jueves, 13 de mayo de 2021

La División Gilita...

¿Desunión estadounidense sin solución? 'VANGUARDIA DOSSIER' El sello de EE.UU., "De muchos, uno", ya indica que la división entre distintas realidades étnicas, culturales, religiosas y más es consustancial al país An angry mob of U.S. President Donald Trump’s supporters stormed into the U.S. Capitol Building as Congress was preparing to certify the results of November’s election after Trump repeatedly said the election was rigged against him. Watch The National live on YouTube Sunday-Friday at 9 p.m. ET Subscribe to The National: https://www.youtube.com/user/CBCTheNational?sub_confirmation=1 Connect with The National online: Facebook | https://www.facebook.com/thenational Twitter | https://twitter.com/CBCTheNational Instagram | https://www.instagram.com/cbcthenational More from CBC News | https://www.cbc.ca/news The National is CBC's flagship nightly news program, featuring the day's top stories with in-depth and original journalism, with hosts Adrienne Arsenault and Andrew Chang in Toronto, Ian Hanomansing in Vancouver and the CBC's chief political correspondent, Rosemary Barton in Ottawa. El asalto al Capitolio a inicios de este 2021 supuso un nuevo hito en la división histórica que ha visto EE.UU. Archivo KENNETH WEISBRODE* 13/05/2021 06:00 1 E pluribus unum. “De muchos, uno”. Son las palabras del gran sello de los Estados Unidos de América. Están ahí no como explicación del nombre del país, sino como repetición de una afirmación. Hay varios estados, pero están unidos. Es una afirmación sencilla pero, al mismo tiempo, compleja. ¿Es Estados Unidos un país o muchos? Si resulta que es las dos cosas al mismo tiempo, ¿qué lo mantiene unido? A esa incertidumbre se añade una pregunta relacionada con el tiempo: ese de indica que el pueblo estadounidense fue una vez muchos pueblos y que más tarde se convirtió en uno solo. De modo que ¿qué ocurre con el recuerdo de quienes eran esos estadounidenses en plural antes de convertirse en uno? ¿Y qué significa en realidad uno? Es importante no perder de vista estas preguntas básicas pero difíciles cuando se trata de comprender los estados supuestamente divididos de América y si un nuevo Gobierno será capaz de sanar las divisiones. La división no es nada nuevo para Estados Unidos ni para el pueblo estadounidense. El país ha estado dividido (y lleva dividiéndose) desde que se fundó, e incluso antes. Las divisiones en sí mismas no son notables. Son las divisiones habituales en la mayoría de las sociedades y se derivan de la naturaleza humana: tribu, confesión, clase, origen, apariencia, estilo de vida, creencias, etcétera. La mayoría de las personas en la mayoría de los lugares vive según esas divisiones, o identidades, como la gente prefiere hoy llamarlas. En otras palabras, la mayoría se ve en contraposición con otros; incluso en el seno de las familias, los pueblos, las ciudades y los países. Uniformed military personnel walks in front of the White House ahead of a protest against racial inequality in the aftermath of the death in Minneapolis police custody of George Floyd, in Washington, U.S. June 6, 2020. REUTERS/Lucas Jackson Militares marchan en frente de la Casa Blanca durante unas protestas en el 2020 por la muerte de George Floyd. Reuters Pero la identidad constituye en la mayoría de los países el núcleo del orden político y social. A los niños se les enseña que pertenecen a una tribu, una confesión, una raza, un grupo étnico, un país. El nosotros y ellos es una creencia adquirida. No resulta menos poderosa por ser inventada. Los estadounidenses que se enorgullecen de la apertura y la tolerancia de su sociedad no son en ese sentido diferentes de otras personas. El estadounidense típico es a la vez todos ellos en todas partes (una especie de microcosmos de la humanidad) y un individuo estrecha e incluso provincianamente definido con un aspecto, acento, estilo de vida y también un modo de andar particular, como puede decir cualquiera que haya visto a turistas estadounidenses en el extranjero. Son muy fáciles de identificar, incluso desde lejos. La palabra que a los estadounidenses les gusta usar para describir esa combinación de identidad colectiva e individual es excepcional. Los estadounidenses