lunes, 25 de julio de 2022
Asun Lasa, algo más que una Activista...
“Gabino de Lorenzo llegó a llamarme ‘la mosca cojonera’, y en el Rincón Cubano, llamamos así a un cóctel”
Asunción Rodríguez Lasa conversa con 'Nortes' sobre su vida y trayectoria activista, en la que ha impulsado proyectos de 'cohousing' o El Manglar.
Por
Pablo Batalla
23 julio 2022
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Es licenciado en Historia. Ha sido colaborador en medios como La Voz de Asturias o Atlántica XXII y en la actualidad coordina la revista digital El Cuaderno y dirige A Quemarropa, el periódico de la Semana Negra de Gijón. Su último libro es "La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista" (Trea Ensayos).
Si se piensa en militantes de la izquierda española jugándose el tipo, e incluso la vida, en la defensa de la democracia, la mente viaja a la guerra civil y el franquismo. Pero hubo quien lo arriesgó todo en años que parecieran campo desabonado para la épica de las grandes biografías revolucionarias. A Asunción Rodríguez Lasa (Pamplona, 1950) llegaron a enviarle matones a su casa durante los años en que fungió como concejal de Izquierda Unida en Oviedo, que fueron los comprendidos entre 1991 y 2000, el gran decenio de la borrachera neoliberal. El fin de la historia se llamó gabinismo en una ciudad encandilada por el carisma tasquero de un Jesús Gil local llamado Gabino de Lorenzo, un dios solar (no del sol, sino del suelo especulado, privatizado, recalificado, faraónicamente edificado) que encadenaría dos décadas de mandato jalonado por un rosario de casos de corrupción. Rodríguez Lasa fue una mosca cojonera —así la bautizó Gabino— de la denuncia de los mismos y eso significó sórdidas amenazas que hoy es algo reluctante a recordar, aunque accede a hacerlo para Nortes en esta conversación sobre su vida y su trayectoria activista, desde su nacimiento como hija de un padre militar que se hizo de izquierdas debido a la militancia de sus seis vástagos. Activista, Rodríguez Lasa no ha dejado de serlo: en los últimos años, impulsa un interesantísimo proyecto de cohousing, al hablar del cual la incomodidad de la evocación del pasado se troca en un entusiasmo contagioso. Sobre todo esto charlamos largo y tendido en El Manglar, el “ecosistema cultural” que ella contribuyó a fundar y que se ha consolidado como casa común y faro del progresismo ovetense y asturiano.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Asunción, vienes, si no me equivoco, de una familia de derechas que se volvió de izquierdas debido a la militancia de sus hijos.
Mi madre era más progresista. Había nacido en Agorreta, un pueblo del Pirineo navarro, y en su casa no se hablaba de política; eran tiempos de silencio. Pero sus padres eran de izquierdas. De hecho, nos contaban que mi abuelo era el alcalde del pueblo y un día vino la Guardia Civil a preguntarle algo, él contestó y le dieron un golpe que lo dejó marcado de por vida. Mi padre sí era de derechas. Era de un pueblo de Lena, Telledo, y uno de los listos del pueblo, pero no había dinero. El maestro —los maestros tuvieron una impronta tremenda en estos pueblos— habló con mis padres y les dijo: “A este chico hay que estudiarlo”. Pero, claro, ¿cómo estudiarlo? Había dos caminos: la Iglesia o el Ejército. Y mi padre se hizo militar. Era un hombre muy de derechas, muy de Iglesia. Le tocaron tiempos muy oscuros. Pero era muy listo, y yo, como mujer rebelde que salí, le estoy súper agradecida, porque marcó mi vida con el estudio. Me decía: “Mariasun, tú quieres ser libre, pero para ser libre, lo primero es ser libre económicamente”. Yo quería salir, divertirme, pero él me obligó a estudiar. Con el tiempo, imagínate, la más de derechas casi era yo, que me afilié al partido comunista en la facultad. Mis hermanos quedaban a mi izquierda. Y mi padre acabó diciéndole a la gente: “A mí me han educado mis hijos”.
Otro asunto curioso por el que quería preguntarte: estudiaste magisterio con tu madre, ¿no es así?
Sí, sí. Mi madre conoció a mi padre en Navarra, donde él estaba destinado. Y en aquel entonces estaba haciendo magisterio, pero empezó a tener hijos y aquello quedó inconcluso. Le quedó aquella espinita clavada. En mi casa hubo siempre una dedicación muy grande a la cultura, una obsesión por estudiar, por que los hijos estudiáramos. Y en cuanto mi madre dejó de tener hijos —nada menos que seis, tres hombres y tres mujeres; yo soy la mayor—, cuando los mayores ya estábamos en bachiller, decidió retomar aquellos estudios. Lo habló con mi padre, mi padre asumió labores caseras y ella empezó a estudiar. En mi casa todo se hablaba mucho, también con nosotros. Mis padres, que pertenecieron a una época en la que tenían mucho mando en plaza, las cosas importantes nos las consultaban. Si había que comprar algo, no se compraba a crédito, sino que se ahorraba. Y se discutía qué comprar antes y qué después. ¿Que, como niños que éramos, queríamos una televisión? Pues nos íbamos a una cafetería cercana a nuestra casa con una casera de color y cacahuetes y pasábamos allí la tarde. ¿Que nos gustaban mucho los helados y queríamos tener una nevera, como la que tenían otros de nuestros amigos, pero mis hermanas habían empezado a estudiar música, porque en mi casa antes entraba un libro que un vestido, y entonces había que optar entre la nevera y el piano? Pues debatíamos. Aquel fue un debate muy duro. Y mis padres hicieron muy bien su labor y votamos el piano (risas). Pero me preguntabas por lo de coincidir estudiando con mi madre. Yo, por mi parte, llevaba dando clases particulares desde los catorce o quince años, y cuando llegó el momento me decidí también por el magisterio. Así que coincidí con mi madre, sí. No coincidíamos en las clases, porque ella era de un plan que estaba a punto de terminar, el del cincuenta, y yo ya entré en el nuevo, el del sesenta y siete. Pero, amigo, sí que coincidíamos en los pires. Yo era una mujer muy inquieta, muy rebelde, y piraba. Un día, nos escapamos a una cafetería con sótano en la que ponían unos pasteles muy ricos, y hete aquí que entro y veo allá a mi madre con unas amigas. Me dice: “¿Qué haces aquí, si tenías matemáticas?”. Entonces yo reacciono y le digo: “¿Y tú, que tenías lengua?” (risas). Tenemos muchas anécdotas de ese tipo. Las dos acabamos magisterio. Mi madre, después, se especializó en pedagogía terapéutica e hizo oposiciones. Incluso fue a la Universidad: empezó filología, aunque ya no terminó la carrera. Estuvo hasta el final de su vida estudiando. Y nos dejó un legado muy importante.
