sábado, 8 de mayo de 2021

La Sabatína de A.Papell...

Madrid rompió la pandemia Antonio PapellPor ANTONIO PAPELL 14 horas 0 Isabel Díaz AyusoIsabel Díaz Ayuso | Flickr El hartazgo enfermizo de la ciudadanía con la COVID-19 ha sido el terreno de juego en que se han desarrollado las elecciones en Madrid, convocadas a la defensiva por Isabel Díaz Ayuso tras la intentona fallida de moción de censura en Murcia, en la que el PSOE hizo el ridículo y Ciudadanos dio un paso más hacia su total desarticulación. En un clima muy enrarecido por el desastre de las residencias de ancianos, donde han muerto, en proporción, más que en ninguna otra Comunidad Autónoma, así como por la escasez de medios sanitarios (Madrid está a la cola de España), y caldeado por un confinamiento que agotaba la paciencia de todos y precarizaba la mayoría de los hogares, las elecciones de Madrid han sido una válvula de escape de todas las tensiones reprimidas por la ciudadanía durante más de un año de pandemia en que lo público, generalmente con escasa visibilidad en tiempos normales, ha adquirido una presencia exorbitante por la necesidad de combatir el virus, y en que la consiguiente recesión económica ha obligado también a recurrir a fuentes presupuestarias. De hecho, si se piensa bien, no ha habido en los prolegómenos electorales un verdadero debate sobre la gestión ni entre ideas, sino entre inclinaciones y tendencias: mientras el Gobierno de la Nación cumplía con su obligación afirmando las medidas necesarias de seguridad y solemnizándolas mediante la declaración del estado de alarma, que ha permitido confinamientos y toques de queda, la Comunidad de Madrid ha construido un relato de emancipación y rebeldía que, sin llegar a la desobediencia civil, ha defendido el mantenimiento de la actividad económica para que la sociedad siguiera siendo autosuficiente (ha criticado incluso las colas de desheredados recogiendo alimentos) y no se sometiera al miedo y/o a la prudencia. Hablar de negacionismo sería quizá excesivo, pero no del todo inexacto El de la CAM ha sido un discurso ambiguo y hasta cierto punto desconcertante porque ha criticado al Gobierno de Sánchez por inacción y por exceso de intervencionismo, por actuar por su cuenta y por exigir a las comunidades autónomas que gestionasen las competencias transferidas… El resultado de semejante debate contradictorio, en el que el PSOE no ha dado pie con bola, ha sido el énfasis en el concepto “libertad”: primero, la derecha utilizó los binomios “socialismo o libertad” y “comunismo o libertad”; más tarde, enarboló la “libertad” a secas, con un seguimiento acrítico que nadie se ha parado a analizar. ¿Libertad para qué y frente a quién? Semejante ‘rebeldía’ ha dado lugar a un incipiente nacionalismo madrileño, castizo, que ha sido cultivado por Ayuso, hasta convertirlo en un modo de vida, en una peculiaridad, en unas señas diferenciales de identidad, y que se nutre de noctambulismo, ocio gregario y afición a la cerveza. Los partidarios de Ayuso eran los guays, los transgresores con moderación, los valientes, los rebeldes. Este es el plató en que la derecha ha escenificado sus reivindicaciones, en las que ha sido seguida no solo por las clases medias, sino por sectores proletarios en situación de franca necesidad. El objetivo de “bajar impuestos” en una comunidad que está siendo acusada por las demás de realizar dumping fiscal y que mantiene la peor financiación de la Sanidad de las 17 autonomías ha sido jaleado por el pueblo llano con una frivolidad inquietante. La semejanza entre el ímpetu de Ayuso y los discursos de Trump y Bolsonaro no es una ficción. Sería injusto sin embargo culpar al electorado, dueño y señor de su destino, de lo esperpéntico de la situación. La velocidad a la que discurre nuestra política es tal que Iglesias, en un periplo de siete años, ha realizado un viaje increíble que ha pasado por el Parlamento Europeo, el Congreso de los Diputados, la Vicepresidencia del Gobierno y la cámara madrileña. Y Ciudadanos fue, de la mano de Albert Rivera, del paraíso a los infiernos, en un viaje sin retorno que sus epígonos no han sabido abortar. Difícilmente resucitará Ciudadanos y mucho tendrá que trabajar Unidas Podemos para salir adelante sin Iglesias, cuando ya se han derrumbado prácticamente todos sus bastiones territoriales. Por eso, tras Madrid, el escenario volverá a tener dos protagonistas principales, PP y PSOE, y el germen de un tercero que podría desempeñar un papel en el futuro: Más Madrid tiene muchas familiaridades con los Verdes europeos, y podría acabar siendo una opción comparable, por ejemplo, a la alemana, que en el momento actual está recuperando la envergadura que tuvo cuando el socialdemócrata Schröder se apoyó en él para afianzar la cancillería. La referida celeridad con que se mueve este país