lunes, 25 de julio de 2022
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HOMEOPATÍAS
Espina
Las espinas no trabajan contra nosotros; las púas, los pinchos, los alambres sí. O por decirlo de otra manera: el capitalismo no es un conjunto de espinas sino un sistema de alambres, pinchos y púas
Santiago Alba Rico 24/07/2022
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Una historia popular arquetípica es esa del sabio o el santo o el niño o la doncella que liberan a una bestia de la espina que lo atormenta. De todas ellas, la que más me gusta es la de San Jerónimo, según el relato maravilloso de la Leyenda Áurea. Allí se nos cuenta, en efecto, que el traductor de la Vulgata, eremita en el desierto, tropezó en una ocasión con un león que, entre rugidos, se le acercaba para devorarlo. O eso parecía. Porque –nos dice la fabulita– no era hambre sino dolor lo que sentía el animal, afligido por el aguijón de una espina que se le había clavado en la zarpa. Jerónimo se la quitó con delicadeza y el león, agradecido, lo siguió mansamente hasta la pequeña comunidad que regentaba, donde –se entenderá– los otros monjes, al verlo así acompañado, sintieron mucho menos entusiasmo que estupor y espanto. Jerónimo, sin embargo, no solo insistió en incorporar el león a la vida de la comunidad sino que, contra las advertencias escandalizadas de sus compañeros, decidió encomendarle el cuidado de los únicos recursos que poseían: un asno y un cordero. Así que todos los días el león los pastoreaba hasta algún lejano mechón de hierba y todos los días, al caer la tarde, los devolvía indemnes al recinto del monasterio, desmintiendo una y otra vez la desconfianza de los monjes, quienes todas las mañanas aseguraban ceñudos que la bestia, tarde o temprano, cedería a su naturaleza depredadora y devoraría a los dos animales. Pasaron los años sin que nada ocurriera. Hasta que una jornada aciaga el león, ya anciano y con las fuerzas mermadas, relajó la vigilancia y sucumbió al sueño, oportunidad que aprovecharon dos ladrones para robarle el asno y el cordero; de manera que la pobre bestia volvió sola y cabizbaja a casa, donde fue acusado e imprecado y vituperado por los monjes (con esa fruición libidinosa, imaginamos, del que espera lo peor y ve cumplidos sus pronósticos): “¿Ves, Jerónimo? Ya te lo habíamos dicho: un león es siempre un león. No has querido escucharnos y se ha comido a nuestros animales”. La desaparición del león a la mañana siguiente pareció darles la razón. Pero no, amigos lectores, no la tenían; el león no había huido, como pretendían los maledicentes eremitas. Todo lo contrario. Ofendido en su honor, responsable de su destino, fiel a su amigo Jerónimo, recorrió durante meses los parajes más remotos y las aldeas más abstrusas de Siria hasta que encontró a los dos ladrones, rescató el asno y la oveja y los devolvió sanos y salvos a la comunidad monástica. Podemos imaginar la triunfal entrada de la bestia orgullosamente rehabilitada, la sorpresa –y desilusión– de los monjes y la satisfacción de Jerónimo, quien decidió entonces jubilar al provecto animal y darle cobijo en su mesa de trabajo. Allí sigue eternamente a los pies del santo mientras éste, con una calavera de pisapapeles, redacta con alta pluma la traducción al latín de la Biblia, tal y como lo representa la iconografía cristiana.