Habías nacido en 1950 en… ¿Oviedo?
No, no. Me nacieron —como decía Clarín— en Pamplona el 12 de junio de 1950. Mi primera infancia fue un tanto movida debido a ese padre militar que se movía. Pasé mucho tiempo con mis abuelos en Navarra, en Larrasoaña, y también con una tía muy querida —que fue mi segunda madre— en Pola de Lena. Cuando no estaba con unos, estaba con otros. Los pueblos han tenido siempre mucha impronta en mi vida.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Te politizas, me decías, en la facultad.
Ya antes, en realidad. Tengo una larga trayectoria. El otro día fui al notario, para la cuestión del cohousing,y me preguntó: “¿Profesión?”. Dije: “Activista”. Se me quedó mirando y me dijo: “¿Cómo?”. En realidad, no he sido otra cosa. Empecé a los doce años en Avilés de catequista. Como éramos muchos hermanos, no éramos muy de salir; jugábamos entre nosotros. Para salir, teníamos que ir a un sitio que nuestros padres conocieran. Entonces, íbamos a la iglesia, que tenía un asilo. Pasábamos momentos deliciosos allí con la gente mayor: siempre tenían un caramelo, una galleta, para nosotros y nos contaban historias. Yo soy una gran contadora de historias porque siempre me las contaron. La vida, además, me ha premiado con un hijo que es un gran narrador.
David Acera.
El abuelo le contaba muchas historias, y la abuela también. Él siempre los reivindica mucho. Hemos sido una familia de hablar mucho. Creo que eso es fundamental. David, cuando escribe, no escribe solo para niños, sino para familias enteras. Bueno, me preguntabas por mi militancia política. Siempre fui, como te digo, inquieta y rebelde, y me interesaba todo. En un momento dado, el cura me propuso ser catequista, y lo fui de niños y niñas que lo pasaban muy bien. Para mí era una manera de salir de casa. Comencé a implicarme en todo tipo de movidas y después me topo, en magisterio, con unos años finales de los sesenta en los que oíamos hablar de la revolución que había en París. Un día hicimos un encierro: ocupamos el despacho del director por unas protestas contra una profesora de matemáticas muy mala que había. Tiraron la puerta, entraron y a los ocho o nueve que éramos nos señalaron y nos dijeron que nunca íbamos a terminar la carrera. Tuve que irles con aquella papeleta a mis padres: todos estudiando y yo ya no podía; el disgusto fue tremendo. Entonces me mandan a un colegio mayor de Pamplona, donde mi madre tenía contactos, para aprobar la asignatura que me quedaba. Pero mientras la aprobaba, nos entró la cuestión de París. Basándome en que hacíamos francés (nosotros somos una generación de francés), planteo a mis padres que me quiero ir a París, porque necesito perfeccionar el francés. Yo seguía dando clases particulares, y tenía mi propio dinero y veinte años, pero la mayoría de edad era entonces a los veintiuno, y necesitaba un permiso paterno. Y resulta que mi padre me dice que no, que no me lo va a dar. Que, a ese país de perdición, su hija no va. Discutimos. Y le dije que me iba con permiso o sin él. “¡Te va a coger la policía!”. “Bueno, pues que me coja”. El día antes de marcharme, me llegó la carta de mi padre con el permiso. Mi madre debía de haber intervenido…
Y te vas a París.
Finales de los setenta, imagínate. Venías de una represión feroz y te encuentras con un país intelectualmente muy activo, con el jazz, las manifestaciones, las reivindicaciones… Fue una etapa muy bonita. Duró unos meses tras los cuales tuve que volver a terminar magisterio y hacer mis prácticas. Terminé, pero yo notaba que tenía que seguir estudiando. Me presenté a unas oposiciones que había para el Estado. Hasta los años setenta y poco, los funcionarios eran familias enteras que entraban juntas, pero aquel año decidieron profesionalizar el tema y empezaron a sacar de diez mil en diez mil plazas. Era un poco para que la gente que estaba se quedase, pero yo que lo vi me preparé y aprobé unas oposiciones de auxiliar que me daban suficiente para seguir estudiando en la Universidad. Era lo que querían mis padres y lo que quería yo misma. Entré en la Facultad de Filosofía y Letras y acabé geografía. Y me topé, claro, con todo el meollo; con unos años muy guapos, de mucho movimiento. Los que se movían eran las gentes del partido comunista, y fue al que me afilié. Luego me enteraría con sorpresa, cuando acabó todo aquello, de que la mayoría de mis compañeros resultaban ser del PSOE. Te puedo asegurar que, en la facultad, lucha, poquita…
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
¿Cómo se toman tus padres aquella militancia?
Imagínate. Dos hermanos míos también se afiliaron al partido comunista. Un día vino a casa la policía. Para un padre militar, que vayan a por sus hijos… Hubo mucha discusión, pero el caso es que la hubo: en mi casa discutíamos mucho, todo el rato. Yo nunca tuve miedo a la discusión. Y ahí empezó el cambio de mi padre: “Si yo tengo unos hijos estupendos, y esos hijos estupendos se han hecho de izquierdas…”. Nos dividía, eso sí, una cosa muy grande, que era la religión. Él llevó muy mal que no bautizase a mi hijo. Pero superado todo este tema, se murió muy tranquilo con lo que había dejado.
¿Te implicas también en el movimiento feminista?
No específicamente. Yo, como mujer, era muy independiente, pero siempre me impliqué más bien en las luchas de clase. Militaba con mis hermanos y siempre tuve la impresión de que, siendo importante que las mujeres tuviéramos nuestra lucha, lo hiciéramos con los compañeros. Eso motivaba mucha disensión dentro de la izquierda con movimientos como el MCE, que reivindicaban los espacios propios para las mujeres. El PCE siempre fue más bien un partido para trabajar con y para las clases trabajadoras. Ahora bien, hay que reconocer a estos otros movimientos, y al feminista, los avances que tenemos. Yo salgo casi todas las noches a dar gracias a mis antepasadas.
“El PCE siempre fue más bien un partido para trabajar con y para las clases trabajadoras”
Entras como concejal de Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Oviedo en 1991. Antes, has sido sindicalista. ¿Cómo recuerdas aquella etapa?
