viernes, 6 de mayo de 2022

Rectificando a J.M. Garcia Margallo....

Azaña y los asaltantes de la democracia española Alex Vidal ALEX VIDAL 5 DE MAYO DE 2022, 13:11 En ese feliz espacio de radio denominado El Ágora de Hora 25, José Manuel García-Margallo, ex ministro del gobierno y amable perfil del Partido Popular, suele recurrir con frecuencia a una supuesta afirmación de Manuel Azaña: “La República será de izquierdas o no será”. Como quiera que no son pocas las tergiversaciones atribuidas al último presidente de la República, quien suscribe estas líneas confiesa soportar cada lunes con mayor dificultad la curiosidad. En 1930 la dictadura alfonsina colapsa. El régimen intenta aún regresar a la farsa turnista pergeñada en 1875; vano empeño conocido por la historiografía como la Dictablanda de Berenguer. Con el colapso de la tradicional comprensión despótica del Estado, el reclamo de los tan anhelados ideales republicanos. “La República será democrática o no será”. Azaña se posicionaba, claro, (esclarecedor su mitin en Las Ventas el 28 de septiembre de 1930) contra un tradicionalismo rector, que temiendo el fin de sus seculares privilegios, buscaría asaltar la naciente democracia española desde el primer día. Ilustra un conservador honesto como Miguel Maura, hijo de don Antonio, en su indispensable Así cayó Alfonso XIII: “Desde el día siguiente al 14 de abril, un puñado de monárquicos exaltados traman la conspiración armada contra la República, que cristaliza, primero, en el 10 de agosto del 32, y luego en el alzamiento del 36. No se dan reposo en su labor. Ponen en ella cuanto tienen, según nos lo refieren con minucioso detalle en varias obras, pero, singularmente, en ese ingente mamotreto que lleva por título Historia de la Cruzada (…) Así son y así serán, quizá siempre, las derechas españolas. Su clima ideal fue siempre la dictadura. Un contratista de su tranquilidad, que les garantice, sin el menor esfuerzo por su parte, el uso y, sobre todo, el abuso de sus privilegios ancestrales, desterrados ya del mundo civilizado”. Sin duda García-Margallo no desconoce que las más trascendentales cuestiones del primer bienio republicano (Laicidad del Estado, Reforma de la Tierra, Ejército y Autonomías) fueron todas planteadas y decididas –más allá de su ulterior desarrollo– entre abril y octubre de 1931. En otras palabras, derivaban de un Gobierno de Concentración nacional que jamás hubiera podido ser denominado de izquierdas. Con todo, el país comenzó a construirse sin la tutela de sus tradicionales grupos rectores. Reforma militar, separación Iglesia-Estado, relaciones laborales, cuestión territorial, reforma agraria, derechos de la mujer, educación laica... El problema de la República, ironizaba Azaña, es que muchos aspiraban a una “República de mentirijillas que consistía en quitar a Alfonso XIII para poner a otro señor con sombrero flexible y un poco menos bien vestido que el rey. Y que íbamos a las mismas oligarquías gobernantes, mismos caciques (…) y misma red opresora para el pueblo español”. El problema de la República, ironizaba Azaña, es que muchos aspiraban a una 'República de mentirijillas' que consistía en quitar a Alfonso XIII para poner a otro señor vestido que el rey En efecto, una cosa era migrar la impostura política hacia un redimible escenario republicano para que nada cambiara; otra muy distinta que advenedizos exponentes de este nuevo escenario, lejos de pervertirse como de costumbre desde 1833, pretendieran transformar de raíz el país en detrimento de sus tradicionales castas dirigentes. No tardaba en llegar el “No es esto” sin justificar de Ortega. Alcalá Zamora, deseando entregar el poder a una derecha republicana y liberal, nunca la encontraría. En La Pobleta, Martínez Barrio confesaba a Azaña los deseos de don Niceto: “Quería gobernar la República con una izquierda –cursivas nuestras– formada por el Partido Radical, una derecha dirigida por amigos suyos, interinamente, hasta que pudiera dirigirla él en persona, y una especie de “oposición de S.M.”, representada por el Partido Socialista”. Ciertamente, el confort de corruptos como Lerroux no pasaba sino por seguir amortizando su acceso al gobierno descansando en un Gil Robles que, financiado por los monárquicos, y regresando eufórico del congreso nazi de Núremberg, continuó negándose a jurar lealtad alguna a la República. ¿Podía tolerar la recién nacida democracia española el acceso al gobierno de una CEDA cuyo líder ya había apelado a la guerra civil en 1931 (Plaza de Toros de Ledesma) y venía de exhortar a hacer desaparecer el Parlamento (sic) a finales de 1933? También en Europa el fascismo se estaba imponiendo por vía parlamentaria. Como recuerda Gabriel Jackson en vísperas de Octubre del 34: “Todos los dirigentes moderados de los partidos como Azaña, Martínez Barrio, Sánchez Román o Miguel Maura, advirtieron al presidente de la República que no permitiera la entrada de la CEDA en el Gobierno, y todos ellos rompieron públicamente con él cuando anunció que Lerroux formaría un Gabinete con tres ministros de la CEDA”. ¿Son estos ilustres españoles, revolucionarios izquierdistas a ojos de García-Margallo? ¿Lo eran perfiles como los de Ossorio y Gallardo,Ricardo Samper o Giménez Fernández, por nombrar solo otras posturas moderadas y a la vez antagónicas entre sí? El propio Gil Robles desmentiría en sus escritos (No fue posible la paz) la patraña de la Revolución comunista que supuestamente estaba por llegar. De igual modo, e