No miremos a otro lado
Pese a la robusta reactivación de la actividad económica, España batió en 2016, último dato disponible, su marca histórica en cuando a población en riesgo de pobreza, con más de diez millones de personas por debajo de la línea de pobreza. Una pobreza que no remite en el país de la Unión Europea en el que más creció la desigualdad durante la crisis económica que acabamos de pasar. Si examinamos en profundidad los datos de la recuperación, podemos observar que el 10% más rico de la población han sido los más beneficiados de la misma: entre 2013 y 2015, de cada cien euros de crecimiento económico, tres han ido a parar a los más ricos, perpetuando de esta manera la brecha de desigualdad que se acentuó durante la crisis.
El motivo fundamental de esa consolidación de la desigualdad hay que buscarlo en el mercado laboral: el desempleo y la debilidad de la recuperación salarial han supuesto una caída de la participación salarial en la renta mientras los beneficios empresariales recuperaros hace años los niveles previos a la crisis. El resultado de este proceso es que hoy por hoy, un joven que entre en el mercado laboral lo hará con una expectativa de salario anual un 33% inferior al existente antes de la crisis, mientras los salarios del tramo más alto de declarantes se ha incrementado en un 15% en términos reales. Un mercado laboral fragilizado y crecientemente precarizado, que ha permitido que se consolide en España cerca de un 14% de trabajadores en riesgo de pobreza, y donde la brecha salarial entre hombres y mujeres no se cierra: el 74% de las personas con menores salarios son mujeres. El abanico salarial se ha ampliado, castigando todavía más a aquellos que ya tenían una mala situación antes de la crisis, cebándose con la fragilidad de los más jóvenes y de los trabajadores vulnerables.
Las consecuencias de esta consolidación de la desigualdad son muy negativas en términos de cohesión social y de crecimiento económico. Una sociedad que ha dejado a su suerte a un 30% de la población, es una sociedad cuyo progreso económico y social está lastrado para el presente y para el futuro. Y no hay que mirar solamente al 1% más rico para exigir responsabilidades: de acuerdo con el último informe de la Comisión Europea sobre finanzas públicas, España es el país, conjuntamente con Italia, en el que las transferencias públicas ayudan menos a los más desfavorecidos. Esta realidad sitúa el debate de nuestra solidaridad social en el ámbito de la justicia fiscal: vivimos en un país donde, proporcionalmente, los pobres pagan mucho más impuestos que la clase media. Nuestro modelo de ingresos y gastos públicos está pensado para proporcionar unos servicios de calidad a la clase media, pero no para atender, como sería necesario, las necesidades de la población que se ha quedado atrás durante la crisis. No miremos hacia otro lado: ni la corrupción, ni la eficiencia del gasto público, ni la lucha contra la elusión y la evasión fiscal, siendo todas ellas necesarias, serán suficientes para paliar la grave ausencia de recursos destinados a las familias más desprotegidas en nuestro país.
Urge un debate sereno, responsable, y maduro sobre el tipo de sociedad que queremos ser: si queremos generar una sociedad donde la igualdad de oportunidades sea real y no un mero desiderátum, tendremos que repensar en profundidad algunos de nuestros consensos básicos, entre ellos, y de forma particularmente relevante, nuestro sistema fiscal, que hoy por hoy recauda siete puntos por debajo de la media de la Unión Europea, y cuyo gasto social se sitúa también bien por debajo de la media europea.
España está recuperando tono y optimismo: el miedo de la crisis, de la pérdida del empleo, de la caída de los niveles de calidad de vida, sentimientos que nos acompañaron durante largos años, están cediendo gracias al crecimiento económico y la creación de empleo. Pero en el camino, corremos el riesgo de consolidar una sociedad más desigual, dejando atrás aquellos que peor pasaron la crisis y que todavía están esperando los frutos de la recuperación. Si dejamos que nuestro país prospere con estos niveles de desigualdad, si no asumimos que la solución pasa por una mayor conciencia sobre la necesaria corrección de las desigualdades, haremos un flaco favor a nuestros hijos e hijas: les dejaremos en herencia un país peor del que recibieron. Ya no preguntarán, como dijo Joaquín Estefanía en su magnífico libro, a sus abuelos, sino a nosotros.
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