MAGOS Y TRILEROS DE LA DESIGUALDAD
Por Luis Molina Temboury, economista y miembro de Economistas Frente a la Crisis
El modelo económico global se dirige hacia un ajuste inevitable, porque un sistema que impulsa una desigualdad extrema y creciente, excluyendo del progreso a un alto porcentaje de la población, tiene dos salidas previsibles: el exterminio de los que sobran o la recomposición del orden económico y social para que nadie sobre.
Para solucionar el problema de los refugiados, los dirigentes de la Unión Europea, imbuidos de espíritu neoliberal, han optado por la primera opción. Prefieren cualquier cosa antes que reconocer que su sistema de la desigualdad extrema y creciente necesita profundas reformas, que no consisten precisamente en aplicar austeridad a los de abajo, como vienen practicando. Pero como el exterminio directo de los refugiados es, hoy por hoy, inaceptable, han decidido que los ciudadanos comunitarios paguemos, nos guste o no, para que Turquía los haga desaparecer ¡birlibirloque! tras las fronteras de la Unión. Lo que no podrán evitar es que cualquiera descubra su magia de trilero. Bastará con asomarse tras el alambre de espino para ver lo que ocurre con sus expulsados por contrata. Bombas de humo y pelotas de goma contra los niños, por ejemplo, o, comoha denunciado Amnistía Internacional, devoluciones en masa de familias de refugiados al mismo escenario de guerra del que huyeron. Y por si ese exterminio en diferido fuese poco vergonzante, un populismo nacionalista, autoritario y xenófobo, partidario de aplicar medidas más radicales contra los que sobran, sigue ganando terreno, elección tras elección, en los estados comunitarios. La nueva Europa de las desigualdades extremas, acaudillada por el fanatismo neoliberal, se apresta a traicionar “idealismos trasnochados” para revolcarse en su recurrente pasión autodestructiva.
Al otro lado del Atlántico, el ajuste necesario ante el crecimiento de la desigualdad se ha hecho visible en la carrera presidencial norteamericana. Por un lado, un campechano multimillonario representante del más puro poder de la élite, Donald Trump, viene señalando a los inmigrantes y musulmanes que le sobran como culpables del desaguisado que ha organizado su propio club, donde él ejerce de rebelde caprichoso. Trump es un problema para el propio establishment. Ha sido muy eficaz divulgando que “los mejores están arriba”, pero ha cometido la torpeza de incluir a su propia élite en el enfrentamiento de “todos contra todos” (¡sólo los de abajo, Donald!) artimaña hasta ahora muy rentable para disimular el conflicto creciente entre arriba y abajo.
Al nacionalismo de Trump le sobra el establishment político y gran parte del mediático. Eso le proporciona apoyo popular, pero preocupa en la cúspide de la desigualdad, acostumbrada a colaborar estrechamente (véase su formidable resistencia al desmantelamiento de los paraísos fiscales) y lavar los trapos sucios en familia. La estrategia de Trump, como la de la extrema derecha europea, podría derivar en un orden autoritario que facilitase acabar con los que sobran, pero también podría dar paso a un violento desorden ya nada conveniente a la minoría de arriba. Son paradojas de una democracia, que va sobrando también, en una sociedad con desigualdades extremas y crecientes.
Hillary Clinton, por su parte, propone a los estadounidenses un programa reformista al rescate de los que van sobrando, pero poco detallado y preciso, en ese estilo de prometer grandes cambios que puedan quedar después en cosméticos. Como la desigualdad se pregona consustancial e inevitable, muchos votantes han aprendido a perdonar el quiero y no puedo de los políticos frente a los poderosos. Y los políticos del establishment, como los republicanos Marco Rubio y Ted Cruz o la demócrata Hillary Clinton, se aplican en aparentar que la desigualdad les importa transformándola ¡abracadabra! en pobreza. Otro truco de trilero. A un lado los buenos y triunfadores ricos, a los que nada hay que exigir ni reprochar, y al otro esos perdedores pobres, a los que habrá que redimir, siempre que lo permita el presupuesto, de su negligente falta de iniciativa.
