'Filósofo en meditación', pintado por Rembrandt en 1632 y conservado en el Louvre.
'Filósofo en meditación', pintado por Rembrandt en 1632 y conservado en el Louvre. A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! Los romanos lo llamaban “umbra”, término directamente volcado en el francés “ombre” y en el italiano “ombra”. En castellano, en cambio, se dice “sombra”, con ese sonido espeso y sibilante que adensa la palabra y su contenido. A partir del prefijo “sub”, arrimado y sumergido en su voz como un grumo en el paladar (sub-umbra), “sombra” tiene más carne, más ramas, más follaje que “ombra”. También da más miedo: la sombra susurra desde otros reinos más oscuros. Estamos siempre, para bien o para mal, “bajo la sombra”. La sombra se presenta ante nuestros ojos de tres formas. Los árboles dan sombra. Los cuerpos tienen sombra. El mundo es una sombra. Empecemos por los árboles. Hace años, en un libro de pequeñas ficciones verdaderas, recogía yo la noticia de un árbol del bosque de Birnam (¡el famoso bosque de Macbeth!) que había recorrido tres mil kilómetros para socorrer a una niña que se había quedado dormida bajo el sol en Mauritania. La sombra de un árbol es algo así como una manta de verano, la colcha inmaterial con que nos cubrimos para protegernos de la canícula. Los árboles, en efecto, nos arropan contra el sol: cuando el calor aprieta, nos echamos por encima el chal de una sombra azul. Algunos árboles, lo sabemos, dan mejor sombra que otros. Los de Birnam eran robles, de troncos fuertes y hojas complicadas como cristales de nieve. Pero los mejores, se dice, son el plátano, llamado precisamente “de sombra”, que guarece muchas de nuestras plazas y avenidas; el fresno, primer árbol de la creación, de copa apretada y tupida; el altísimo álamo; el sauce que llora en nuestros jardines; el aligustre, el abedul, el castaño, el elegante aliso que murmura en las orillas de nuestros ríos. Hace un año, un vecino desaprensivo taló el ailanto que, por encima del muro, proyectaba su sombra sobre nuestra terraza. El árbol era suyo, pero la sombra no; si declaráramos las sombras propiedad común inalienable de la humanidad no se perderían todos los años tantas hectáreas de bosque como territorio tiene Andalucía. ¡Talad los árboles, pero dejad las sombras! Nadie es dueño del tintineo de una campana, del destello de un espejo, del color de una fruta, del efecto devastador de una mirada. Hay un cuento chino en el que un hombre pobre compra a un rico propietario la larga sombra del sauce bajo la que se resguardaba con sus amigos y de la que había sido expulsado; junto a la sombra compra de algún modo, para todos, el mundo entero, pues con la posición del sol la sombra se desplaza en todas direcciones y alcanza todos los rincones. Solo al mediodía un árbol es de sí mismo y de su propietario. La sombra sale de nosotros, nos sale de dentro, siempre enganchada, y solo se despega en el momento de la muerte También los cuerpos humanos tienen sombra. En un famoso relato del romántico alemán von Chamisso, La maravillosa historia de Peter Schlemihl, un ambicioso joven sin empleo, al contrario, vende su sombra por un puñado de oro y con ella, de esa manera, lo pierde todo. Es extraño. Podemos vivir sin pelo, sin zapatos, sin voz, pero esa metonimia semifísica de nuestro cuerpo, que se nos adelanta cuando caminamos de espaldas al sol, y que no podemos pisar, nos concierne mucho más que nuestra imagen en el espejo. La sombra sale de nosotros, nos sale de dentro, siempre enganchada, y solo se despega en el momento de la muerte. Esa es la creencia extendídisima en muchas culturas de la tierra, antiguas y modernas. Por eso, del singular al plural, si la sombra es fresca y ligera, las sombras son oscuras y oprimen el alma. El Hades, el reino de los muertos de la mitología