hace ocioso realizar más cábalas sobre el futuro o sobre las consecuencias de este presente desconcertante. Ayuso ha eclipsado a Casado, Sánchez sobrevuela el contratiempo con el argumento de que apenas hemos asistido a unas elecciones parciales, y los ciudadanos ya han olvidado su voto cuando de lo que se trata es de acabar de salir del escondedero en que nos ha mantenido la pandemia. Ahora toca acabar de vacunarnos para que más adelante podamos reír o llorar. Pablo Iglesias deja la escena. Si se piensa que Biden ha tomado posesión de la presidencia de los Estados Unidos a los 78 años, y que podría acabar por tanto su segundo mandato con 86, se entenderá que uno no crea del todo en la retirada “definitiva” de Pablo Iglesias, quien ha anunciado que se marcha de la política de partidos, de la política institucional, a los 42 años. De cualquier modo, su desgaste es incuestionable y la voluntad de desaparecer siquiera una temporada, reconfortante para él mismo y para sus entornos, ya que la demonización que de él se ha hecho, con razón o sin ella, lo ha convertido en una compañía tóxica que debe eclipsarse una temporada. Su marcha es también una buena noticia para este país porque desaparece (aunque sea temporalmente) uno de los factores de crispación más caracterizados de la vida pública. Su retirada, en todo caso, cierra un periodo convulso de la democracia española que arranca claramente de la crisis económica de 2008 y de la rápida degradación de la situación socioeconómica del país sin que ni las autoridades de aquí ni las europeas de allí arbitrasen soluciones: la imposición de políticas de austeridad que agravaron el sufrimiento de la población, inerme ante crímenes cometidos por otros, exacerbó a las gentes y, en nuestro caso, dio lugar a la gran movilización del 15 de mayo de 2011 que puso nombre al movimiento 15-M o de los indignados, que en un primer momento se centró en la reclamación de unas mejoras en la calidad democracia. “No nos representan”, “Democracia, real, ya” y otras consignas parecidas dieron idea de la significación de aquel movimiento espontáneo. De aquellas movilizaciones surgieron diversos embriones de partidos, entre ellos “Podemos”, que se creó en 2014 al mando de Pablo Iglesias y que ya obtuvo cinco eurodiputados en las elecciones europeas de aquel año. Fue la sorpresa política del momento. La definición ideológica de Podemos nunca se ha fijado completamente. Santos Juliá, catedrático en la UNED, afirmó en su día que las ideas transmitidas por los líderes de Podemos podían concretarse en «la lucha por la hegemonía, de Gramsci; la razón y la mística del populismo, de Laclau; algo de Lenin y mucho de Carl Schmitt». La definición está en Wikipedia. Y si alguien tiene interés en conocer mejor aquel originario populismo haría bien leyendo “En defensa del populismo” de Carlos Fernández Liria, con un esclarecedor prólogo de Luis Alegre. Básicamente, según el propio Iglesias, el binomio determinante ya no era derecha-izquierda sino democracia-dictadura. Errejón sigue pensando aproximadamente lo mismo al frente de Más Madrid y de Más País. Lo cierto es que aquel partido progresista y todavía indefinido lograba 15 escaños en las elecciones andaluzas de 2015 y 69 diputados en las elecciones generales de diciembre de aquel mismo año, con cerca del 21% de los votos. En febrero de 2016, Pedro Sánchez y Albert Rivera firmaron un pacto respaldado por sus diputados basado en 200 puntos progresistas, que necesitaba el respaldo de Podemos para ser viable; el objetivo era echar del Gobierno a Rajoy, que se beneficiaba de la falta de un candidato con posibilidades para la investidura. Iglesias, que pareció ceder en un principio, se echó finalmente atrás, Rajoy siguió gobernando y se celebraron nuevas elecciones en junio de 2016. Antes de la nueva consulta, Podemos e IU decidieron fusionarse para dar lugar a Unidas Podemos. Reiteradas las elecciones generales en 2016, Unidas Podemos obtuvo 71 diputados y la formación quedó teñida de rojo intenso ya que ocupó el lugar relativo que perteneció antes a Julio Anguita, entre otros. La negativa a formar un gobierno posibilista de progreso y la fusión inútil (no aportó ni más votos ni más diputados) con Izquierda Unida fueron los errores más abultados de Pablo Iglesias, quien debió entender que una formación radical de izquierdas nunca sería transversal y acabaría reduciéndose inexorablemente a los límites que antes correspondieron al PCE primero y a IU después. Menos de veinte diputados: ya lo verán ustedes. El resto de la historia es conocido: Iglesias se ha retractado tácitamente de sus inclinaciones antisistema; ha abrazado la democracia del 78, que quiere reformar a fondo; es republicano, como mucha gente; ha luchado por la reforma social pero no ha sabido adaptarse del todo al