Isabel Rodríguez, ministra portavoz del Gobierno.
Isabel Rodríguez, ministra portavoz del Gobierno. J. R. MORA A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! Por primera vez mi generación vive tiempos políticos que no sabe explicar. Para alguien que se dedica a escribir, esto es, a la vez, una putada y también una bendición. Una putada porque sentarse ante el folio a contar qué puede estar pasando no consiste, como en los años del bipartidismo, el 15M o la llegada de la extrema derecha, en un simple ejercicio intelectual. Últimamente es casi físico. Se trata de vencer el cansancio corporal que supone que el cerebro le haya contado a los músculos y articulaciones que la información relevante del día es que la presidenta de la Comunidad de Madrid comparte una fotografía de una copa de vino en Twitter para asegurar que el Gobierno quiere prohibir el alcohol; que la ministra socialista Margarita Robles es aplaudida por Vox mientras ridiculiza al The New Yorker, tratándolo como un panfleto desconocido; que la primera cumbre del Partido Popular de Feijóo será en casa de Bertín Osborne; que Bildu hace de partido de Estado, apoyando medidas económicas como las ayudas al combustible, que la derecha exigía y luego rechazó. Vivir tiempos incomprensibles es una putada, pero también una bendición. Porque, en mitad de tanto sin sentido, quizá este oficio sea el único que puede ponerle nombre al caos para que, al menos, tengamos un caos con nombre. Pasada la pandemia habitamos una era política en la que reina el caos porque la premisa y la acción no van de la mano. Un ejemplo cinematográfico. Imagine que se sienta a ver El club de la lucha (1999) y, a medida que avanza la peli, va descubriendo que no hay rastro de peleas clandestinas en sótanos, ni personalidades en conflicto, que lo que se encuentra, a pesar de lo que dice la sinopsis, es a tipos perfectamente encantados con sus trabajos que al acabar la jornada vuelven a casa a jugar en la alfombra con sus hijos. Imaginen que, en El Show de Truman (1998), Jim Carrey se pasase de vez en cuando por los estudios que secretamente lo graban en su día a día para saludar y proponer tramas futuras mientras usted, en el sofá, se golpea desesperado la cabeza con el bol de palomitas gritando “qué carajo es esto”. Bienvenidos al tiempo político actual. La premisa dice que, superada la pandemia y superado el momento de llegada de la ultraderecha –ya está aquí, siempre estuvo–, se presenta ante nosotros una disputa política de bloques. A un lado, en la oposición, PP y Vox, obligados a casarse en santo matrimonio para tener opciones aritméticas de gobernar España. Al otro, el llamado bloque de la investidura, una suma de siglas encabezadas por PSOE y Unidas Podemos, que saben que, como en el chiste del paciente que agarra de los testículos al dentista antes de que empiece a hurgarle en la boca, respetarse es la única opción para evitar el desastre de la llegada de los ultranacionalistas a La Moncloa. Esa es la premisa. La acción va por libre y contradice lo anterior. En un PP entregado a las formas de Vox y preparado para la boda nacional con la ultraderecha, un golpe interno dirigido por la mayor ultra del partido acaba poniendo al frente al tipo menos indicado para el enlace matrimonial, dirigente al que Vox señala como cómplice del socialismo. El bloque de la investidura, construido sobre las teóricamente sólidas bases de la necesidad, se resquebraja cada vez que llega un momento socialmente necesario. Llámese reforma laboral, llámese plan anticrisis, el bloque de gobierno tirita, aunque le den los números, y juega a la ruleta rusa en cada votación. Todo es débil. Todo confuso en un tiempo político atolondrado y consistente en salir del paso hoy, para mañana ya se verá. Algo que llega a la sociedad. El que el tema de la semana en el supermercado pueda ser algo que no haya pasado. ¿Debe dimitir el ministro que ha insultado a los ganaderos, aunque no los haya insultado? Un tiempo en el que el debate de posiciones políticas puede girar también en torno a hechos pasados. ¿Debe España mandar a Ucrania las armas que ya ha mandado? Rara vez, en los últimos tiempos, el debate tiene que ver con cómo afrontar una realidad que está por venir. What a time to be alive. Que los partidos del bloque de la investidura no hayan salido corriendo habla de un sentido de Estado que pocas veces se les reconoce Entre tanto caos es terapéutico señalar cierto orden, que también existe. En esta España confusa que se golpea la cabeza con el bol de las palomitas, dos opciones políticas mantienen un alto grado de coherencia. Por un lado, quienes se unieron al bloque de la investidura con precauciones e incluso con mala gana, pero convencidos de que la única salida es dibujar un futuro en el que el Estado Profundo –San Pedro Vallín en su encíclica a los androides cortesanos– sea superado por una apuesta radical por la democracia. Más allá del socio pobre (Unidas Podemos), partidos como ERC o Bildu soportan de manera estoica, y es de justicia decirlo, los chantajes de un PSOE que un día le reza a la democracia y al siguiente minimiza el mayor escándalo de espionaje contra sus propios socios ante los chascarrillos tercermundistas de Margarita Robles y el aplauso de los ultras. Un PSOE que, aun sabiendo que la única manera de evitar el accidente contra el fascismo que viene de frente es acelerar en políticas sociales, tira de freno en mitad de la maniobra de adelantamiento, no vayan a resentirse las piezas de un vehículo llamado Estado Profundo del que forma parte. A un futuro que será democráticamente radical o no será, no se puede viajar con Robles y Marlaska de copilotos. Que los partidos del bloque de la investidura no hayan salido corriendo habla de un sentido de Estado que pocas veces –por no decir ninguna– se les reconoce. A prueba de caos e incoherencia entre la premisa y la acción están también quienes quieren que el Estado Profundo sea Estado a secas. Que espiar y perseguir a partidos democráticos no sea una polémica, sino un día más en la oficina de gobernación nacional. La apuesta de la ultraderecha española, por devolvernos al pasado, no depende de poner o quitar candidatos con perfiles más o menos moderados para despistarnos, ni de piruetas en el argumentario del día siguiente para salir del paso como se puede. El nacionalcatolicismo, lo sabemos bien, es una apuesta firme y decidida. En tiempos tan insoportablemente confusos como estos, lo lógico sería que las convicciones auténticas se acaben imponiendo. Y no creo que a nadie de Bildu o Esquerra lo vayan a invitar a El Hormiguero a explicar las suyas. AUTOR >
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