dicen que ellos y su país son excepcionales porque cualquiera puede convertirse en estadounidense. No hay una nación estadounidense en el sentido tradicional. Estados Unidos es una nación de naciones. Y cualquiera puede unirse siempre y cuando suscriba el credo nacional que es e pluribus unum con el añadido de unos pocos detalles más. El país ha estado dividido desde que se fundó, e incluso antes En otras palabras, Estados Unidos es excepcional porque, de acuerdo con el credo nacional, solo se basa en una idea singular. Esa idea es la idea de sí mismos en tanto que unidos. Los estadounidenses dicen que no hay otro lugar en la tierra que permita a una persona reinventarse mediante el simple hecho de creer en una idea y jurar seguir las leyes y la Constitución basadas en ella. Los estadounidenses veneran su Constitución, al menos en abstracto. Comienza con las palabras “Nosotros, el pueblo”, y es la raíz de su nación. Es la constitución escrita más antigua que aún está vigente. Una de las razones es su vaguedad y flexibilidad, puesto que puede ser enmendada indefinidamente. Se ha transgredido en muchas ocasiones, pero eso es también, de modo extraño, parte del origen de su fortaleza. Es interpretada y reinterpretada constantemente, y en esas reinterpretaciones encuentra, cabe esperar, un renovado sentido de unidad. Es decir, hasta ahora. La mayoría del pueblo estadounidense ha votado no reelegir a Donald Trump. Sin embargo, más de 70 millones lo han hecho en sentido contrario. Han votado a favor de un hombre cuya pretensión al poder y la influencia se basa en su capacidad de sembrar división. Mucho se ha debatido acerca de cuánto ha sembrado y cuánto ha cosechado, porque el país era divisible y se dividió mucho antes de que llegara a la presidencia. Sin embargo, poco se debate sobre la conformidad entre la retórica de Trump y sus acciones. La mayoría de los presidentes estadounidenses, incluso si ven o crean más división de la encontrada al acceder al cargo, suelen aferrarse a la retórica de ser un “unificador, no un divisor”. Ésas fueron las palabras que George W. Bush se aplicó a sí mismo. Barack Obama lo imitó diciendo que no hay unos Estados Unidos azules, ni unos Estados Unidos rojos, sólo unos Estados Unidos de América. A pesar de ello, el país siguió dividiéndose en múltiples tonos de azul y rojo, asociados con el Partido Demócrata y el Partido Republicano, respectivamente. Trump no jugó a ese juego. Sólo se comprometió a unir al pueblo tras él mismo. Habló en términos estalinistas de los “enemigos del pueblo”, pero lo hizo solo para separar a sus seguidores de aquellos a quienes declaró sus enemigos. Así que no constituye ninguna sorpresa que, cada tres por cuatro, alguien en algún lugar de Estados Unidos afirme que el país está más dividido que nunca. U.S. President Donald Trump, first lady Melania Trump, former President Barack Obama, former first lady Michelle Obama, former President Bill Clinton, former Secretary of State Hillary Clinton, former President Jimmy Carter and former first lady Rosalynn Carter participate in the State Funeral for former President George H.W. Bush, at the National Cathedral, Wednesday, Dec. 5, 2018 in Washington. Alex Brandon/Pool via REUTERS TPX IMAGES OF THE DAY Los expresidentes de EE.UU. Donald Trump, Barack Obama, Bill Clinton, y Jimmy Carter durante el funeral de estado organizado en honor a George H.W. Bush en el 2018. Reuters ¿Es eso cierto? No existe ninguna encuesta perfecta, ningún instrumento que sirva para determinar cuán unido o dividido está un país en un momento dado. Desde luego, Estados Unidos no parece estar más dividido hoy que en otros momentos desde 1860-1865, cuando se libró una brutal guerra civil. Ha habido muchos otros momentos en que las divisiones y las hostilidades han sido tan intensas y generalizadas que algunos temieron por la supervivencia de la república. Tal vez estemos en uno de esos momentos. O tal vez no. Si los estados estadounidenses dejan un día de estar unidos de verdad y pasan de uno a muchos, eso es algo que podría suceder antes de que nadie se diera cuenta. El regalo que deja Trump es haber descorrido el telón y ofrecido al pueblo estadounidense un vislumbre de ese futuro. A la mayoría de ciudadanos, al