Schuld. Parece el nombre de un misil. En cierto modo
quizá lo sea... para quien lo recibe. En alemán quiere decir “deuda”. Y
también “culpa”. Una ambivalencia definitiva. En neerlandés, la misma
palabra significa exactamente lo mismo. En ambos sentidos. El ministro
de Finanzas de los Países Bajos y presidente del Eurogrupo, Jeroen
Dijsselbloem (Eindhoven, 1966), famoso por sus salidas de tono –la más
reciente, sugerir que las cigarras del sur se gastan el dinero que les
prestan las hormigas del norte en “alcohol y mujeres”–, no es alemán,
sino holandés. No es un protestante calvinista, sino un católico. No es
un liberal, sino un socialdemócrata. Y, sin embargo, hay mucho de
germánico en su modo de mirar por encima del hombro y con desconfianza a
sus vecinos meridionales, de abordar la cuestión de la responsablidad. Y
de exigir la consecuente expiación del pecado... Dijsselbloem no es
alemán, pero podría ser el hijo predilecto –algunos malevolentes dicen
que el “lacayo”– del ministro de Finanzas germano, Wolfgang Schäuble
(Friburgo, 1942), un hombre de hierro, padre de la inflexible política
de austeridad dictada por Alemania a todo el continente, y cuyo
europeísmo militante sólo es superado por su intransigencia. “Yo soy
como Papá Noel, pero al revés”, dijo el austero y franco Dijsselbloem al
poco de ser elegido presidente del Eurogrupo, la instancia semi
informal que reúne a los ministros de economía y finanzas de los 19
países de la zona euro. Que no está para repartir regalos, sino para
cobrárselos, lo saben de sobras los griegos. Hace ahora una semana, en
la reunión del Eurogrupo en Malta el viernes 7 de abril, el Gobierno
griego alcanzó un nuevo acuerdo con sus acreedores para desbloquear un
crédito de 7.000 millones de euros con los que hacer frente, el próximo
mes de julio, al vencimiento de parte de la deuda. El Ejecutivo del
primer ministro Alexis Tsipras ha tenido que plegarse otra vez a las
exigencias del Banco Central Europeo (BCE), el Mecanismo Europeo de
Estabilidad y el Fondo Monetario Internacional (FMI), que a cambio le
obligan a hacer nuevos recortes del gasto equivalentes al 2% del
producto interior bruto (PIB) entre el 2019 y el 2020. Para un país que
ha visto fundirse literalmente una cuarta parte de la riqueza nacional
–el 25% del PIB– gracias a las curas de Bruselas es la puntilla. “Hay
cosas que no les van a gustar a los griegos”, admitió el ministro griego
de Finanzas, Euclides Tsakalotos. Entre ellas, un tajo de 1.800
millones de euros en las pensiones. En contra de las previsiones de
muchos analistas, Tsipras acabó “sorpresivamente” cediendo de nuevo. Y,
tan pronto como anunció el acuerdo, criticó algunos de sus aspectos y
aseguró en su país que su Gobierno tomaría todas las medidas necesarias
para contrarrestar sus efectos. “En esta parte del mundo, los políticos
no necesariamente quieren decir lo que dicen, mientras que los votantes
no esperan necesariamente que se haga lo que han votado”, escribía esta
semana el comentarista Alexis Papachelas en Ekhatimerini . El primer
ministro griego, en efecto, es reincidente en hacer lo contrario de lo
que dice o promete. En el 2015, recién elegido levantando bandera contra
la austeridad y las imposiciones de la troika, el líder del movimiento
de izquierda Syriza acabó rindiéndose hasta la humillación a las
exigencias de sus pares, aún después de convocar un referéndum en que
los griegos habían rechazado mayoritariamente las condiciones de
Bruselas. Ese mismo septiembre, pese a todo –y haciendo buena la
afirmación de Papachelas–, Tsipras fue reelegido. Pero hoy las
encuestas, con un apoyo del 13,7%, le auguran un desastre electoral.
Pero ¿qué podía hacer Tsipras, totalmente solo en la UE,
sino plegarse? La primera gran batalla, el pulso fundamental, lo planteó
el premier griego en el 2015. Y perdió. Toda su fuerza, su capacidad de
presión, se vinieron abajo cuando vio en la mirada acerada de Schauble
su determinación de expulsar a Grecia del euro. Lo que, de entrada,
hubiera supuesto una hecatombe. Nunca más ha levantado cabeza.
Las finanzas públicas griegas están hoy más saneadas
–en el 2016 hubo un superávit primario (es decir, sin contar la deuda)
del 3,5%–, lo que sin duda debe satisfacer a los ortodoxos del ascetismo
germánico. Pero la sangría impuesta a Grecia para lograrlo no sólo no
ha permitido reducir el endeudamiento del país –al contrario, lo ha
disparado a 326.000 millones de euros, el 180% del PIB–, sino que además
ha sido a costa de del sufrimiento de la gente, esa a la que no
acostumbran a mirar a los ojos quienes se sientan en los grandes
despachos de Frankfurt y Bruselas. Hoy Grecia afronta una economía
estancada, tiene el paro más alto de Europa –23,5%, que en los jóvenes
alcanza el 45%– y algo más de una tercera parte de la población está en
riesgo de pobreza y exclusión.
Algunos de los principales actores de este drama consideran
que el tratamiento aplicado a Grecia es insostenible. Desde hace un
tiempo, el FMI defiende que es imprescindible aligerar la carga y anular
una parte de la deuda. Otros expertos también lo sostienen, como el
Peterson Institute for International Economics (PIIE), que en un informe
reciente vaticina que de seguir así Grecia seguirá necesitando
asistencia financiera europea hasta el año 2080 y más allá. Pero
Alemania, que –no lo olvidemos– celebra elecciones en septiembre–, se
niega en redondo.
Cuentan que los médicos de la Grecia antigua fijaban en 14
días el plazo a partir del cual una fiebre empezaba a declinar o, por el
contrario, se agravaba de forma imparable. El decimocuarto día era
fundamental. El nuevo acuerdo alcanzado por el Gobierno griego y el
Eurogrupo obligará a Tsipras a imponer la decimocuarta reforma de las
pensiones. Habrá que ver si, con esta pertinaz receta, la fiebre griega
remite o se acaba matando al enfermo.
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