Certidumbre y zozobra
La civilización es eso que identificamos como una paulatina reducción de las incertidumbres. Es o debería ser una aspiración de todo ser humano y de toda sociedad informada: eludir situaciones de zozobra personal o colectiva, evitando crear problemas que no tengan solución o esta no resulte sencilla. Por eso algunos no acabamos de comprender la súbita eclosión del independentismo en Catalunya; entendiendo por súbita la práctica desaparición del catalanismo político como identidad compartida a manos de una inusitada adscripción al secesionismo por parte de gente que no se había pronunciado por tal objetivo, y ni siquiera lo consideraba como hipótesis de futuro.
La independencia es una reivindicación que va alternándose a cada paso con el derecho a votar sobre ella. Hasta el punto de que ambos conceptos se confunden en un equívoco que parece dominar un amplio espectro de posturas políticas. Se demanda libertad para organizar un referéndum en nombre de quienes desean votar en él y, al mismo tiempo, se defiende la constitución de un Estado propio en forma de república, que trataría de establecerse vía hechos consumados si se impide la consulta. No hay escapatoria. No queda margen para la objeción. Dado que el Gobierno Rajoy se niega a explorar posibilidades de conceder carta de naturaleza legal al referéndum de sí o no a la desconexión definitiva, esta trata de abrirse paso de facto frente a la maraña de recursos e iniciativas dirigidas a hacer valer el Estado de derecho en Catalunya.
La idea que resuena es que Catalunya puede levantar un Estado de derecho propio, construido a partir de la insumisión prevaricadora ejercida o liderada por un poder del Estado constitucional, la Generalitat. Lo singular de esta revolución de terciopelo es que se sostiene sobre la existencia de un poder establecido en forma de comunidad autónoma. Es lo que confiere seguridad a la causa, aunque el Gobierno central proceda al control sobre los gastos del Ejecutivo autonómico o se mencione el artículo 155 de la Constitución. El edificio independentista goza de fuertes cimientos, los de la Generalitat; lo que induce la sensación de que es viable.
El independentismo ha logrado instalar tanto entre sus seguidores más entusiastas como entre muchos otros la idea de que el proceso es irreversible. Hasta el punto de que las incertidumbres que entraña una apuesta tan arriesgada no son tales para quienes participan en ella. El pulso entre la legalidad vigente y esa otra legalidad que bosqueja el independentismo gobernante no es desigual sólo porque el Estado de derecho cuente con mecanismos para impedir la celebración del referéndum. Es desigual también porque el independentismo juega con la ventaja de recabar la confianza del público sin necesidad de explicar exactamente en qué consiste su proyecto final. La confrontación con el poder central hace de la incertidumbre el terreno idóneo para eludir responsabilidades y preguntas.
Las cábalas sobre el modo en que se desarrollarán los acontecimientos y la tenacidad mostrada por el independentismo gobernante en soltar amarras respecto al Estado constitucional han dejado en segundo plano el problema de la cohesión social en Catalunya. La opción secesionista se presenta como una amplia minoría que camina en pos del Estado propio sin mirar atrás, porque su certidumbre se basa en haber quemado las naves que pudieran permitir el regreso al punto de partida. La situación dibuja una sociedad consciente de su destino –la compuesta por quienes se mantienen en una permanente movilización– dentro de una sociedad que se ve arrastrada en su conjunto. La propia formulación de la pregunta del referéndum, cuya disyuntiva es la república independiente de Catalunya o dejar las cosas como están, es reveladora de cómo el independentismo trata de sortear las diferencias entre los catalanes y el propio pluralismo reduciendo las opciones de futuro a esas dos. La primera representaría el consenso alcanzado entre los independentistas reunidos en sesión continua. La segunda identificaría la resistencia a la secesión como una pretensión malévola, en tanto que no hay argumentos para defender que sigan las cosas como están. Así es como germina una concepción entre asimilacionista y excluyente de la voluntad popular. Asimilacionista, en tanto que la pluralidad sería un estadio que superar mediante la decantación de un pueblo único. Excluyente, porque aquellos que se nieguen a ser partícipes de ese proceso se ven señalados como ajenos al destino común. En el fondo, es la división entre quienes viven en la zozobra y quienes no sienten incertidumbre alguna.
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