menos, la que han visto no les ha gustado y han votado volver a correr el telón con Joe Biden. Ahora bien, la desunión futura sigue siendo una posibilidad, como siempre lo ha sido. Orígenes divididos Cuando los europeos se establecieron a finales del siglo XVII en América del Norte, no encontraron grandes imperios como los que existían en América Central y Sudamérica. La población autóctona estaba dividida en numerosos grupos tribales, con unas pocas federaciones, pero sin un gran sistema político unificado. Casi desde el momento en que esos europeos pisaron tierra, la relación entre ellos y los americanos nativos no fue de disputa o abierta hostilidad, sino de rivalidad y colaboración fluctuantes y negociables. Las dos últimas cualidades eran intrínsecas, por así decirlo. Los europeos eran débiles y necesitaban urgentemente ayuda para sobrevivir en un lugar nuevo y extraño. La población local codiciaba las armas y la tecnología europeas, así como la lealtad contra los enemigos locales. Ambos usaban (o se oponían) al otro, y con ello se multiplicaban las divisiones. ¿Y quiénes eran esos europeos? No existía en aquel momento una nación o grupo étnico europeo. Procedían de muchos principados diferentes y de una o dos repúblicas. La mayor parte de América del Norte acabó reclamada por los monarcas ingleses, franceses y españoles, y la América del Norte británica, de la cual surgió Estados Unidos, fue repoblada principalmente por población procedente de las islas británicas. Sin embargo, incluso esas personas tenían poco en común, aparte de ser europeos trasladados. Algunos eran disidentes piadosos que huían al Nuevo Mundo para practicar su religión sin ser perseguidos. Otros llegaron con la idea de conseguir propiedades. Otros más cruzaron el océano sin otra razón particular que escapar de una vida que no deseaban en el Viejo Mundo. Hubo casi tantas razones para reasentarse en América como personas que cruzaron el Atlántico. Las divisiones son las habituales en la mayoría de las sociedades y se derivan de la naturaleza humana: tribu, confesión, clase, origen... Sus asentamientos a medida que crecieron en los siglos XVII y XVIII a lo largo de la costa atlántica también fueron conocidos por su diversidad, reflejo de las divisiones del Viejo Mundo que se multiplicaron en el Nuevo. Las trece colonias británicas que acabaron por formarse fueron como países diferentes. Algunas iniciaron su vida como compañías privilegiadas bajo una carta real. Otras como colonias reales. Algunas ni siquiera habían sido inglesas o británicas al principio. Nueva York comenzó como Nuevos Países Bajos, una colonia neerlandesa; también hubo una Nueva Suecia, unos pocos kilómetros al sur. Los individuos y las posteriores familias que poblaron esas colonias procedían de muchas partes de las islas británicas y de fuera de ellas. Nueva Amsterdam (más tarde, la ciudad de Nueva York), por ejemplo, era casi tan políglota y multiétnica en el período colonial como lo es hoy. Al fin y al cabo, era un importante puerto marítimo. En sus calles podían verse personas de todas las etnias humanas y oírse decenas de idiomas y dialectos, además de las variedades del neerlandés y el inglés. Lo sabemos no sólo gracias a los relatos contemporáneos, sino también por el análisis de los restos de antiguos cementerios. No debería sorprender que esa nueva ciudad se hiciera famosa por ser una de las menos gobernables, pero de alguna manera una de las más tolerantes, de la América colonial. Otras colonias fueron más conocidas por su intolerancia. La bahía de Massachusetts, por ejemplo, había sido colonizada por puritanos, que, como su nombre indica, no eran muy proclives a la diversidad de opiniones o procedencias. Aunque habían sido perseguidos en Inglaterra por pensar de modo diferente, su resolución de construir una comunidad celestial en la tierra dejaba poco margen a los librepensadores. El destino habitual de esas personas era, si no la ejecución (como les pasó a los cuáqueros), el exilio. Y así, los puritanos retrasladados fueron fundando, por toda la región de Nueva Inglaterra, muchas otras comunidades, cada una de ellas intolerante a su manera. Una familia amish en el condado de Lancaster. Pensilvania Una familia amish en el condado