo más en emitir su condena oficial. Pero a finales del siglo XVI el crecimiento de la amenaza protestante había sensibilizado a la jerarquía eclesiástica ante los retos que se estaban planteando a su autoridad intelectual. El copernicanismo se estaba convirtiendo en uno de estos retos y por consiguiente era preciso cortarle las alas. Como consecuencia, en 1610 se prohibió a los católicos leer las obras de Copérnico (en realidad la Iglesia Católica, de una forma absurda e impotente, se negó autorizar la impresión de ninguna obra copernicana hasta 1822).
Hacia 1630, la mayoría de hombres de ciencia competentes aceptaban que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol, pero este consenso no hizo sino volver a la ciencia más agresiva a la hora de afirmar su derecho a determinar lo que la gente tenía que creer. En 1633, la Inquisición obligó a Galileo a retractarse de su apoyo a Copérnico, cosa que, como es tristemente célebre, este hizo.
Uno de los motivos de que el copernicanismo pudiese eludir al principio la censura de la Iglesia Católica fue que sus implicaciones tardaron un tiempo en asumirse. Sólo cuando la nueva astronomía hubo sido adoptada abiertamente por algunos pensadores, se hizo evidente lo desestabilizadora que podía llegar a ser. Probablemente el ejemplo más flagrante fue el de Giordano Bruno, un famoso fraile que fue quemado en la hoguera en el año 1600. Sus ideas se consideraron tan atroces que se le negó la habitual cortesía de ser agarrotado antes de encender la hoguera. Si alguien dudaba de que unas teorías meramente astronómicas podían tener consecuencias religiosas realmente graves, no tenía más que fijarse en la cantidad de disparates ocultistas en los que creía Bruno.
El copernicanismo ciertamente pareció crecer en mala compañía. Los documentos del juicio de Bruno se han perdido, así que nadie sabe exactamente cuáles de sus herejías fueron identificadas por la Inquisición. Sus variadas obras ofrecen muchos tipos de heterodoxia donde elegir. Bruno se ocupó de teología, de filosofía natural, de una forma excéntrica de lógica y del arte de la memoria, entre otras muchas cosas. Escribió tratados sobre magia, diatribas contra Aristóteles, críticas de la Biblia, poemas cosmológicos y diálogos filosóficos en los que ponía abiertamente en duda las doctrinas cristianas. A veces se presentaba como luterano y a veces como calvinista, pero apenas puede decirse que su auténtica confesión fuese la cristiana.
Estaba fascinado por la magia, obsesionado con todo tipo de fantasías ocultistas y sentía una atracción especial por las religiones del antiguo Egipto.
Fue en parte la influencia de los credos esotéricos del culto al Sol la que llevó a Bruno a aceptar la imagen del cosmos de Copérnico.
Y fue en parte su entusiasmo por las entonces poco conocidas ideas de Lucrecio y de los atomistas griegos lo que le llevó a dar un paso más y a situar el reorganizado sistema solar de Copérnico dentro de un universo infinito:
“Hay una […] sola y vasta inmensidad a la que podemos calificar libremente de Vacío: en él hay innumerables globos como este en el que vivimos y crecemos; declaramos que este espacio es infinito. Pues no hay razón, ni carencia alguna en los dones de la naturaleza […] para no permitir la existencia de otros mundos en el espacio.” (Giordano Bruno, De l’infinito universo e mondi, 1584)
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