La competitividad.
ESTILOS DE VIDA
La competencia está en la sangre
Competir en sociedad ha influido en la evolución del tamaño cerebral
La competitividad que caracteriza a la sociedad actual tiene probablemente una raíz biológica: los humanos llevamos la competencia en nuestros genes
Albert Figueras | Médico | 19/12/2009 | Actualizada a las 03:31h | Gente y TV
Si pedimos a nuestro hijo que coja su bicicleta y pedalee deprisa hasta llegar a la siguiente esquina, el niño correrá; sin embargo, si está con un amigo y les pedimos a ambos que pedaleen deprisa, la velocidad a la que correrán será ostensiblemente superior a la que alcanzan cuando corren solos.
El juego de ir más allá, de correr más, de saber más –la competitividad– parece que es un estímulo para mejorar el rendimiento. La competitividad está presente de un modo u otro siempre que tenemos a alguien cerca, y este espíritu juguetón se utiliza en muchos campos de la vida social y laboral; estimula la superación y pone en marcha mecanismos para incrementar la eficiencia de las respuestas. Ahora bien, la pregunta que tratan de responder los investigadores es si el estímulo de la competitividad es infinito o si, por el contrario, llega un momento en el que se agota.
La base cerebral de la competición
Una característica esencial de la vida humana es la pertenencia al grupo, el hecho de identificarse con un colectivo de personas pero poseer algunas características diferenciadoras que permitan mantener y reconocer la individualidad. La atracción y el afecto son algunos de los factores que permiten la integración, mientras que la agresividad facilita la diferenciación del individuo. La competencia es otro factor que permite que una persona sobresalga del resto.
La competitividad se considera un impulso que aprendemos de pequeños, que cuenta con numerosos incentivos en el ambiente y se sigue una poderosa respuesta –placentera cuando logramos la superación o dolorosa al fracasar–. Lograr activar el sistema cerebral de recompensa y evitar el dolor social del fracaso en la medida de lo posible es el fundamento para manejarnos en nuestro entorno familiar o laboral; ocasionalmente también es el origen de algunas disfunciones derivadas tanto de la adicción al placer de ganar como de la inhibición de cualquier acción por miedo al dolor de perder.
Según la época y los conocimientos sobre la respuesta cerebral que estén en boga, la descripción de estas premisas de la competitividad pone su énfasis en determinados neurotransmisores o circuitos neuronales. Quizás las neuronas espejo puedan explicar parte de la respuesta de la competencia.
Marco Iacoboni es uno de los impulsores de esta novedosa teoría que explica algunas conductas automáticas (Las neuronas espejo, Katz Editores). Según este neurólogo de origen italiano que trabaja en la Universidad de California, en Los Ángeles, el cerebro posee un grupo de neuronas capaces de activarse automáticamente cuando percibimos determinadas acciones de quienes nos rodean; se trata de un reflejo premotor (situado antes del razonamiento consciente). Por ejemplo, somos capaces de sentir dolor cuando vemos sufrir a alguna persona próxima, y esta es la base de la empatía.
Sin embargo, los periódicos están plagados de noticias que muestran hasta qué punto la sociedad puede llegar a ser atroz, y eso dice poco de esa supuesta empatía. Iacoboni lo atribuye al hecho de que no sólo imitamos las acciones buenas, ni sólo somos capaces de ponernos en el lugar de los demás cuando sufren, sino que las neuronas espejo también se utilizan para el fenómeno de la violencia imitativa, por ejemplo. Este es un campo del que aún queda mucho por descubrir, pero probablemente hay un espacio para el rol de esas neuronas espejo en la competitividad. ¿Acaso, cuando el vecino de veraneo tiene una piscina y oímos el chapoteo una tarde de verano, no nos entran ganas de tener una piscina para hacer lo mismo? ¿Y cuando en el ambiente de trabajo se producen urgencias, a veces infundadas o irracionales, acaso no parece que se contagien hasta llevar al colectivo a una carrera en el tiempo con la finalidad de terminar una tarea?
Sea como sea, la presencia de la competitividad ha desempeñado un papel beneficioso en el desarrollo de la especie humana. Diversos estudios coordinados por el profesor David Geary, del departamento de Ciencias Psicológicas de la Universidad de Misuri, sugieren que la intensidad de competencia social (mayor cuanto más grande es la densidad de la población) es el factor que ha contribuido al incremento del tamaño cerebral a lo largo de la evolución humana y, por tanto, a aumentar la inteligencia y la capacidad de razonamiento abstracto.
Un juego ancestral
Por otro lado, la antigüedad del espíritu competitivo tiene sus contrapartidas negativas. Martin Seligman, el autor de éxitos como Optimismo aprendido o La auténtica felicidad (Ediciones B), afirma que algunas de las cosas difíciles de cambiar en nuestra manera de ser son herencia de las luchas a vida o muerte de nuestros antepasados, y cita la competitividad además de los miedos, la agresividad, los objetos sexuales que perseguimos o los prejuicios frente a las personas distintas de nosotros. Los cita como ejemplos de la relación psicológica con el pasado biológico del ser humano.