Te contaba antes que había hecho oposiciones para la Administración; para tener mi modus vivendi mientras estudiaba. Entré en un mundo en el que los funcionarios no teníamos derecho a la sindicación, y en el que nos empezamos a reunir para montar un sindicato propio, de funcionarios; los orígenes de SUATEA, que en aquel primer momento era un sindicato del Ministerio de Educación, pero no solo para enseñantes, sino para todos. Eso propició las iras de la que entonces era mi jefa de Educación. Nos tenían vigilados, sabían absolutamente todos nuestros pasos, y esta mujer, después de saber que yo estaba en una reunión clandestina con gente de mal vivir, llamó a mi casa, a mi padre, para decirle que andaba en malas compañías. Yo ya tenía veintidós o veintitrés años: esa era la España en la que vivimos. Después ya vino la libertad de sindicación y las primeras Comisiones Obreras en la Administración. Hice campaña con Antonio Gutiérrez: un tío que se lo creía, y con el que trabajé muy a gusto. Fui la primera mujer presidenta de la Junta de Personal de la Administración del Principado, rodeada fundamentalmente de hombres. Aprendí a bregar con compañeros y con los egos de los demás. Aquella fue una época en la que aprendimos a luchar; ética y estética. Se cuidaban mucho los conceptos, lo que se decía; todo se preparaba mucho. Comisiones Obreras fue una verdadera escuela de activistas. Yo, en el partido comunista, realmente no militaba demasiado; era una persona muy de base, y más de acción.
1991. El PSOE pierde la alcaldía de Oviedo que había detentado Antonio Masip y llega Gabino de Lorenzo. Se dio una paradoja curiosa. Masip venía de familia bien; su padre había sido alcalde durante el franquismo. Gabino, sin embargo, provenía de una extracción algo más popular, frecuentaba las tabernas, hablaba asturiano, etcétera, y cierto Oviedín del alma, la aristocracia capitalina, lo despreciaba. Pero su carácter populachero conectaba bien con buena parte de las capas populares; gente que anteriormente, y en otras elecciones, bien podía votar a la izquierda. Las mayorías absolutas mareantes que llegaría a amasar durante veinte años no provendrían tan solo de un voto sociológicamente conservador.
Empezaba a pasar algo que vemos hoy: los conceptos de derecha y de izquierda se tambaleaban, se volvían poco claros. Es curioso cómo la derecha se apropia de las palabras: la Iglesia, por ejemplo, ya no hace caridad, sino solidaridad. Hay esa apropiación de términos; todo va diluyéndose. Y la democracia se reduce a ir a votar. Hacemos la revolución criticando al Gobierno mientras tomamos una cerveza. Se ha perdido la movilización popular. Tenemos una sociedad que de democracia tiene solo el nombre y en la que cierto hartazgo hacia los representantes políticos beneficia a este tipo de personajes. Gabino, sí, era muy dicharachero, muy simpático. Y también un ser aborrecible. Cuando una mujer como yo hablaba de economía en el pleno, discutiéndole sus números, decía: “Muy bien, sabe usted de coñomía, sabe mucho usted, señora Lasa”. Era así. Se había convertido en un hombre que vivía permanentemente en la tasca.
¿Cómo es el Gabino de 1991, de esa primera legislatura?
Fue bastante humana. Gabino todavía no estaba rodeado de la pléyade de gente peligrosa e interesada de la que luego se rodeó. Y tenía cierta inseguridad. Antonio, que acababa de dejar de ser alcalde, tenía mucha impronta en el pleno, y Gabino, desde lo alto de aquel pedestal en el que los alcaldes se ponían, a veces se liaba al dirigirse a él; decía: “Señor alcalde…”.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Otra interpretación habitual del triunfo de Gabino es la siguiente. Masip es un alcalde que hace poco; que, con una mentalidad más de alcalde franquista en la cabeza, se dedica a repartir besos y abrazos y poco más, y deja las arcas repletas. Lo poco que hace, además, no se ve: saneamiento, esas cosas necesarias, pero poco vistosas. Gabino, con aquellas arcas rebosantes, en la década de la burbuja, hará cosas menos necesarias, pero más vistosas: rotondas monumentales que se conocerán como gabinonas, farolas fernandinas, esculturas, jardineras, una limpieza excesiva y derrochona de las calles que arrojará imágenes disparatadas de barrenderos regando calles ya mojadas por la lluvia, pero dará a Oviedo varias escobas de plata, etcétera.
En estas reglas de juego, tú tienes que prometer cosas muy bonitas, porque, si no, no te van a votar. Si dices “oye, vamos a subir un poco los impuestos para tener mejor educación, sanidad…”, no te votan. Si prometes churros y chocolate y muchas flores y cosas de mucho relumbrón, obras faraónicas, que a la gente le gustan mucho, aunque todas ellas sean para estar en la cárcel toda tu vida… ¿Qué pasó con el campo de fútbol, que pasó con El Asturcón, qué pasó con el Calatrava…? Han hecho verdaderas barbaridades. Y las han hecho en una sociedad falta de cohesión y de participación y de estudio y rebosante de individualismo, donde el individuo se ve solo y vota al que más le promete sin pararse a reflexionar. Gabino, además, se encontró, efectivamente, mucho, muchísimo dinero. Y se le pegaron como lapas toda una serie de individuos que se volvieron millonarios y de los que nunca más supimos. Habría que sacar por dónde andan. La primera etapa de Gabino, como te digo, fue más tranquila, pero la segunda fue muy dura, con toda aquella gente absolutamente corrupta y moralmente muy reprobable. Gente como Agustín de Luis, que ya venía de ser —presuntamente— un chivato de la policía en nuestra época de facultad, y que acabaría en la cárcel, pero demasiado tarde para muchos. Todos los personajes de los que se rodeó Gabino eran de este tenor, aunque luego no tenían el menor reparo en entrar a la iglesia bajo palio.
Te conviertes en el azote del gabinismo; en quien con más valor e insistencia denuncia todas sus corruptelas. ¿Cómo era experimentar algo que también le sucedió a Julio Anguita en aquellos años: ser la voz de la conciencia, el aguafiestas de un tiempo de burbujas y dispendios enloquecidos, el Pepito Grillo al que nadie quiere escuchar?