griega, estaba poblado de sombras secas, excrecencias espectrales de aquellos que alguna vez fueron hombres vivos. “Vagan exangües, sin cuerpo y sin huesos, las sombras”, dice Ovidio recordando los viajes de Ulises y Eneas al báratro subterráneo, donde hablaron –respectivamente– con las sombras de su madre Anticlea y de su padre Anquises. Prolongación estricta de la Odisea y de la Eneida, el infierno de Dante está asimismo poblado de “sombras”, pues los reos, pese a que el cristianismo les ha dado carne, han sido contagiados por la oscuridad en la que habitan y no reflejan ya la luz. Cuando uno pierde su sombra es porque ha huido al otro mundo y, desconectada de nuestro cuerpo, nos ha dejado encerrados en nosotros mismos, donde ya no estamos: en la prisión vacía del cenit. El mediodía, y no la medianoche, es la hora de los muertos; la hora en la que todos estamos muertos. Por eso mismo, la literatura ha explorado esta dimensión metonímica de la sombra como doble y como apariencia. Desde el mito de la caverna de Platón el mundo mismo ha sido concebido como un recinto de vagas siluetas engañosas. “Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción”, proclama, muy izquierdista, nuestro Calderón. Como una sombra se proyecta la sospecha: la sospecha de que nuestros sentidos nos escamotean la verdad: la sospecha de que el árbol no nos deja ver el bosque, de que ese pájaro es un dron, de que ese príncipe es una rana. Las sombras son los muertos; la sombra es la nuclear inconsistencia del cosmos y sus criaturas. Mediante la sinestesia más bella, más radical y más platónica, lo resumía así Miguel Ángel: “El sol es la sombra de Dios”. ¡El sol mismo, con su luz y su calor, es apenas la sombra del verdadero ser! Ahora bien, frente al izquierdismo de Calderón, es difícil afirmar de un modo más optimista e inmediato el mundo: si el sol es la sombra de Dios, la sombra de Dios es el sol. A partir de este sencillo hipérbaton operamos un curioso volteo metafísico que pone la certeza del sol en el centro de nuestras vidas: de lo que no podemos dudar es precisamente de esa fuente de luz que introduce, salvo al mediodía, hora de la muerte, todas las sombras. La sombra es también nuestro sol. La sombra es también nuestra linterna. Permanece inseparable, desde luego, de la belleza, tal y como demostró el japonés Junichiro Tanizaki en su maravilloso ensayito de 1933, El elogio de la sombra. Frente al dominio de la civilización cenital, con sus luces siempre encendidas y sus pantallas siempre en el centro, el japonés tradicional se reservaba un lugar especial en el salón, el toko no ma, réplica y contrapunto del fuego, un hueco en la pared donde se iban depositando las sombras: donde, si se quiere, iban sedimentando, como en el fondo de un vaso, los posos del tiempo. En todo caso, la duplicidad simbólica de la sombra (la sombra del árbol, las sombras de los no-cuerpos) enraíza en dos campos semánticos diferentes, separados por la distancia que existe entre estos dos títulos famosos: Los gozos y las sombras, la conocida saga de Torrente Ballester, y A la sombra de las muchachas en flor, el del segundo volumen de En busca del tiempo perdido. En el de Ballester gozos se opone a “sombras” como placeres a penas, en una imagen que evoca los “trabajos” de Hesíodo, inseparables espinas de la naturaleza humana; en el de Proust –el más cursi del mundo si no lo leyéramos desde la obra misma– volvemos, en cambio, a ese mundo vegetal, íntimo y colorido, ligero y excitante, en el que los árboles constituyen nuestro primer y único resguardo frente a los “trabajos” del sol. Muy claro lo deja, por su parte, el poeta Pedro Salinas en estos versos: “Tu presencia y tu ausencia/ sombra son una de otra, /sombras me dan y me quitan”, donde el cuerpo de la amada es inaferrable como