de Lancaster, Pensilvania, EE.UU. Bastiaan Slabbers La religión cuáquera es un caso particularmente interesante, porque sus seguidores lograron convertir a un próspero inglés llamado William Penn. Penn fundó la colonia de Pensilvania como refugio para los cuáqueros; ahora bien, al igual que Maryland, fundado anteriormente como refugio para los católicos romanos, muchos, si no la mayoría, de los que se establecieron allí no eran de la religión del propietario, sino sencillamente personas que aprovecharon la oportunidad por distintas razones. El resultado fue, en ambos casos, una colonia dividida contra sí misma y, por supuesto, un mayor sentimiento de especificidad. Cuando el joven Benjamin Franklin dejó a su familia en Boston, Massachusetts, y viajó para hacer una nueva vida en Filadelfia, la principal ciudad de Pensilvania, describió su llegada casi como si encontrara otro universo. Era incapaz de comprender lo que le decían: Filadelfia por entonces tenía muchos colonos galeses, así como alemanes (los alemanes de Pensilvania), una moneda diferente, los edificios, los sonidos, los olores... todo era diferente. Franklin propondría mucho más tarde para las trece colonias una de las primeras federaciones políticas: el llamado Plan de Unión de Albany, similar, según se dijo más tarde, a la Confederación Iroquesa de naciones nativas americanas que habían integrado un vasto territorio justo al oeste de las trece colonias. También fue Franklin quien diseñó el famoso “unirse o morir” con la imagen de una serpiente dividida en segmentos rotulados con los nombres de las diferentes colonias, lo que implicaba que el animal no sobreviviría mucho tiempo o, para introducir una metáfora de la revolución estadounidense, “no debemos descolgarnos unos de otros o, con toda certeza, colgaremos todos por separado”. El espíritu de división dio lugar, por lo tanto, a una pasión por la unidad en la América colonial. Lo primero, la división, era el estado natural de las cosas; lo segundo, la unidad, era la consecuencia o la prueba necesaria de la voluntad política de sobrevivir. Los estadounidenses lograron con esfuerzo pasar la prueba de conseguir la unidad y ganar su guerra de independencia contra el imperio británico. Sin embargo, no tardaron mucho en fracasar como república independiente. Controles y equilibrios La Constitución de Estados Unidos es un documento notable. La estructura federal que creó establece un equilibrio entre los estados grandes y pequeños; entre las fuerzas centrípetas y centrífugas del poder nacional; entre los estados y el gobierno central (o federal); entre los poderosos y los débiles. Todo eso es cierto, en principio. En la práctica, la fortaleza y la supervivencia de la Constitución y el sistema que creó han estado en constante riesgo de fracaso. En otras palabras, la república estadounidense ha sido un experimento puesto a prueba una y otra vez. Muchas pruebas se han producido por circunstancias no contempladas por la Constitución. Una de ellas son los partidos políticos. Los fundadores los llamaron facciones y, por lo general, advirtieron contra ellos. Eso no impidió que los fundadores se dividieran en facciones durante la primera Administración presidencial de George Washington. Los federalistas se separaron de los antifederalistas, con alas o subdivisiones en el interior de cada facción. Eso continuó durante los siglos XIX y XX, con la sustitución del primer sistema de partidos de federalistas y antifederalistas por el segundo sistema de partidos de whigs y demócratas y luego por el tercer sistema de partidos de republicanos y demócratas. La Constitución y los controles y equilibrios promovidos por ella hacen que sean la persuasión y el compromiso, más que la oposición por sí misma, las características fundamentales de la política estadounidense El término sistema es apropiado. Porque lo notable en esas divisiones faccionales es lo estable que ha sido el sistema en general. A diferencia de la mayoría de las democracias modernas, Estados Unidos sólo tiene dos partidos políticos principales que, en el fondo, han servido como agentes unificadores al salvar las divisiones regionales y de otro tipo actuando como coaliciones. Y como ya se ha señalado, la Constitución original sigue