Gabino llegó a llamarme la mosca cojonera en el Ayuntamiento. En el Rincón Cubano, aquel año, pusimos un cóctel que se llamaba la mosca cojonera. Pero era todo muy desagradable. Y sí, estuvimos diez años dale que te pego, pero sirvió para poco. Daba igual. Tu voz llegaba muy poco, porque los grandes medios de comunicación también estaban en manos del gabinismo. Recuerdo que mi padre iba al pleno a escucharme y apuntaba las cosas que yo decía en una libretita. Luego leía el periódico y se quedaba a cuadros: “Pero, Mariasun, ¿cómo puede ser que La Nueva España saque esto, si tú dijiste esto otro; o que solo saque esto, si también dijiste esto; o que saque que lo que dijiste lo dijiste así y no así?”. Yo le decía: “Papá, porque así es el juego…”. Decía entonces: “¡Voy a mandar una carta al director!”. Y mandaba cartas que nunca le publicaban. Por eso mi padre decía aquello de “a mí me han educado mis hijos”. Se empezó a preguntar qué sociedad era esta. Los ciudadanos no recibían nuestros mensajes. A lo mejor salías unos segundos por televisión, pero lo que llegaba era si ibas bien o mal vestido. Si te fijas en los propios salones de pleno, son una cosa absolutamente medieval. Para los representantes, que somos los menos, es el mayor espacio; y para la gente, los ciudadanos que deberían estar allí para escuchar de primera mano lo que decimos, queda un espacio muy reducido. Con Gabino llegó un punto en el que tenían que entrar con carné y llamaban a la gente del PP para copar los sitios. Y nos quitaban la palabra. Fuimos a la justicia varias veces, y como mucho se archivaban las querellas. Nos gastábamos nuestro dinero en una justicia que no escuchaba. Y hacíamos reuniones por todos los barrios, por todos los pueblos. No tuvimos vida privada, ni fines de semana. Sirvió para poco en lo inmediato, en lo concreto —aunque sí valiera para dejar un testigo a las generaciones siguientes, para dejar esperanza—, porque se había perdido el sentimiento de comunidad, eso que, con la pandemia, se ha visto tan claramente, tan en toda su crudeza, lo necesario que es.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
David Remartínez y Gonzalo Díaz-Rubín incluyen una pequeña entrevista contigo en El gabinismo contado a nuestros hijos. Allá cuentas el encierro que una compañera y tú llevasteis a cabo en el Salón de Plenos del Ayuntamiento en el verano de 1999: exigíais ver los papeles de la empresa municipal Gesuosa. Y lamentas el papel de los medios de comunicación, de los que dices que apenas informaron sobre vosotras.
Había una orden clarísima de no cubrirlo, y efectivamente no lo cubrieron. Lo de Gesuosa, como lo de Cinturón Verde, era un coladero, un sumidero. En aquellos años en que nos creíamos que algo podíamos cambiar, y dotar a la gente de información para que pudiesen votar en consecuencia, nos encontramos con una Administración en la que se podía hacer de todo. Entre otras cosas, aunque la ley dice que tú, como representante, tienes el derecho a la información y el deber de proporcionarla, montaron chiringuitos como aquellos donde, por un artilugio de la ley, resultaba que no era tan fácil.
¿Qué recuerdas del encierro?
La primera noche, hacía mucho calor, y nos echamos a dormir en unos sacos que nos dieron, con una camiseta y yo en paños menores. En bragues, vamos. Habíamos puesto una gran pancarta en el balcón. El caso es que yo tengo un sueño ligerito, y en esto que despierto y veo unas piernas pasar. Me levanto de inmediato y veo que era la policía, retirándonos la pancarta. Uno estaba en el balcón y otro en el salón. Les digo: “¡Ustedes saben con quién están hablando? Ustedes están hablando con una representante del pueblo, y miren cómo estoy. ¡Han invadido mi intimidad!”. Los policías: “Ay, perdón…”. Y se fueron. Total, que la segunda noche, con mi compañera, Dolores Canto, que murió en 2012, una grandísima compañera, muy simpática, que era de estas mujeres que todo lo llevaba a la risa, nos echamos a dormir en bolas. “Como entren, se van a enterar…”. Tuvimos cosas guapísimas de gente mandándonos poemas, comida, bebida… Y salíamos al balcón con un megáfono a gritar por qué estábamos allí. Pero, desgraciadamente, y a pesar de que era agosto y de que Oviedo estaba así de turistas a los que venían a enseñarles todo el gran Oviedo, la prensa muy poco, muy poco…
El mero silencio, no contar las cosas, puede ser más dañino que contarlas para vilipendiarlas.
Claro. En fin, lo intentamos, como muchas cosas en la vida. Hay que intentarlo, aunque consigas lo que consigues y al final lo que importe sea una gran banderola.
Que se rajó el otro día.
¡Sí! Yo, cuando era jovencita, leí Un mundo feliz, de Huxley, un libro que me dejó absolutamente impactada. Pensaba que aquello era imposible, que no podía ser. Pues pudo ser. Estamos abducidos. Tenemos una televisión que… La gente tiene derecho a su ocio, ¿eh? Hay gente que dice: “¡Que se apague la televisión!”. Y no, la gente tiene derecho también a la televisión; a una televisión de calidad, con nivel, plural, que valga para formar a la gente. Pero han conseguido doblegarnos a todos también por esa vía. Ahora, con todo lo de la guerra de Ucrania, es una vergüenza el nivel de manipulación y de miedo.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
“A mediados de los años noventa, en Oviedo, o te compraban o te mataban”, reza el titular de otra entrevista que te hicieron en 2019. ¿Era una hipérbole? Te referías allá a otra de tus batallas: un Plan de Canteras muy agresivo para el medio.
No, no, era real. Nos llamaron para ponernos un cheque en blanco. Estas gentes poderosas saben hacer muy bien esas encerronas. Como no entramos por ahí, vinieron (supuestamente, ya sabes que hay que decir siempre supuestamente, no vaya a ser que…) unos matones a mi casa una noche que estaba sola con mi hijo, que tenía fiebre. Mi compañero era otro gran luchador, también sindicalista, y aquel día estaba fuera. Si estoy sola con un paisano, te juro que conmigo no hubiera podido. Pero eran tres tipos que traían una especie de látigos forrados con los que después agredieron a un médico, Fernando Negro, también por el tema de las canteras; unos artilugios que por lo visto te pueden deshacer órganos, pero dejan poca huella.
Una cosa refinada, digamos.