una sombra (“tu cuerpo nunca, tus labios nunca”) pero cuyas intermitencias en el espacio ensombrecen fatalmente el ánimo del amante: si ella está, es una sombra; si no está, me deja en sombras. El asombro, que fue el origen de la filosofía, ha dejado su sitio al narcisismo tecnológico y sus pinchazos solubles en agua turbia Podemos seguir esta diferencia asimismo en una bifurcación lingüística extraña y hermosa: la sombra produce el verbo “asombrar”, las “sombras” el adjetivo “sombrío”. Los italianos “si stupiscono”, “se asombran”, un vocablo relacionado con nuestro “estupor” y nuestra “estupidez”, estado pastoso de pasmo traumático; los franceses, por su parte, “s'étonnent”, que tiene más que ver con el aturdimiento consecuencia de la “tonnerre”, la sacudida acústica del trueno y la tempestad. En cuanto al castellano, nos cuenta Corominas que el “asombro” es un término nacido en el ámbito de las caballerías, a las que sobresalta el paso de una sombra. Los caballos se asustan, al parecer, de su propia sombra; se asombran de sí mismos, como si fueran otros que se acercan desde el mundo, sigilosamente, para amenazarlos u ocupar su lugar. Nos asusta un poco, es verdad, la independencia del mundo y, por eso mismo, un mundo sin asombro es en realidad un mundo desprovisto de mundo: un mundo en el que todo depende ilusoriamente de nosotros mismos. “Nihil admirare”, recomendaba el estoico Horacio a esos viejos romanos que se asombraban de todo, como niños, y sucumbían luego al dolor y la decepción. Hoy nos pasa lo contrario: no nos asombramos de nada, ni siquiera del estampido de una bomba, ni siquiera de la belleza de un árbol, porque ya no reconocemos ninguna existencia en el exterior. El asombro, que fue el origen de la filosofía, ha dejado su sitio al narcisismo tecnológico y sus pinchazos solubles en agua turbia. Filosofía quería decir eso: mirar el fuego como si lo viéramos por primera vez, mirar el cielo como si fuera a caer sobre nuestras cabezas, mirar tu mano como si no me hubiera tocado nunca. En cuanto al adjetivo “sombrío”, conviene pensarlo por oposición a “umbrío”. No dejan de ser curiosos estos itinerarios cruzados entre idiomas, pues la “umbra” latina, lo hemos dicho, dio lugar a “l'ombre” del francés –que sin embargo usa “sombre” para las pasiones oscuras– mientras que desprendió en castellano el apacible “umbrío” de los jardines arbolados y las pérgolas emparradas de los primeros besos. Sombrío es el ánimo triste, la bombilla desnuda sobre un plato lleno de moscas, el rincón visitado por la muerte; umbrío, en cambio, es el follaje tentador de un paseo vespertino. Una de mis mayores decepciones lingüísticas fue descubrir, hace pocos años, que el “umbral” de la casa no mantenía relación alguna con la sombra; que no es, como yo creía, el vano umbrío donde, viniendo del exterior, uno se alivia del sol. Descubrí que en origen se decía “lumbral”, “el lumbral”, término que combina el límite –limes– y la luz –lumen– para designar la frontera material entre la intemperie y el fuego del hogar (lo que tiene también, qué duda cabe, su belleza). Una de mis mayores decepciones lingüísticas fue descubrir que el “umbral” de la casa no mantenía relación alguna con la sombra Llego así, en todo caso, a la palabra mencionada en el título, la que más me gusta de este campo semántico, indisociable de la oposición “sombrío”/”umbrío”. Me refiero a “penumbra”, esa casi-umbra, como es una casi-isla la península: la zona intermedia entre la luz y la sombra, ese momento un poco ambiguo en que dejo languidecer la tarde de verano sin encender la lámpara. Cada vez que la pronuncio, no puedo dejar de pensar en esos dos poemas insuperables que Borges escribió en 1964 para invocar la imagen del filósofo Spinoza. Los dos llevan ese título, “Spinoza”, y la primera estrofa