Recuerdo que, cuando leí por primera vez Las elegías del Duino a los dieciséis años, me impresionó mucho leer en el prólogo que Rilke, enfermo de leucemia, había muerto mientras cogía una rosa, pinchado por una de sus espinas. Naturalmente el poeta no murió enseguida sino tras semanas de una lenta infección agravada por sus bajas defensas, pero en mi cabeza quedó siempre esta imagen de una rosa blanca que, por sumisión lingüística, producía una irrestañable hemorragia de sangre también blanca, como si la flor le hubiese producido, o al menos descubierto, la enfermedad griega y mortal que padecía. La rosa de Rilke era, sin embargo, roja, y no lo digo porque sepa del amor de Rilke por esa variedad de rosas sino porque, si a uno le mata una rosa, le tiene que matar una verdadera rosa. Nuestro gran humanista Andrés de Laguna, en su comentario de 1555 al Dioscórides, dice que la naturaleza de la rosa reside en su “asperidad” y “espinidad”, de manera que la roja, la más erizada de espinas, es la rosa por excelencia o la rosa esencial. Es difícil no ver en este razonamiento, por lo demás muy aristotélico, una tentación de simpatía cromática. Me explico. Cuando se dice que “no hay rosas sin espinas” se entiende que, igualmente al revés, tampoco hay espinas sin rosa, pues la espina que penetra en el dedo produce –salvo en el caso de Rilke y su leucemia– una herida roja. Las rosas rojas hacen florecer rosas rojas en los dedos desprevenidos. O en la cabeza de Cristo, adornada por sus verdugos con una floración de heridas. La espina es, digamos, la pasarela física y simbólica entre dos rosas rojas, una en el arbusto y otra en el cuerpo; una en el rosal y otra en la sangre. Si la espina es la verdad de la rosa, la herida es la confesión de la espina. Por eso, más allá de su asonancia vocálica, en el famoso poema de Miguel Hernández podríamos sustituir un término por otro sin alterar su sustancia: “Llegó con tres heridas/ la del amor/ la de la muerte/ la de la vida”. Heridas o espinas, las rosas de dentro esperan el menor pinchazo para salir al exterior y exponer su dolor escondido. La belleza de las rosas rojas –gran tópico poético inevitable– tiene que ver con la alegría máxima del ojo, sí, pero también, a través de la espina, con esta extraversión –de dentro a fuera– de la íntima vivencia de la humanidad desvalida. El león de Jerónimo, al que volveremos enseguida, no se pinchó con una rosa roja sino –más probablemente– con un espino albar, pero rosa roja era lo que le ofreció al santo en su zarpa y lo que los unió a los dos para siempre. Una rosa es una espina es una herida es una rosa.
Solo la espina, inseparable de la rosa, retiene la ambigüedad de la belleza y del dolor humanos
Una espina es una cosa muy seria. En 1934 la gran filósofa, mística y activista francesa Simone Weil dejó la carrera docente para enrolarse como obrera en una fábrica de la casa Renault. Lo hizo, según confiesa en su diario, para sentir clavada en su carne “la espina de la realidad”. Al calificar de “espina” la realidad –asociada en este caso al trabajo penoso y la explotación fabril–, Weil parece sucumbir a la idea muy judeocristiana del sufrimiento como medida de toda verdad, pero la noción de espina, y ella lo sabe, implica menos el concepto de dolor que el de intimidad: la realidad se interioriza en el cuerpo en la forma de una experiencia que, generalizada entre los cuerpos, nadie puede tener en mi lugar. El poder metafórico de la rosa no procede de su color ni de su caducidad maravillosa sino del hecho de que tiene espinas. Pero es que el poder metafórico de la espina, por su parte, procede del hecho de que, una vez se nos clava en la carne, se nos queda dentro. Se dirá que también la astilla se queda dentro, pero la astilla no tiene ninguna relación con una flor y, en consecuencia, no significa nada más allá de sí misma. Lo mismo pasa con otros sinónimos o ideas aledañas. Pensemos, por ejemplo, en el cardo, gótico y azul, que está armado, sin embargo, de “pinchos”; o en el erizo, al que tampoco se atribuyen “espinas” sino “púas”. La rosa es natural porque tiene espinas; al imaginar pinchos y púas en los cardos y los erizos los sacamos de la naturaleza para incorporarlos al mundo artefacto de la agresión humana, poblado de filos, ganchos y aceros. Pinchos y púas, digamos, tienen los dos un origen voluntarioso y artificial. El pincho, del latín punctio, es pariente de la “punta” y el “punzón”, que se utilizan conscientemente para agujerear una superficie. En cuanto a “púa”, palabra labial y liviana como un beso, es un apócope del cuchillo latino llamado pugia, de donde se deriva también nuestra “puya”, esa vara acerada con que ganaderos y picadores castigan a las reses, y quizás también la palabra “pulla”, la expresión afilada que dirigimos, fulminantes y picajosos, a quien queremos castigar verbalmente. Toda la diferencia entre “espinas”, “pinchos” y “púas” se pone de manifiesto, por lo demás, cuando intentamos hacer hablar a Weil de “la púa o el pincho de la realidad” o sustituimos en el poema de Miguel Hernandez “las tres heridas” –las tres espinas– por “los tres pinchos” o “las tres púas”. No funciona y no funciona porque los pinchos y las púas, que también hieren, en ningún caso forman parte de nosotros mismos. Solo la espina, inseparable de la rosa, retiene la ambigüedad de la belleza y del dolor humanos: es anfibia, por así decirlo, entre el alma y el cuerpo, entre el mundo y la carne. Por eso Machado podía escribir en unos famosos versos: “En el corazón tenía/ la espina de una pasión/ logré arrancármela un día:/ ya no siento el corazón”. A veces es difícil distinguir entre la espina y la vida. No es una casualidad quizás que el esqueleto de los peces se llame también “espina” y el de los humanos “espina dorsal”: una espina, al contrario que un cuchillo, es algo que se queda o se lleva dentro.