Sí. Venían a exigirme que dejásemos el tema. No a que votásemos esto o lo otro, sino simplemente a que no citásemos cosas. Me dijeron: “Mira, nena…”. Una, como mujer, ha tenido que aguantar todo esto. “Mira, nena, no sabes dónde estás metida, mejor vas callando o la vida tuya y la de tu familia se van a ver en peligro”. Eso, con un adolescente en casa. Después de esto, un día que venía a Oviedo desde Caces, donde vivía entonces, y mientras recorría una carretera que da al río, me di cuenta de que un Land Rover venía a darme. Quité los espejos para no verlo, pisé el acelerador con la música al altu la lleva y me dije: “Si tenéis tal, dadme”. No me acojonaron, vamos. Lo puse en conocimiento del partido y fuimos a la policía. Pero un jefe de policía muy majo que había me dijo que, al no tener pruebas, porque obviamente no me paré a hacer fotos, era difícil ganar un juicio. Que, si un día me pasaba algo, pues sí: “Ah, o sea, gracias, si un día me matan se sabrá que yo tenía razón”. Después, la Policía Local me puso seguimiento sin que yo lo supiera, pero, como iban camuflados, no sabía si me seguían unos u otros. Acabé diciendo: “Fuera todos”, y ya está. Yo, cuando oigo cosas truculentas sobre corrupción en televisión, no me cabe duda de que son ciertas. Yo lo viví en directo antes de ayer.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
En aquella entrevista con Remartínez y Rubín, comentabas que Gabino ganaba por los mismos motivos por los que el ¡Hola! vende. A mí me recordó a lo que en una ocasión me decía un amigo italiano al que pregunté por el éxito de Berlusconi y por qué sus excesos, todas aquellas orgías y demás, no le pasaban factura: “Porque queremos ser como él”. Todo aquel Oviedo derrochón, todo aquel boato del gabinismo, las Fresas del Corpus, la cocina que llegó a montar en el Ayuntamiento para organizar fiestas privadas, etcétera, entusiasmaba a la gente en lugar de espantarla.
¡Claro! Gabino era muy aficionado a todo eso; las fresas del obispo y demás, sí. Como decía mi amiga Cuca Marcos Vallaure, ahí es donde se hace verdaderamente la relación. Otra cosa que ha gustado mucho son los Premios Príncipe, hoy Princesa. Yo nunca fui a un viaje institucional y nunca asistí a una comida que yo no hubiera pagado. Y a estos eventos tampoco asistíamos; nunca fui a ver al Rey cuando venía. Los ciudadanos no me habían votado para eso, y no creo que mejorase su vida yendo. Si es para mejorar la vida de la gente, yo me reúno con quien sea, pero me reúno para dialogar y conseguir cosas, no para sacarme la foto. Bueno, recuerdo que un año le dieron un premio a los Meninos de Rua, y que por aquel entonces había montada una acampada del 0,7. Decidimos entrar en el Campoamor y entramos con unas pancartas muy disimuladas, porque además de nuestra policía, como le habían dado otro premio a Rabin y Arafat, estaba el Mossad, que pasa por ser la policía más fina del mundo. Nos habían preparado para entrar diciéndonos: tened mucho cuidado cuando saquéis aquello, no hagáis movimientos bruscos… Nuestros compañeros estaban en la sede viendo la ceremonia. Nos tocó debajo del palco de la reina y sacamos las pancartas con mucho cuidado. Recuerdo a todos estos periodistas de la época, Oneto y tal, mirando para atrás y diciendo: “¿Quiénes son estos chicos, esta gente que no sabe estar en las instituciones?”. Lo mismo que dicen hoy día: ¡no saben estar en las instituciones! ¡No saben ser gobierno! ¡No saben ser Estado! ¡Las cuestiones de Estado son prioritarias! Pues bueno, el caso es que allí me enteré, inocente de mí (espero morirme con esta inocencia), que cuando vemos estas cosas por la tele, nunca las vemos en directo. Las emiten con unos minutos de retardo para cambiar la historia si llega el caso.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
La exhibición de la pancarta no fue retransmitida, ¿no es así?
Hubo un movimiento de cámara muy rápido y no salió, nadie lo vio. ¿Cómo era posible, si la cámara estaba enchufada? Pues porque hay esos minutos de retardo.
Hay una vieja teoría de la conspiración según la cual existiría un pacto tácito entre el PP y el PSOE para repartirse el poder en Asturias: Oviedo para el PP; Gijón y el Principado para el PSOE. El uno no presentaba candidatos competitivos en el feudo del otro y, si de repente un candidato salía más competitivo de lo que parecía, caso de Tolivar Alas en Oviedo, su propio partido le hacía la cama.
Pasó, pasó. Y sigue pasando. Pasa también a nivel nacional. Piensa que no podemos duplicar de un día para otro el presupuesto para educación o para sanidad, los dos pilares fundamentales para la vida, pero resulta que sí para armas. Los dos partidos, que supuestamente son tan diferentes, en lo fundamental, en los intereses cruciales, se ponen de acuerdo. Aquí en Oviedo lo vimos en vivo y en directo. Se sabía cuándo se reunían; los dos partidos nunca perdieron ese contacto. Eso no quiere decir que no hubiera personas en ambos partidos que no se enterasen de esto y actuasen de buena fe, aunque la verdad es que con el PP no lo viví. Recuerdo una vez que llegó un concejal que tenía un hijo con problemas, con dificultades. Habíamos presentado una moción en concreto para ese campo y veo que la comisión ya vota en contra. Después, hablando con él, diciéndole “pero a ver, explícame solo para que lo entienda: ¿por qué esta moción sobre algo que conoces de primera mano por tu hijo la votas en contra?”. Me dijo: “Yo vengo a las comisiones a votar, no vengo a pensar”.
En el año 2000 abandonas el Ayuntamiento por sorpresa.
Enfermé en el encierro debido a la falta de higiene, a comer de cualquier manera… Me agarré una gastroenteritis. Luego tuve un pequeño accidente de coche. Y entre unas cosas y otras se me desarrolló una fibromialgia que me dejó paralizada. Dimití. Todo el mundo se puso a buscar qué problema había ahí. Era exclusivamente personal. Había que estar al cien por cien y yo no podía. Volví a mi trabajo y me topé con el acoso laboral. Aquellos años en la oficina fueron tremendos. Hoy sería acoso laboral clarísimamente. Te castigaban por ser roja. Me prejubilé debido a toda aquella persecución y pasé unos años pensando en que me tocaba leer y llevar otra vida. Me encontré con mi vejez.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Hoy reivindicas la condición de vieya.
Como todo en la vida, decidí mirar la vejez de frente. Soy vieya, sí. Hay un fenómeno que empiezas a notar cuando pasas de jovencillo a que te llamen señor. Te dices: “¿Qué está pasando?”. Pues bueno, cuando eres viejo también notas cosas. Cuando empecé con lo del cohousing, la gente me decía: “Ah, qué bien, así no te aburres”. Siempre contesto: “¿A ti quién te dijo que yo me aburría?”. Lo que hacemos las viejas no tiene valor, aunque sea, como en mi caso, poner mi granito de arena en una empresa de entre cuatro y siete millones de euros. Te reúnes con gente de bancos, de constructoras, y te tratan con esa conmiseración. Alguno hasta me ha llegado a decir: “Ah, tú eres la madre de David”. Y sí, soy la madre de David, pero mi hijo tiene su vida y yo la mía propia.