incluso justificando el Golpe en clave preventiva, vino a reconocerlo, y es algo que le honra, Luis María Anson: “Cuando las derechas [liberales] se sumaron a la República, estaba claro que solo se podía restaurar la Monarquía a través de un golpe de Estado” escribe en Don Juan. En España, la historia de un país por resolver, procuro plasmar la realidad de un valiente y comprometido pensamiento liberal republicano aún hoy calumniado por el relato franquista y desconocido por las nuevas generaciones; tarea imposible de condensar en un artículo. Digamos, cuando menos, que se trataba –así lo advirtieron Azaña, Domingo o Casares por carta a Alcalá Zamora– de reclamar la formación de gobiernos que ofrecieran “la seguridad de que el rumbo de la República no iba a desviarse peligrosamente”. Y es que temerosas del nuevo tiempo democrático, las derechas no se escondían en su intento de “subvertir la naturaleza progresista de la República (…) para imponer una política estrecha de clase”. ¿Acaso podía ser otro su objetivo? Lo resume con sencillez Ramón Tamames en alusión a Calvo Sotelo: los católico-monárquicos comprendían bien que mediante un sufragio universal sin adulterar, la (democrática) revolución española resultaba incontenible. "No queremos innovaciones peligrosas. Necesitamos paz y orden. Nosotros somos moderados" insistía Azaña a Paris Soir tras el triunfo del Frente Popular en 1936. El presidente era preciso en sus palabras; él y su gobierno no eran sino burgueses reformistas, pero resultaba sencillamente imposible, ya en 1931, ya en 1936, para esta burguesía no rupturista pero sí valiente y honesta, abordar una tarea política que implicaba una transformación del país nunca antes conocida. Para el norteamericano Louis Fischer, periodista de la época, el proceso más interesante era, en efecto, “la emergencia de la nación española”. En toda Europa la burguesía ya había desempeñado dicha transformación en beneficio propio, de la nación y hasta de las masas. España, huérfana de reforma, de ilustración y revolución burguesa, subyugada aún a sus castas rectoras, no emancipada siquiera de su espiritual tutela, necesitaba una transformación estructural reprimida durante siglos; revolucionaria, a fin de cuentas –por muy moderado que se fuera–, a ojos de sus clases dirigentes. La definitiva emergencia de la nación española sólo podía ser, claro, interventora y reguladora de sus castas estamentales, o no sería. Quienes asaltan, en fin, el Estado en 1936 son los mismos que ostentan el poder durante la dictadura con Alfonso XIII. A partir del fallido Golpe de 1932, la política nacional asistía a la provocada instauración de un clima de alarma cuyo objetivo último no buscaba sino justificar y legitimar el definitivo asalto a la aún vulnerable democracia española. No fue la República quien se inventó las cuestiones militar, religiosa, agraria o territorial. Los problemas fundamentales de España jamás habían sido tratados antes sino a tiros. Lejos de seguir siendo ignorados, todos ellos fueron, por vez primera, abordados con verdadero propósito de enmienda. No podía ser. Por moderadas que resultaran todas aquellas políticas, no habían de tolerarse. En efecto, el alzamiento fascista comenzó a gestarse desde el mismo 14 de abril de 1931. Defensores de la antigua dictadura como Pedro Sainz Rodríguez, Calvo Sotelo, Antonio Goicoechea, el propio Alfonso XIII, Eugenio Vegas Latapié (futuro preceptor del rey Juan Carlos I), Ángel Herrera, Juan March, Primo de Rivera, Luca de Tena, Fal Conde y tantos otros, protagonizarían, junto a elementos de la alta jerarquía eclesiástica y el generalato africanista, la trama golpista que Hitler y Mussolini convertirían en gran guerra internacional. “En la España de la Guerra civil –escribe Paul Preston– no había lugar para Azaña, hombre de paz al que repugnaba la violencia. La derecha nunca quiso perdonarle que hubiese proporcionado el plan de la reforma y modernización del país”. En palabras de Josep Fontana, “la Guerra Civil española no se hizo ni contra los desmanes del Frente Popular, ni contra la inexistente amenaza del comunismo, sino contra el programa de reformas de unos republicanos moderados que no amenazaban más que los privilegios injustos de unas clases dominantes que obstaculizaban el progreso del país”. Ocho años después del advenimiento de la República –cinco, si se quiere–, el pueblo español recobraba su dictadura. “A lo único que aspiro es a que queden unos cientos de personas en el mundo que den fe de que yo no fui un bandido” llegaría a decirle Azaña, antes de morir, al pintor y escultor Francisco Galicia. Las Obras Completas del último presidente de la República (Reedición actualizada de Santos Juliá/2008) nos permiten conocer al detalle su obra y pensamiento. Con todo, no seríamos capaces de ocultar aquí nuestras limitaciones. Como quiera que es posible que la expresión tan manida por García-Margallo se nos haya pasado por alto, y que la diferencia entre “La República será de izquierdas o no será” y “La República será democrática o no será” es más que sustantiva, sería muy de agradecer que la próxima vez nuestro ex ministro precisara el escrito, negro sobre blanco, al que reiteradamente alude. No querríamos pensar que es su intención nimbar de cierto halo rupturista a Azaña, o, peor aún, que acostumbra a trampear el pasado con mala fe, acostumbrado acaso a disertar en más embrutecidos auditorios.

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