vigente. La Constitución y los controles y equilibrios promovidos por ella hacen que sean la persuasión y el compromiso, más que la oposición por sí misma, las características fundamentales de la política estadounidense. Es muy difícil hacer algo en el Gobierno de Estados Unidos sin persuadir de ello a un número significativo de personas. Ese sistema se ha roto ocasionalmente. Ya en la segunda década del siglo XIX hubo una amenaza de secesión de la Unión. El peor momento llegó en 1861 cuando las divisiones de los partidos políticos reforzaron, en lugar de contrarrestar, una división regional sobre la cuestión de la esclavitud. La cuestión fue resuelta por medio de una sangrienta guerra civil que casi fue testigo del suicidio de Estados Unidos. Sin embargo, el país sobrevivió y pasó a referirse a sí mismo en singular: dejó de decirse “los Estados Unidos son”, como había ocurrido antes de la guerra, y pasó a decirse “Estados Unidos es”. Tras la guerra de Secesión, el bloque llamado Sur Sólido siguió siendo demócrata, pero el sistema de partidos recuperó parte de su capacidad para establecer coaliciones interregionales, ya que el Partido Demócrata recuperó el apoyo de los trabajadores urbanos del norte y, por su parte, el Partido Republicano siguió siendo fuerte entre los agricultores del Medio Oeste, entre otros. Hoy en día, como consecuencia del cambio político desencadenado por el movimiento en favor de los derechos civiles en la década de 1960, el sur es en gran medida republicano (los llamados estados rojos), pero es cada vez un bloque menos sólido. Por otra parte, el país se ha vuelto más diverso, aunque al mismo tiempo más fluido en sus lealtades. En 1861, pareció una decisión evidente que el general Robert E. Lee rechazara la oferta de Abraham Lincoln de dirigir el ejército de la Unión porque, si bien no estaba de acuerdo con todos los objetivos de la Confederación, su principal lealtad era hacia su estado, Virginia, que se había unido a ella y albergaba su capital, Richmond. Y Lee pasó a dirigir el ejército de Virginia septentrional, el principal ejército confederado. Muchos siguen sintiéndose hoy orgullosos de sus ciudades y sus estados, pero pocos (cabe esperar) se levantarían en armas en su nombre contra el Gobierno estadounidense. Identidad y elección A pesar de no estar muy versada en esa historia ni en derecho constitucional, la mayoría de los estadounidenses comparte ese legado y sigue ciertos patrones. Uno de esos patrones, que se eleva ahora a la categoría de axioma, es que unidad y división no son polos opuestos en Estados Unidos. Ocurre, más bien, que Estados Unidos está unificado y dividido al mismo tiempo; ser estadounidense es ser muchas otras cosas a la vez. El escritor de principios del siglo XX Randolph Bourne describió muy bien esa cualidad en un famoso artículo titulado “Trans-National America”. Se centró, como hace gran parte del discurso actual un siglo después, en la etnicidad. El estadounidense típico, afirmó, no flota en un crisol, sino que es un orgulloso compuesto: irlandés-estadounidense, afro-estadounidense, mexicano-estadounidense, etcétera. El viejo dicho, “unidos nos mantenemos en pie, separados caemos”, no es cierto. Ser con guión es ser estadounidense porque ser estadounidense significa poder celebrar cualquier identidad étnica o de otro tipo que uno elija. A los extranjeros e incluso a muchos estadounidenses les parece que la fuente de la desunión es la obsesión del país por discutir sobre políticas de identidad. Lo es y, al mismo tiempo, no lo es. También ese asunto se remonta a la Constitución, o mejor dicho, a la Primera Enmienda, que comienza afirmando que Estados Unidos nunca podrá poseer una religión oficial pero, al mismo tiempo, que nunca podrá prohibir a nadie la práctica de una religión concreta. Entender la religión en sentido amplio como un conjunto de creencias y afiliaciones, esa es la esencia del e pluribus unum: estamos unidos en nuestras divisiones. Eso da lugar a una cultura muy polémica y problemática. Sin embargo, diferencia, diversidad, división y desunión no son todas iguales. ¿Está Estados Unidos más dividido ahora que nunca? ¿Más dividido que hace más de 200 años, cuando apareció el primer sistema de partidos con su