[ALISA GUERRERO:] Me has recordado un libro que se titula Yo, vieja.
De Anna Freixas, sí. La admiro mucho. El libro anterior, Tan frescas, también es precioso. Yo he compartido muchas jornadas con Anna, y en una ocasión le dije: “Anna, tú me has enseñado a empezar a ser vieja con el libro aquel”.
Hablemos de ese proyecto de cohousing que tienes entre manos: Axuntase.
Veníamos fraguándolo desde que las mujeres de mi generación, que accedimos al mundo de la cultura, el trabajo y la lucha, empezamos a no tener ya tantos hijos. Teníamos uno o dos y veíamos que eso no era muy bueno para el ser humano, ni para nuestros hijos e hijas. Hicimos un grupo de crianza en común. Yo, al ser de familia numerosa, y luego haber compartido casas de estudiante, y después esto, siempre estuve compartiendo. Con aquel grupo salíamos juntos al monte, hacíamos un montón de actividades. E intentamos irnos a vivir juntos, pero era muy complicado. En aquel entonces no pudimos. Pero cuando nos prejubilamos, dijimos: “Chicas, se acabó el soñar. Vamos a por ello”. Empezamos a estudiar. Lo primero fue estudiar muchísimo: legislación, todo esto. Diseñamos un modelo intergeneracional de cohousing. No entendemos la vida como un “los viejos con los viejos”, como nunca entendimos aquel “los chicos con los chicos y las chicas con las chicas” en el que nos habían criado. Esa estratificación social que tenemos hace que se pierda la frescura y la riqueza de la relación entre generaciones. Durante tres o cuatro años, fuimos a dar clase de posgrado en facultades de pedagogía y psicología, y yo, a una sala entera, les decía: “Que levante la mano quien haya visto nacer un niño o una niña. Que la levante quien ha acompañado a alguien a morirse”. Nadie. Hemos perdido ese contacto.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
La teoría de las tres ges: nos juntamos con los de nuestra misma generación, género y gustos.
[Lo apunta en su libretita] Generación, género, ¿y…?
Gustos.
Es una pobreza, eso. Y cuando empezamos a diseñar un lugar para vivir, lo pensamos desde el principio a partir de un sentido antropológico del ser humano. ¿Cómo han aguantado las sociedades cuando había problemas? Gracias a la diversidad, gracias a las distintas capacidades y sensibilidades de las distintas edades. Es tan importante el panadero como el filósofo de la tribu. Soñamos con un proyecto donde haya distintas edades, gente de distintos lugares, de distintas profesiones… Y nos está saliendo. Con un hándicap, que es que, como no hay ayudas para este tipo de cuestiones, hay que hacerlo solo con capital privado, y nos está costando mucho. Hoy por hoy no entra cualquier persona que quiera vivir así, pero en ello estamos.
“¿Cómo han aguantado las sociedades cuando había problemas? Gracias a la diversidad, a las distintas capacidades y sensibilidades de las distintas edades”
Y ¿cómo va a ser esa infraestructura? ¿Un edificio único? ¿Dónde se va a situar?
Teníamos vocación de ruralidad, pero, al ser intergeneracional, no podían ser, qué se yo, los Oscos, que son muy bonitos, pero están lejos. Necesitábamos unas mínimas infraestructuras educativas, de transporte para que los niños y las niñas vayan al cole, de cercanía a los centros de trabajo… Estuvimos tres años buscando por toda Asturias, a ningún Ayuntamiento le resultó interesante y finalmente encontramos un terreno en Llanera, en Caraviés, de diez mil y pico metros cuadrados. Hay coles cerca y estás a buena distancia de las tres grandes ciudades donde se concentra todo: los trabajadores, la sanidad…
E incluso el aeropuerto.
Claro. Está muy bien situado. Es un prau en el que vamos a empezar a construir en septiembre. Llevamos ocho años con esto. En esos diez mil metros, vamos a hacer treinta y seis apartamentos privativos de dos tamaños, porque cada uno tiene distintas necesidades: no es lo mismo venir en familia que solo. Pero todos valen igual. La vivienda es un bien de uso, no para especular. Esas familias que hoy tienen dos o tres niños se van a un apartamento grande y el día que decrezca la familia, se pasan a uno pequeño y dejan el grande para otros. Se trata de que esto siga siendo sostenible en el tiempo.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
¿Cómo es el proceso de selección de los habitantes del proyecto?
Tenemos página web, Facebook, etcétera. Y lo que hacemos es que se ponen en contacto con nosotros y se inicia un camino. No es llegar y decir: “A ver, ¿cuánto cuesta esto y dónde lo ingreso?”, pagar y ya está. Hay que conocerse y tenemos que comprobar que la gente venga con unos valores ecológicos, de cuidados… Hacemos unos talleres para conocernos, conformamos un grupo y hacemos excursiones, comidas… Vamos ganando en confianza de esa manera. Tenemos gente de Tenerife, de Sevilla, de Madrid, de Las Palmas… Cuando tienes un sueño y trabajas por él, a veces se cumple.
¿Se contempla en el proyecto el cuidado de gente mayor ya muy impedida; ese trabajo de cuidados intensivos que haría una residencia?
A gente mayor y a un joven de treinta años al que le da un ictus y se queda tetrapléjico. Con la vejez también pasa que no solo hacemos las cosas para entretenernos, sino que somos improductivos y estamos todos enfermos. No todos lo estamos, pero es que además la dependencia no tiene edad. Le están dando ictus a gente muy joven y hay gente que se queda muy impedida ya de por vida. Hay que tomar conciencia de que todos somos vulnerables y susceptibles de cuidados. A ti te agarra un fiebrón de cuarenta grados y, como estés solo en casa, ni de llamar al 112 eres capaz. ¿Qué pasa si un niño o niña nace con problemas en nuestra comunidad? ¿Vamos a echarlo o a echarla fuera? Queremos recuperar la filosofía de las comunidades antiguas y parte de ello es ocuparnos de la dependencia sobrevenida. Estamos preparando fondos de solidaridad a los que todos contribuyamos poquito a poquito, lo mismo que hace la Seguridad Social. Hemos organizado la comunidad en tramos de edad de cinco en cinco años para que sea equilibrada: unos nos vamos ya a Honolulu, pero vienen otros. Estamos haciendo también estudios demográficos e internos y sabemos que, por estadística, tendremos uno o dos grandes dependientes, que lo más probable es que estén vinculados a enfermedades cognitivas: alzhéimer, etcétera. Y la comunidad está dispuesta a formarse en el tema, a ocuparse de él solidariamente. Tendremos trabajadores y trabajadoras especializados. La dependencia es muy cara, y con parámetros europeos, carisísima. La pensión de un trabajador, un profesor o un médico no da para una gran dependencia bien atendida. Contribuiremos todos, y dependiendo de la edad, se contribuirá más o menos, pero todos, porque no sabemos si te va a tocar a ti o a mí.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
¿Cómo se financia el proyecto? ¿Se aporta el sueldo íntegro, y del fondo común se devuelve una cantidad a cada cual para sus gastos personales?
