Si la Europa política no se hace realidad, el euro desaparecerá. Esta desaparición puede adoptar innumerables formas y dar varios rodeos. Puede ser una explosión, una implosión, una muerte lenta, una disolución, una división. Puede durar dos, tres, cinco, diez años e ir precedida de remisiones y dar la sensación de que en cada una de las ocasiones se ha evitado lo peor.
El acontecimiento desencadenante podrá ser el hundimiento de una Grecia aniquilada por unos planes de austeridad imposibles de aplicar e insoportables para el pueblo, o el golpe de efecto de un Tribunal de Karlsruhe que rechace en nombre de Alemania el riesgo ilimitado al que se expondría con la quiebra de un Estado miembro.
Pero desaparecerá. De una manera u otra, si no ocurre nada, desaparecerá. Ya no es una hipótesis, un temor vago, una bandera roja agitada ante los europeos recalcitrantes. Es una certeza. Y esta certeza no sólo se deduce de la lógica (lo absurdo de la quimera que sería, si todo se quedara tal cual, esta moneda única abstracta, como flotante, porque no está vinculada a economías, a recursos, a fiscalidades comunes) sino también de la Historia (todas las situaciones de los dos últimos siglos que nos recuerdan a la crisis que vivimos).

Un política realmente común

Porque el euro no es el primer intento de establecer una moneda única en Occidente. Existen por lo menos seis y si bien, como suele ocurrir, las situaciones no son comparables, su crónica nos puede enseñar mucho. Dos fracasaron claramente y lo hicieron por los egoísmos nacionales, unidos a las desigualdades de desarrollo entre países que sin unirse, no podían hablar el mismo idioma monetario (además, en el primer caso, el episodio clave fue el impago de... ¡Grecia!): son las dos aventuras, hoy olvidadas, de la Unión Latina (1865-1927) y de la Unión Escandinava (1873-1914).
Dos de estas aventuras triunfaron y lo hicieron muy rápido y si triunfaron en esas dos ocasiones es porque el proceso de unificación monetaria estuvo acompañado de una unificación política: una es el nacimiento del franco suizo que, en 1848, en el momento de la Constitución que fundó la Confederación Helvética, y después de medio siglo de tentativas por la negativa a pagar el precio político de la Unión económica, sustituyó a las distintas monedas acuñadas hasta entonces por las ciudades, los cantones o los territorios; y otra es la victoria de la lira italiana triunfante, en el momento de la Unidad italiana, de la miríada de monedas basadas tanto en las de los Estados alemanes, como en el franco, las tradiciones ducales o las republicanas antiguas.
En definitiva, dos lo intentaron, retrocedieron, casi fracasan y acabaron triunfando, dos, sí, que inventaron una moneda realmente común, pero tras mil crisis, retrocesos, suspensiones provisionales y gracias a dirigentes valientes, que comprendían que una moneda única únicamente puede existir si se basa en la mutualización de un presupuesto, de una fiscalidad, de un régimen de asignación de recursos, de un derecho al trabajo, de normas del juego social, en resumen, de una política realmente común: es la historia del nuevo marco que tomó forma, casi cuarenta años después de la unión aduanera o Zollverein de 1834, contra los florines, los táleros, los kronenthalers y otros marcos de las ciudades hanseáticas; y es también la historia del dólar, del que sabemos que tardó ciento veinte años en imponerse y no lo hizo realmente hasta que se acordó federalizar la deuda de los Estados miembros de la Unión.

La ilusión de que aún puede recuperarse

El teorema es implacable. Sin federación, no puede existir una moneda común. Sin una unidad política, la moneda dura algunos decenios y luego, tras una guerra o una crisis, se desintegra. Dicho de otro modo, sin el progreso de esta integración política cuya obligación se inscribe en todos los tratados europeos pero que ningún responsable, ni en Francia ni en Alemania, quiere tomarse en serio, sin la transferencia de las competencias por parte de los Estados-naciones y sin la verdadera derrota de estos "soberanistas", que en realidad empujan a los pueblos al repliegue y a la ruina, el euro se desintegrará como se habría desintegrado el dólar si los sudistas hubieran ganado la Guerra de Secesión.
Antes se decía: socialismo o barbarie. Hoy hay que decir: unión política o barbarie. O mejor: federalismo o explosión e, inmediatamente tras la explosión, regresión social, precariedad, estallido del paro, miseria. O mejor: o Europa da un paso adelante, emprende el rumbo hacia la vía de esta integración política sin la que ninguna moneda común ha logrado sobrevivir jamás, o bien sale de la Historia y se hunde en el caos.
Ya no tenemos elección: o la unión política, o la muerte. Todo lo demás, los encantamientos de unos, los pequeños arreglos de otros, los fondos de solidaridad, lo bancos de estabilización... lo único que hacen es retrasar el fin y mantener viva la ilusión del moribundo de que aún puede recuperarse.