La ideología neoliberal, insensible al sufrimiento de los de abajo, empieza, afortunadamente, a tambalearse. El truco de disociar riqueza y pobreza para no hablar de la desigualdad ya no cuela. A una porción creciente de votantes, asombrados por la codicia sin límite de los de arriba, el voluntarismo caritativo de algunos grandes ricos les sabe a poco. También hace aguas el eslogan de que “el dinero está mejor en los bolsillos de la gente”, cuando ha quedado al descubierto que los grandes ricos no pagan impuestos. De entre ellos, algunos, con cara de hormigón, lloriquean por lo mucho que tendrían que pagar si no fuese por sus queridos paraísos y predican la desaparición de los impuestos para todos. No quieren ser grandes gorrones sino adelantados de una nueva era sin impuestos ni estados en la que impere “lo que todos queremos: tener más que nadie”. Pero las falacias ideológicas que sostienen el modelo de la desigualdad extrema y creciente tienen ya difícil digestión. Trucos de mal trilero al descubierto.
El hundimiento de una organización social imposible alumbra, de vez en cuando también, síntomas positivos que indican que la balanza del ajuste necesario podría inclinarse al lado contrario de la aniquilación de los que sobran, hacia una refundación real del capitalismo. Ahí parece estar Bernard Sanders, el otro candidato demócrata, que ha ilusionado a muchos jóvenes norteamericanos con un discurso centrado en el verdadero y único problema, la desigualdad, porque de ella derivan todos los demás: el cambio climático (bien claro queda en el último libro deNaomi Klein), las guerras, la corrupción, la vulneración de los derechos individuales o los ataques, ya descarados, contra la democracia.
Bernie Sanders anima a confrontar la desigualdad sin complejos ni sometimiento, exigiendo a los grandes ricos que dejen de parasitar a la mayoría y arrimen el hombro para paliar el sufrimiento de las legiones de norteamericanos pobres. Sanders no contaba con un poderoso complejo económico, mediático y político que le apoyara, por lo que, después de las primarias de Nueva York, es casi seguro que Hilary Clinton sea la próxima candidata demócrata, y esperemos que también la primera presidenta de EEUU. Si es así, nos habremos librado de la escalofriante deriva autoritaria de Trump. Y puede ser también que Clinton, como hizo Obama, incorpore a su gobierno al rival de su propio partido y los cambios lleguen a ser algo más que maquillaje. En pocos meses veremos si el orden de la desigualdad extrema y creciente continúa su fantástico viaje, más despacio o más deprisa, a ninguna parte, o si un decidido giro de timón empieza, por fin, a revertir la desigualdad.
Aunque Sanders no llegue a la Casa Blanca, el emerger de este raro político marcará un antes y un después ante las reformas pendientes y cada día más urgentes del capitalismo. Porque contraponer la ideología dominante, que pretende ignorar la desigualdad o minimizarla como un mal menor, destapando las mentiras que la sustentan, es la clave para inclinar la balanza, mejor antes que después, hacia un ajuste del sistema global para que nadie sobre.
Tras el debate político norteamericano están los datos del gráfico adjunto, que muestran que el país más rico del mundo tiene una desigualdad todavía mayor que la Unión Europea, que ya es decir. El gráfico representa el reparto de patrimonio o capital patrimonial, el verdadero poder. El reparto de las rentas, aunque también escandaloso, es menos desigual, pero al poderoso, como al cacique, se le distingue por lo que tiene, no por lo que gana. Las grandes rentas no son más que un medio de engrosar los patrimonios.
Por más que sabido, resulta asombroso que el 30% de los estadounidenses posea sólo deudas, y bastante abultadas: el 0,4% (en negativo) de toda la riqueza conjunta, es decir, que tienen mucho menos que nada. Sumados con el decil contiguo se infiere que el 40% de la población de EEUU sólo posee el 0,2% de la riqueza de su país. Para los defensores de la beatífica mano invisible que autorregula mágicamente los mercados, ese 40% se compone principalmente de indolentes, vagos e inútiles. Excedentes de una sana competencia alentada por una no menos benefactora desigualdad. ¿Debieran pagar los ricos para que todos esos sobrantes tengan una vida digna? De ninguna manera, dirán los escuderos neoliberales. Que se busquen la vida. El que valga destacará, que el mercado proporciona oportunidades a ricos y a pobres por igual. Y quien no destaque, tendrá lo que se merece. Por mucho que nos sorprenda, seguirán predicando estos y otros alucinantes dogmas de su fe, como la privatización de los servicios básicos, la desregulación total de los estados o la desaparición de los impuestos, esencias que se condensan en su pretensión de que la cumbre final de la historia económica y social es una desigualdad tan natural como las estrellas del firmamento.