No, no. Habrá una cuota al mes que lo incluirá todo: Internet, impuestos, comida… Queremos comer juntos y queremos comer de proximidad, ecológico. Para eso, contrataremos a gente. Pero nos saldrá mucho más barato que vivir uno a uno: la compra en común siempre es más barata. Habrá esa cuota mensual para los gastos corrientes y después habrá otros fondos que iremos dotando para hacer actividades que quizá, a su vez, puedan generar ingresos que reviertan de nuevo en el fondo de solidaridad.
Suena todo como a kibutz israelí.
Es recuperar lo que hacían las viejas tribus. Hemos dejado muchas cosas por el camino; no todo han sido avances para la humanidad. El factor humano se ha resentido mucho; aquella solidaridad de los pueblos, de los barrios, se ha perdido. Yo he vivido en los dos; en pueblos y en barrios en los que las puertas estaban abiertas. En un momento dado se empezó a decir aquello de “pueblo pequeño, infierno grande”; empezaron a circular ideas tipo “métete en lo tuyo y no en lo de los demás”; fue configurándose una mentalidad individualista que nos ha llevado adonde estamos hoy. Lo que toca ahora es desandar el camino; dejar lo bueno que hemos conseguido, que han sido muchas cosas, por ejemplo, en materia de medicina, e incorporar lo que hemos dejado. Una cosa de la que nos hemos dado cuenta en los cohousing es la necesidad de un reducto propio, algo que no está reñido con hacer las cosas fundamentales en común. El día que no te apetezca, tienes toda tu libertad. La libertad, aquí, no es tomar cañitas, sino una vida con seguridad, estabilidad emocional y psíquica. Tendremos, por ejemplo, un espacio de coworking para las personas que trabajan en casa. No es nada bueno para la salud mental estar en casa y no salir nunca, no ver a nadie… Las psicólogas no dan abasto con las ansiedades; tenemos una sociedad muy enfermita. En fin, está todo muy pensado. Llevamos ocho años de pico y pala, sin irnos a viajar, y los libros se me acumulan en la mesita.
“Con el ‘cohousing’, comprendimos la necesidad de un reducto propio, algo que no está reñido con hacer las cosas fundamentales en común”
¿Cuál es la fecha proyectada para la inauguración?
Ya teníamos que estar viviendo allá, pero los ritmos han sido muy lentos. Las administraciones no están preparadas y ha costado mucho prepararlas. No existíamos en la legislación. He de decir que aquí en Asturias hay unos servicios sociales y unos representantes públicos que chapó. Gracias a ellos, hemos conseguido cambiar la ley y que el cohousing aparezca como lo que es: una cosa ni pública, ni privada, sino comunitaria. Las casas no son nuestras, lo es solo el uso. Yo no puedo vender mi casa: no es mía, sino de la comunidad. Las casas sirven para albergar a personas y ahora estoy yo, pero cuando me vaya, va a venir otra persona. Una persona que no va a tener que pagar diez veces más porque estos proyectos se hayan puesto de moda.
Y que no va a poder convertir su apartamento en un piso turístico.
Claro, exacto. El dinero es necesario, claro que lo es, pero hasta un punto. Como no se sepa parar, la gente es insaciable.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Tras la pandemia hay un repunte de la neorruralidad. Aquel confinamiento cambió el chip de mucha gente con respecto al campo. Para mí, personalmente, el confinamiento no fue particularmente duro: lo viví en el pueblo, en una casa algo apartada, además, y lo recuerdo como una época hasta feliz, de largos paseos por el bosque.
Yo igual. Ahora mismo vivo con mis hermanos. Vendí mi casa de aquí para ir al cohousing, y entre que ponemos en marcha el cohousing, vivo con ellos. Nos hemos traído también a mi madre, así que tenemos un pequeño cohousing familiar. Estoy haciendo prácticas, como quien dice. Y es una casa grande rodeada de mucho terreno. Durante la pandemia, dijimos justamente: “Madre mía, qué bien que se puede vivir así”. Cuando vienen dificultades, la familia, ya sea la familia carnal o la elegida, los amigos, te dan esa seguridad, esa red. El sistema ha ganado la batalla de dividirnos y hacernos creer que éramos todopoderosos individualmente. Ahora hay que cambiar muchas conciencias para que la gente se dé cuenta de lo que le viene verdaderamente bien. Puedes tener mucho dinero, pero no toda esa calidad de vida, el acompañamiento, la cantidad de estímulos. Ahí estamos, pero es duro. Sobre todo, para la generación vuestra. ¿Cuántos hermanos tienes?
Dos. Somos tres.
Pero la mayoría somos uno o dos. Mi hijo siempre ha tenido su habitación, y darle la vuelta a eso, pasar a compartir espacios, es difícil al principio. El cohousing nuestro es muy chulo, porque el edificio es climático: vamos a poner placas fotovoltaicas y reciclaje de agua, todo muy acorde con el medio ambiente. Pero lo más importante es una reflexión que hicimos. Cada uno tiene un pequeño espacio privativo, pero habrá mil metros de zonas comunes. Cuando empezamos a diseñar este espacio con los arquitectos, las primeras reflexiones eran ideológicas. Empezamos a pensar qué cosas podíamos compartir y fue curiosísimo darnos cuenta de que puedes compartirlo casi todo. A priori da como miedo: ¿compartir tus libros, por ejemplo? Pero decidimos que sí, que por qué no montar unas bibliotecas con todos los libros que tenemos, y que además alguien se encargara del ensayo, alguien de la novela…
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Es decir, ¿no habrá una biblioteca grande, sino pequeñas bibliotecas repartidas por doquier; ir adonde fulano y saber que allí está el ensayo, ir adonde mengano y saber que allí está la novela…?