convencionalismo democrático y ha sido un pesado lastre para el PSOE en el Gobierno y fuera de él. Ha sido un excéntrico que ha dejado huella pero que chirriaba en una democracia normalizada. Probablemente, las causas sociales se beneficiarán de su regreso a la sociedad civil, donde tendrá más márgenes de capacidad de presión y de maniobra sin perturbar el juego de partidos, que debe seguir desarrollándose en el centro y no en los arrabales de la política. Cataluña: la política se hunde Si ya eran escasas las posibilidades de que los soberanistas, que ganaron las elecciones autonómicas del pasado 14 de febrero en votos y en escaños, formen un Gobierno de coalición por la rivalidad entre ERC y JxCAT, los resultados de las elecciones madrileñas parecen haber alejado aún más tal designio, interrumpido como es sabido por la inamovilidad de las posiciones de ambos grupos en algunas cuestiones clave. Más en concreto, la diferencia que parece ser insalvable es el papel que deberá desempeñar, y el simbolismo que tendrá que representar, el Consell de la República, una entelequia inventada por Puigdemont y por supuesto presidida por él mismo, que no es democrática ni tiene obviamente apoyatura institucional alguna, y que ERC se resiste a reconocer y a llenar de contenido. Sería chusco que un gobierno surgido de las urnas al frente de la Generalitat tuviera que estar sometido al protocolo pintoresco de una república bananera imaginaria encabezada por un prófugo de la Justicia. El desencuentro es tan rotundo en torno a este asunto que, descartada la vinculación de las dos principales fuerzas, ERC y JxCat, en un gobierno de coalición o similar, se han puesto sobre la mesa otras opciones, como un gobierno en minoría de ERC, o de ERC más la CUP, ya que estas dos últimas organizaciones han conseguido ya un acuerdo. Pero la sorpresa de Madrid —la barrida del PP a la izquierda— pone de nuevo sobre el tapete la posibilidad de que JxCat, indispensable para cualquier fórmula si se descarta la participación del PSC, deje correr el plazo establecido y queden convocadas automáticamente unas nuevas elecciones autonómicas a partir del día 26 de este mes. La razón es fácilmente deducible, y Jordi Juan la ponía el jueves sobre la mesa en La Vanguardia que dirige: JxCat, muy molesta por la primacía que ha obtenido eta vez ERC, lo que le da el derecho a presidir el gobierno soberanista, cree que la efervescencia conservadora de Madrid, en que la candidata del PP ha arrollado a todos sus adversarios, alarmaría a los catalanes, que ahora apostarían por la mayor radicalidad de JxCat, organización que cree que son inútiles las negociaciones entre la Generalitat y el Estado. La maniobra es traicionera, y ERC debería indignarse ya que es evidente que sus supuestos amigos, con quienes comparte la pulsión independentista, dan preferencia a su propia hegemonía, antes que al objetivo común de la secesión. Lo lógico, en estas circunstancias, sería que, puesto que ERC confía en la posibilidad de entenderse con las fuerzas progresistas estatales, Junqueras tomara la audaz decisión de pactar con el PSC de Salvador Illa y de formar gobierno con él. El independentismo no debería ser un designio ciego y sin sensibilidad: no es lo mismo ERC que JxCat. Porque, por más cambios de siglas que se realicen, todo el mundo sabe que JxCat es el pospujolismo, el heredero de la corrupción familiar del patriarca y su clan, del famoso 3%; y es notorio asimismo que, después de conocerse las leyes chapuceras de referéndum y transitoriedad previas al referéndum ilegal, lógicamente anuladas por el Tribunal Constitucional, el partido de Puigdemont tiene escasos escrúpulos democráticos: no solo quebranta nuestra Constitución sino que en el modelo ideal que diseña para su onírica república el poder ejecutivo designa al poder judicial. Como en el franquismo. La causa independentista tiene un aura romántica, irracional. ERC y JxCAT, aunque opuestos ideológicamente, participan de este sectarismo identitario… del que los republicanos deberían desprenderse para ser tomados en cuenta por los demócratas europeos. Lo que sucede es que el soberanismo ha construido una inquietante mitología patriótica, a la que el ‘buen catalán’ debe acatamiento y respeto, de tal modo que quien desoiga las sagradas prescripciones de la raza y de la tierra será arrojado a las tinieblas exteriores donde todo es llanto y crujir de dientes. En este marco, relativizar la independencia, racionalizar el conjunto de valores en juego –no sólo la soberanía: también el bienestar, la felicidad y el progreso de los catalanes—, es muy difícil puesto que nos movemos en el territorio de lo sagrado. De ahí que quienes quieran resolver el problema deberán regresar al escenario laico del escepticismo.

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