Volviendo a tierras de Norteamérica, del extremo superior del gráfico se deduce que un 10% de la población estadounidense, los más ricos, posee el 75,6% de la riqueza de su país. Y el famoso 1% acapara nada menos que el 37,3%. Es aquí, efectivamente, como denuncian tantos jóvenes en sus pancartas, donde se encuentra el núcleo duro del poder. Un poder faraónico, casi omnímodo, porque ese 1%, no es que “controle” el 37,3% de la riqueza privada de EEUU, sino que mueve todos los hilos de la economía de su país y de gran parte del mundo. Su 37,3% es suyo y de nadie más, y harán con él lo que les plazca. Pero una buena porción de ese porcentaje se dedicará a controlar los flujos económicos, las rentas, para que vuelvan convertidas en mayores patrimonios a manos de su señor. A ese mágico programa sirven las puertas giratorias de los políticos, los paraísos fiscales, los sueldos astronómicos de los directivos, los consorcios mediáticos, las corporaciones que monopolizan los mercados, el casino financiero o el control “anónimo” de las empresas por unos consejeros que multiplican sus sillones en los consejos de administración. Como muestra de esto último, según este interesante estudio con datos de hace diez años, 1.400 personas, el 0,035% de la población española controlaba entonces el 80,5% del PIB. En su actualización de 2013, el autor explica que hay una progresión de “inversores sin fronteras”, sociedades y fondos de inversión, mayoritariamente de Wall Street y la City londinense, que controlan el 80% de la red empresarial mundial.
De todos los trucos de trilero de la ideología neoliberal, probablemente el más vistoso y sorprendente es habernos hecho creer que los culpables de la patética situación del conjunto de los seres humanos y de la devastación ecológica del planeta son entes misteriosos, escurridizos y cambiantes, como son las grandes corporaciones o los mercados financieros. Porque tras las vistosas marcas y zocos del tocomocho, como tras las máquinas, no hay más que seres humanos que los controlan, grandes ricos que no necesitan tener más, inmersos en una angustiosa y frustrante competición personal por tener siempre más. Tan obsesionados por detener un tiempo que se les escapa que no son capaces de ver que su ambición ilimitada puede acabar con el futuro de todos. Pero no son ellos los culpables de lo que ocurre. Una sociedad que no ha establecido un límite legal a lo que se puede poseer no puede quejarse de que la cúpula del poder esté copada por arribistas insaciables. Sabemos que los más ambiciosos nunca aceptarán un límite a su poder, pero la democracia está para imponérselo, a ellos y a todos.
La desigualdad no es una maldición inevitable, y tampoco es un necesario efecto colateral del capitalismo, como los neoliberales nos quieren hacer creer. Lo que promueve la productividad de las empresas es el capital empresarial, no el capital patrimonial, que puede sumar lo mismo pero no es igual. Que los patrimonios sigan concentrándose en pocas manos es peligroso, innecesario y contraproducente. Según explica Intermón en su excelente informe sobre la desigualdad, entre 1973 y 2014, la productividad neta en los Estados Unidos creció un 72,2%, y sin embargo la retribución por hora del trabajador medio, ajustada a la inflación, sólo aumentó un 8,7%. Y, también en EEUU, el 1% más rico de la población se ha llevado el 95% del crecimiento económico posterior a la crisis. Es evidente que habría riqueza para todos si no se la apropiaran unos cuantos. Y también que el problema no son las grandes empresas o los mercados, sino los grandes patrimonios que los controlan.
Las nuevas generaciones deberán encontrar una solución al problema de la desigualdad para evitar una hecatombe social. Y no ganarán su lucha con tanques ni cañones ni contra nebulosos gigantes anónimos, sino con la sensatez de un pacto global que imponga un límite a pretensiones individualistas absurdas. No tiene sentido que la sociedad consienta un modelo económico de desigualdades extremas y crecientes sustentado e impulsado por una élite siempre insatisfecha. Debiéramos acordar un límite global al patrimonio individual. Ese sería el gran truco final ¡tachán! de una grandiosa magia que abriera las puertas a un mundo sostenible y en paz en el que no sobrara nadie.
Este artículo está dedicado a todos los magos que luchan incansables contra los efectos de la desigualdad.
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