Exacto. ¿Para qué una gran biblioteca? Pongamos rincones fuera, con una fuente o tal, para cuando apetezca ir a leer y no pongamos un espacio para libros que se va a ocupar muy poco tiempo.
Eres socia de El Manglar, este restaurante/”ecosistema cultural” que nos acoge.
Una vez jubilada, decidí seguir funcionando, pero también con la juventud: ir haciendo comunidades, redes, etcétera. Me he implicado en cuantas cosas fueran positivas, y me impliqué con entusiasmo en El Manglar. Alguien decía que, en España, los bares tenían que ser declarados de interés social, porque son lugares de encuentro. Tienen sus problemas, pero bueno, hay que decir que donde más alcoholismo hay es en los países nórdicos. Aquí, al menos, nos emborrachamos en común. En un momento dado pensamos que necesitábamos un espacio de encuentro como el que finalmente pusimos en marcha; uno para encontrarnos, tomar algo y divertirnos, pero también para hablar de cosas como la comida. La próxima crisis seria —ya estamos en ella— va a ser la alimentaria, y la respuesta tendrá que ser organizarse de otra manera; crear grupos de consumo y demás. Será más trabajoso que ir al supermercado a cualquier hora y coger lo que quieras: tienes que planificar, acostumbrarte a comer de temporada, mucho más barato, comprometerte con los agricultores locales… Ah, ¿que hay mucho tomate, porque fue un año bueno? Pues lo envasamos y lo guardamos para el año que viene. Pero el agricultor, que no pierda nada. Estamos también con otro tema fundamental, que es el de la energía. Acabamos de constituir una comunidad energética para no solamente ser consumidores, que es en lo que nos habían convertido, sino generadores de energía, y además gestionarla de manera democrática. También pensamos en hacer más cooperativismo. En España, en los años setenta, hubo un movimiento de cooperativas vivienda, y también en educación, muy interesante, y con el que se acabó con el procedimiento que ya conocemos. Me acuerdo, aquí, del tema de la privatización del agua. Se comprometen a lo que sea, les da igual; hay un pliego de condiciones que estuvimos estudiando hasta la saciedad y que no cumplen o incumplen sin que pase nada. Lo que hacen es abaratar mucho el tema y que la gente diga: “¿Veis? Lo privado funciona mucho mejor”. Y luego, cuando la cosa ya está consolidada, encarecerlo otra vez a niveles muy por encima de los de lo público. Yo invito a la gente que tenga algo grave, un cáncer, quemaduras, etcétera, a que vayan a cualquiera de los hospitales privados de Asturias: siempre los derivarán al HUCA. Si te vas a operar de un lunar, ahí sí: resulta que te operan antes y además tienes habitación privada. Hemos perdido la conciencia de lo lamentable que es eso y en espacios como El Manglar queremos contribuir a recuperarla. Yo creo mucho en los jóvenes. El otro día escuchaba a la hija de unos amigos, Violeta Serrano, una poeta que emigró a Argentina y ahora ha vuelto, hacer un alegato que me gustó: “¿Cómo los jóvenes no vamos a cambiar el mundo? ¿Cómo no vamos a respetar lo que nuestros mayores nos han legado, cómo vamos a decir que vamos a vivir peor que ellos? Los jóvenes podemos cambiar el mundo”. Me llenó de emoción. La historia nunca ha sido fácil, y ahora tampoco. La generación más preparada tendrá que reaccionar y yo estoy convencida de que van a hacer su revolución. Os habéis formado, habéis tenido más medios, habéis comido todos los días: ¿vais a dejar escapar derechos? Claro que no. Y aquí estamos los vieyos para seguir empujando y para decir: “Chicos, no conseguimos mucho, pero lo intentamos”. Hay que unirse. Unirse como sea: la política, los sindicatos, los partidos, son un medio, nunca un fin. Yo que estuve en la creación de Comisiones Obreras, cuando a su frente se colocó un representante nefasto como fue José María Fidalgo me borré con todo el dolor. Ahora, me acabo de afiliar otra vez. Las organizaciones son muy necesarias, pero más necesarios son los movimientos de base: las asociaciones vecinales, las culturales, todo eso. Yo, pueblo al que fui, pueblo en el que creamos la asociación de vecinos, otro gran movimiento de la etapa de la Transición.
Asunción Rodríguez Lasa. Foto: Alisa Guerrero
Que desapareció un poco de golpe.
Hubo un corte, sí. Con la llegada de la democracia todo cambia y pasa a ser mucho más cómodo que alguien te represente y te solucione los problemas que estar cada día en tu asociación escuchando a la gente del barrio y haciendo reivindicaciones. La gente creyó que ya habíamos hecho nuestra parte del camino y que las cosas iban a empezar a funcionar bien. Pero estos señores que dominan el mundo son insaciables. Si tienen un millón, van a querer dos; si tienen una tierra, van a querer el doble; y si tienen unas personas, van a querer más esclavos. La izquierda se equivocó: nunca debió abandonar la calle. Anguita decía una cosa: los mejores de las organizaciones deberían estar siempre atrás. Siempre. Para representar, para dar la cara, para decir las ideas del partido, valemos todas las personas. Es para pensar, para hablar de estrategia, para trazar la filosofía, el proyecto económico, etcétera, que no todos estamos capacitados. La democracia debería funcionar como las comunidades de vecinos: a cada persona le toca por turno ser presidente. ¿Que no sabe? No importa, porque el presidente del Gobierno tampoco sabe casi nada. Se asesora, y con buenos asesores y funcionarios, cualquier persona que tenga dos dedos de frente vale. Todos los trabajadores los tienen. Tú preguntas en los pueblos, cuando hacen una obra que después fracasa, y siempre te encuentras a los paisanos que te dicen: “Pero si ya les dije yo que allí no se podía hacer, porque hay un argayu, porque hay agua, porque tal”. La fuerza de la gente. El otro día, ver otra vez alzarse a Ventanielles, este barrio emblemático de Oviedo que sigue con sus problemas, fue emocionante.
Ha sido un placer charlar contigo, Asunción.
Muchas gracias, Pablo.
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1 COMENTARIO
José Vallina 23 julio 2022 En 23:36
¡¡¡Que grande, Asun!!! Una de las imprescindibles… Magnífica entrevista y unas fotos tremendas. Me gustó mucho el pequeño encuentro de hoy. Hacía mucho que no coincidiamos y aunque fue breve, sirvió para ver qué sigues en la brecha y tras leer la entrevista, hacia la que te encaminabas cuando nos despedimos, me lo confirma. Gracias por tu militancia. Un abrazo.
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