de ambos incluye la palabra “penumbra”, que puede interpretarse de forma simbólica (en alusión a la intimidad casi clandestina del pensamiento spinozista) pero que en la pluma de un gran poeta adquiere un rango físico, espacial, de claridad insoportable. El primero dice así: “Las traslúcidas manos del judío/ labran en la penumbra los cristales/ y la tarde que muere es miedo y frío./ (Las tardes a las tardes son iguales)”. El segundo recoge la misma atmósfera de trabajo introspectivo bajo una luz crepuscular, aunque la mirada, centrada antes en las manos y las lentes, ahora se dirige a la obra ya virtualmente acabada: “Bruma de oro el Occidente alumbra/ la ventana. El asiduo manuscrito/ aguarda ya cargado de infinito./ Alguien construye a Dios en la penumbra”. Borges, que en 1969 escribió también un Elogio de la sombra, apología de su ceguera, no utiliza en vano la palabra “penumbra”. Spinoza no trabaja en la oscuridad, porque en los Países Bajos, hacia 1660, había todavía suficiente luz para que un judío pudiera vivir sin ser perseguido y porque Spinoza, mientras pensaba, barría parcialmente las sombras del mundo. La luz, en todo caso, es muy holandesa, muy acaramelada, un poco fría, de rescoldo solar y candela trémula. Si exploramos pictóricamente la diferencia entre sombra y penumbra, podemos decir que nadie supo representar las sombras como Goya en sus pinturas negras (pienso concretamente en esa angustiosa “Romería de san Isidro” en la que las capas negras de los romeros se tragan hacia atrás Madrid entero) y nadie supo reproducir la penumbra como Rembrandt, nacido, al igual que Spinoza, en la ciudad de Amsterdam. Es difícil, en efecto, leer los poemas de Borges y no pensar inmediatamente en un cuadro de 1632, Filósofo en meditación, que uno creería inspirado, a su vez, en el autor de la Éticasi no fuese porque Spinoza nació precisamente ese año; o en el poema de Borges si no faltaran más de tres siglos para que éste lo escribiera. Lo cierto es que ahí está pintada la atmósfera que el poeta absorbe y despliega en la palabra “penumbra”: la luz crepuscular, como un incendio, en la ventana, el pensador barbudo absorto en su laberinto bajo la escalera tortuosa, el fuego del hogar, en el rincón opuesto, enrojeciendo ligeramente el aire. Solo en la penumbra los objetos pueden estar tan quietos; solo en la penumbra el pensamiento –o el amor– pueden estar tan vivos. Al contrario de lo que nos hizo creer Platón, la batalla humana no se libra entre las sombras y la luz sino entre la penumbra y las sombras. O digamos –para hacer justicia a Platón– que hay que dar la batalla entre las sombras y la luz con la esperanza de alcanzar, a lo sumo, un cierto estado de penumbra. No sé cómo se dirá en japonés, pero es muy evidente, leyendo su ensayo, que Tanizaki estaba reivindicando la penumbra, no la sombra y mucho menos las sombras. Somos seres penumbrosos, los humanos, cuando no somos sombríos; y con la penumbra, sol entre el follaje, picnic sobre la hierba, conservamos la belleza difícil, la razón temblorosa y la tierra herida. Durante algunas décadas hemos creído poder pasar, a fuerza de aceleración capitalista, de la penumbra a la luz; ahora nos damos cuenta de que, al revés, por ese camino, estamos a punto de dejar la penumbra, donde el asombro era aún posible y los alisos daban sombra, para pasar a las sombras, donde nos esperan los muertos airados en el sol terrible del mediodía. Ay, qué ganas de labrar lentes, de pensar despacio, de retener árboles y contar piedras, de cogerte la mano en la penumbra sin lámparas de un larguísimo atardecer. AUTOR > Santiago Alba Rico Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. Sus últimos dos libros son "Ser o no ser (un cuerpo)" y "España". VER MÁS ARTÍCULOS
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