encarnizada retórica? ¿Más dividido que durante la guerra civil? ¿Más dividido que durante la década de 1890, cuando la economía se derrumbó y las empresas contrataron a pistoleros contra los huelguistas o que en la década de 1930 durante la mayor depresión económica de la historia del país? ¿Más dividido que durante la también encarnizada lucha entre intervencionistas y aislacionistas en 1940 y 1941? ¿Más dividido que durante la guerra de Vietnam, cuando padres e hijos actuaron como si vivieran en planetas diferentes? Un soldado survietnamita y uno estadounidense sobresalen de la vegetación durante la guerra de Vietnam. Un soldado survietnamita y uno estadounidense sobresalen en la vegetación durante la guerra de Vietnam. Archivo Resulta imposible dar una respuesta clara e inequívoca a esas preguntas subjetivas. Baste decir que Estados Unidos y el pueblo estadounidense siguen estando muy divididos. Están divididos incluso sobre la definición de división, como ha dicho recientemente el periodista Mehdi Hasan: “La gran división en la vida política estadounidense no es en este momento entre izquierda y derecha, sino entre equilibrados y desequilibrados. La gran división en los medios de comunicación estadounidenses es entre los que están dispuestos a llamar desequilibrado a alguien y los que quieren fingir que no existen”. Tal vez. Pero ¿qué piensan los supuestos desequilibrados? La historia de la actual política divisiva y sectaria es bastante reciente. Según la mayoría de los relatos, se remonta a la década de 1990, cuando tras la guerra fría algunos estadounidenses buscaron nuevos enemigos contra los que luchar. En la mayoría de las simplificaciones, siempre hay un grano de verdad; y, en este caso, es difícil negar que el tenor de la política estadounidense cambió significativamente en algún momento en torno a 1994. En ese año el Partido Republicano recuperó, en lo que llamaron una “revolución republicana”, la Cámara de Re-presentantes por primera vez desde 1952. Dirigida por un enérgico e irascible político de Georgia, Newt Gingrich, los republicanos de la Cámara de Representantes dejaron de decir, como había hecho Ronald Reagan, “el Gobierno es el problema” y pasaron a decir que el Gobierno, en concreto el Gobierno dirigido por el Partido Demócrata, es el enemigo. La sórdida batalla en torno al proceso de destitución y el juicio político de Bill Clinton fueron parte de esa nueva guerra. El cambio de tenor político coincidió con otras dos tendencias: por un lado, los avances tecnológicos, primero en las noticias por cable durante 24 horas, los programas de debate radiofónicos (talk radio) y más tarde las redes sociales, con sus importantes efectos en el ritmo y el alcance de la retórica hostil; y, al mismo tiempo, la predilección del pueblo estadounidense por la ambivalencia, o lo que se denomina Gobierno dividido. Los fundadores creyeron que un Gobierno central controlado, equilibrado y, por lo tanto, débil, sería algo positivo porque permitiría al pueblo estadounidense llevar una vida sin demasiadas interferencias por parte del Estado. Sin embargo, el Gobierno dividido de hoy no desempeña ese papel. Por el contrario, sigue siendo algo grande y sigue interfiriendo, aunque se muestra cada vez más incompetente en las tareas más básicas que se suponen que tienen que realizar los gobiernos, como aprobar un presupuesto y dar respuesta a una gran crisis de salud pública. Cabría haber imaginado que la crisis de la covid uniría al pueblo estadounidense contra un enemigo común. Al contrario, ha seguido dividiéndolo y de formas cada vez más extrañas, como ha ocurrido con las mascarillas Cabría haber imaginado que la crisis de la covid uniría al pueblo estadounidense contra un enemigo común, como han hecho en el pasado las grandes crisis nacionales. En vez de eso, hasta ahora ha seguido dividiéndolo y de formas cada vez más extrañas, como ha ocurrido con la politización del uso de mascarillas. Desde la década de 1990 se ha vuelto común hablar no sólo de partidos políticos en guerra sino también de culturas en guerra; y eso es lo que representa la lucha en torno a las mascarillas y tantas otras cosas, desde las armas hasta los títulos académicos. George W. Bush acertó al resumir su política de “guerra contra el terror” en la frase “con nosotros o contra nosotros”. No constituye exageración alguna decir que la mayoría de estadounidenses ve hoy en su propio país las culturas en guerra con esa plantilla. La pregunta que debemos responder es: ¿adónde nos llevará esto? Tradicionalmente, los estadounidenses han confiado en sus instituciones, tanto públicas como privadas, y en su talento y pasión por la organización (las pequeñas asociaciones privadas que tanto impresionaron a Tocqueville) para contrarrestar y atenuar sus múltiples divisiones. A primera vista, hay muchos menos entornos y organismos de ese estilo: menos centros comerciales, menos cines, menos ligas de bolos, menos cadenas de televisión nacionales y menos programas de televisión que todo el mundo ve y comenta, menos acontecimientos deportivos estelares. Incluso uno de sus deportes solitarios más solitarios, la pesca con mosca, es social, según Lee Wulff, campeón de esa modalidad. Hoy en día es al revés: incluso los deportes más sociales son solitarios. La razón es que todo lo siguiente resulta más habitual: los estadounidenses compran más que nunca y lo hacen on line, en la intimidad de sus hogares; también en casa juegan a videojuegos; las opciones de entretenimiento de las que dispone el estadounidense típico on line o por la radio o la televisión por cable hacen que sea casi imposible creer que hace poco sólo había tres grandes cadenas de televisión realmente nacionales; y la menor asistencia a los partidos de béisbol, fútbol americano y baloncesto es contrarrestada por el aumento del seguimiento de otros deportes, desde las artes marciales mixtas hasta las carreras de la Nascar. Sep 27, 2020; Las Vegas, Nevada, USA; NASCAR Cup Series driver Alex Bowman (88) and driver Denny Hamlin (11) lead the field during the South Point 400 at Las Vegas Motor Speedway. Mandatory Credit: Gary A. Vasquez-USA TODAY Sports Carrera de la Nascar en Las Vegas, Nevada, EE.UU., a finales del 2020. Reuters El pluribus de la cultura estadounidense apuntado aquí apenas supone un rasguño en la superficie del cambio en las otras instituciones públicas del país, desde los sindicatos hasta las cámaras de comercio, pasando por las iglesias y las escuelas. Persisten y en algunas zonas se han multiplicado, pero también han visto reducido el papel que desempeñan en la vida de la mayoría de los estadounidenses. Esta tendencia coincide con otra tendencia contrademográfica: la población se concentra cada vez más. Alrededor de un 86% de los estadounidenses vive hoy en zonas metropolitanas, es decir, en las ciudades y sus afueras, y allí produce casi todos los ingresos del país. Está concentrada, pero también dividida: según la mayoría de las mediciones, el nivel de desigualdad socioeconómica está en su punto más alto desde la década de 1920. Es cierto, pues, que los estadounidenses están tan divididos como siempre, solo que de modos diferentes y tal vez mayores. También es cierto que siguen uniéndose, y también de modos diferentes. Estados Unidos continúa siendo un país con un número casi incontable de etnias, confesiones, tribus, credos, clases, ocupaciones, hábitos, géneros y entretenimientos. Y, sin embargo, sigue existiendo en cierto modo como una sola nación, a pesar de los enormes esfuerzos de sus dirigentes por dividirla, incluido con distinciones entre divisores y unificadores o, presumiblemente en el caso de Joe Biden, sanadores. La pregunta sobre qué impide que se descomponga es tan compleja como el hecho de dominar sus múltiples divisiones, porque si algo se puede decir de Estados Unidos y de su pueblo es que han conservado su capacidad para sorprender. La mejor pregunta que se puede hacer es si esa capacidad para la unidad es hoy el legado de su excepcional fundación o si, en algún momento de los últimos años, ha pasado a ser algo diferente. Eso significaría que Estados Unidos ha trazado una firme línea entre el pasado y el futuro, y que ha decidido por fin convertirse en otro país predecible, con todas sus divisiones e imperfecciones. * Escritor e historiador. Su último libro, en colaboración con el embajador James Goodby, es Practical Lessons from US Foreign Policy: The Itinerant Years.

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