La competitividad existe en el juego desde una temprana edad, muchas veces estimulado por los padres ("A ver quién termina antes", "A ver quién corre más"), y es un juego bien aceptado por los pequeños. Sigue cuando se juega al fútbol, cuando se monta en bicicleta o cuando uno se compara con los demás alumnos de la clase, para ver si está por encima o por debajo de la media. Se compite para poder sacar una buena nota en la selectividad y tener más probabilidades para escoger una carrera universitaria, se compite para conquistar a una posible pareja, se compite por un puesto de trabajo, y se compite por ser mejor considerado en el entorno social y laboral, por estar actualizado y cualificado.
La competitividad es, pues, un juego ancestral y aprendido, que ha encontrado abono en la sociedad actual. Si tenemos en cuenta la teoría darwiniana de la selección natural, desde la perspectiva evolutiva, sobreviven los individuos más sanos, los que son capaces de tener una prole mayor, los que son capaces de defenderse mejor, los que pueden correr más para cazar o los que tienen la astucia más desarrollada. En el contexto social, la competitividad tendría la función teórica de permitir que los más preparados avancen en la comunidad, que la lideren, que sean quienes puedan alcanzar la condición óptima para propiciar avances científicos y tecnológicos. Sin embargo, parece obvio que eso no siempre es así. Hay personas que añaden otros campos de competición –no siempre objetivamente necesarios ni psicológicamente saludables–: competir por ser el que cambia más veces de coche, el que tiene ropa de marca más cara o el que tiene más éxito, palabra altamente pegajosa cuya definición varía según el color del cristal de las gafas de cada uno.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman, que introdujo el concepto de las relaciones líquidas originadas por la prisa y la superficialidad propias de la cultura occidental a comienzos del siglo XXI (Tiempos líquidos, Tusquets Editores), señala que "el progreso, que tiempo atrás era la manifestación más extrema del optimismo radical y la promesa de una felicidad duradera y compartida por toda la humanidad, se ha desplazado completamente al polo opuesto; (...) el progreso se ha convertido en una especie de juego de las sillas infinito e ininterrumpido en que cualquier momento de distracción tiene como consecuencia una derrota irreversible y una exclusión irrevocable".
¿Qué influye en la competitividad?
En 1898, el psicólogo Norman Triplett estudió las marcas de la Liga de Ciclistas Americanos y describió una conducta curiosa: los ciclistas corrían más rápido cuando rodaban con alguien que les pisaba los talones que cuando rodaban solos; en promedio, lograban recorrer un kilómetro unos tres segundos más deprisa que si iban solos, y sospechó que se trataba de algo más que el simple hecho de tener alguien persiguiéndolos. Para ello hizo un experimento con varios niños corriendo en bicicleta y observó el mismo comportamiento. Pero, ¿esto funciona igual en condiciones laborales?
Estas observaciones iniciales se complementaron en la década de 1960 con las aportaciones del psicólogo Robert Zajonc: cuando otros nos miran, estamos más alerta, algo nos estimula y esta excitación determina una respuesta dominante. Ahora bien, si esta hipótesis se cumple cuando se trata de realizar tareas relativamente simples, el efecto de sentirnos observados puede ser negativo en tareas más complejas.
De acuerdo con los conocimientos actuales, parece que lo importante es cómo respondemos a la audiencia y la atención que le prestamos. Si tenemos entre manos una tarea complicada y, además, nos vemos obligados a prestar atención a quienes nos observan, el rendimiento puede ser inferior a causa de una sobrecarga de la atención: nuestro cerebro es incapaz de atender a tanta demanda y rinde peor.
Esta hipótesis se ha visto reforzada por un estudio publicado recientemente en la revista Psychological Science en el que Stephen García, de la Universidad de Michigan, y Avishalom Tor, de la Universidad de Haifa, llegan a la conclusión de que a más competidores, menor es la competición que se establece. Lo demostraron con un estudio en el que las personas responden con mayor velocidad y precisión un examen cuando creen que están compitiendo contra 10 contrincantes que cuando se les hace creer que compiten contra 100, un efecto que es más marcado en las personas con un sentido de comparación social más acusado.
La competitividad social y laboral es necesaria y positiva en muchas ocasiones; sin embargo, otras veces puede llevarse a extremos que son claramente contraproducentes. En este sentido, los avances en la psicología de la respuesta social son muy importantes tanto para la educación poco competitiva de las personas como para forjar los más capacitados líderes del grupo que no basen su gestión única y exclusivamente en esta competitividad. En el libro El paraíso interior (Plataforma Editorial), Jordi Nadal hace una lúcida reflexión sobre el liderazgo efectivo y el liderazgo afectivo, partiendo de la necesidad de las empresas –de la sociedad– de ser efectivas en su toma de decisiones y en la gestión, pero resalta asimismo la necesidad de no olvidar el aspecto afectivo, puesto que detrás de todo hay personas –desde el supervisor de una cadena de montaje hasta el soldado que está en el campo de batalla– y, si no se tiene en cuenta el factor humano, llega un punto en el que la respuesta se hace cada vez menos eficiente. La bióloga evolutiva Lynn Margulis propone que las células eucariotas empezaron compitiendo para terminar cooperando, lo que fue la base de la aparición de los seres complejos multicelulares y de los tejidos; parafraseándola, quizás la evolución de la humanidad en el tejido social se irá dando a medida que sepamos aprovechar la competitividad en un contexto de cooperación, una idea que también apunta de alguna manera el reputado paleontólogo Eudald Carbonell en sus ensayos.
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