Por eso también, mientras nos arriesgamos con las espinas, huimos de los pinchos y las púas, a las que imita el mal humano cuando quiere herir al prójimo. Es repugnante la idea de un “alambre de púas” y más vergonzoso aún el símil de un “alambre de espino”, porque usurpa para el racismo y el egoísmo armado la belleza natural de ese bellísimo espino albar que se clava en la zarpa del león de Jerónimo o en el que se convierte el enamorado conde Olinos tras ser asesinado por la reina celosa. Las espinas no trabajan contra nosotros; las púas, los pinchos, los alambres sí. O por decirlo de otra manera: el capitalismo no es un conjunto de espinas sino un sistema de alambres, pinchos y púas. Acabo de pasar unos días ingresado en un hospital de Madrid, gigantesca nave náufraga en la que la mitad “sistema” es frenada sin parar por la voluntad heroica de miles de Jerónimos que siguen quitando espinas, una por una, noche y día, a gente que da las gracias y llora.
Contra ese sistema tenemos que luchar todos juntos. Las espinas nos las tenemos que quitar –cuerpo a cuerpo– los unos a los otros. Hay dos cosas que me gustan de la historia de Jerónimo y el león. La primera tiene que ver con el reconocimiento ingenuo de la potencia de la gratitud. Los veganos encontrarán ahí la prueba de que incluso una bestia depredadora puede renunciar a los imperativos de su naturaleza y convertirse en un compañero herbívoro. No me gusta esa politeja. Prefiero pensar en la seriedad de la espina, en la zarpa convertida en rosa roja y en ese vínculo de fidelidad entre cuidadores. El agradecimiento no convierte al león en vegetariano; lo convierte en pastor vigilante y cuidadoso. No ha cambiado su naturaleza sino su relación con el mundo.
La otra lección que me gusta de esta historia está relacionada con las espinas que llevamos dentro y con las espinas que nos quitan nuestros amigos. Contra el sistema y a medida que vivimos, vamos acumulando espinas que ningún Jerónimo viene a quitarnos. Pero intuimos, a través de esta leyenda blanca, que las cosas podrían ser de otro modo; es decir, que un león es en realidad un pastor al que se le ha clavado una espina; que algunas de las bestias que conocemos no son sino seres humanos con una espina dentro; que bastaría un poco de cuidado –personal e institucionalizado– para aliviar o eliminar una parte de los males de este mundo. Jerónimo libera la zarpa del león y el león –al contrario de lo que podría pensarse– no se hace ni vegano ni manso: recupera su verdadera naturaleza. El sistema y sus alambres –digamos– nos impiden quitarnos mutuamente las espinas.
Una rosa es una espina es una herida es una rosa. Hemos visto que llevamos dentro al menos cuatro: el amor, la vida, la muerte, la realidad. En este intercambio feroz de rosas rojas nos estamos todo el tiempo clavando y quitando espinas. Que nos deje el sistema de una vez lamernos las heridas.
Así que quítame, mi amor, todas las espinas que puedas, por favor. Salvo ésa que me encadena dolorosamente a tu alivio.
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