El historiador Fernando Hernández Sánchez interviene durante una ponencia sobre el PCE.
El historiador Fernando Hernández Sánchez interviene durante una ponencia sobre el PCE. CEDIDA A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! Pocos terrenos del paisaje político español son más complicados de cultivar que el espacio a la izquierda del PSOE. Cada tanto, luce como un huerto que promete una fertilidad electoral prodigiosa. En la práctica, es un campo de minas. En 1977, el Partido Comunista, recién legalizado, sacó 1,7 millones de votos (casi un diez por ciento), resultado que se recibió con decepción, dado el protagonismo que habían tenido los comunistas en la lucha contra la dictadura. Pero solo fue el principio de la crisis. En 1982 –con el PSOE arrasando– el PCE perdió la mitad de sus votantes. ¿Qué ocurrió para que el partido que hizo bandera de la reconciliación nacional y logró generalizar su uso en la conversación civil durante la Transición, sucumbiese justo cuando se daba por clausurada la pugna guerracivilista? ¿Qué pasó para que… dilapidara en tan poco tiempo el capital político acumulado durante décadas? Estas son las preguntas que mueven al historiador Fernando Hernández Sánchez (Madrid, 1961) en El torbellino rojo. Auge y caída del Partido Comunista de España (Pasado & Presente), el último tomo de una tetralogía sobre la historia del PCE del mismo autor. Después de libros dedicados a la guerra, la posguerra y el exilio, este se enfoca en las tres décadas que van desde mediados de los años 50 hasta mediados de los 80. De sus cuatro libros sobre el PCE, este es el primero que se solapa con su propio ciclo vital. De hecho, accedo a la madurez justo durante la Transición. Viví de primera mano algunos de los acontecimientos que narro, aunque tengo que agregar que siempre desde la segunda fila. Procedo de una familia obrera –mi padre fue trabajador metalúrgico– por lo que las huelgas de los años 75-76 las viví en casa. Lo que me aporta mi experiencia vital, ante todo, es una simpatía fundamental por los protagonistas anónimos, de base, que muchas veces se jugaron la vida, y a los que recuerda Brecht en un poema que encabeza uno de mis capítulos. Hago menos concesiones a los protagonistas de relieve, a los que no me cuesta someter a las críticas que se merecen. De todas formas, como decía Marc Bloch, la historia actual no deja por ello de ser historia. Este libro lo he escrito sobre todo en base a la consulta de fuentes primarias, que para mí siguen siendo fundamentales y que, dicho sea de paso, son muy ricas en este caso. El proyecto era un sistema de partidos basado en un eje dual y con los comunistas fuera de la ley Me ha llamado la atención, en este sentido, el uso frecuente que hace de los análisis elaborados por la CIA, el Departamento del Estado y del servicio diplomático norteamericanos: informes y comunicaciones desclasificados por el gobierno o difundidos por WikiLeaks. Creo detectar cierto respeto de su parte por la perspicacia de esos análisis “del otro lado”. Los manejé también en mi libro anterior, La frontera salvaje. Hasta los años 60, los servicios norteamericanos que actuaban en la Europa en reconstrucción adolecían de falta de penetración, eran fácilmente intoxicables. Uno se imagina a aquella generación de informantes, muchos de ellos pertenecientes o aspirantes a la farándula literaria que escribían sus informes desde la Costa Azul o Capri. A partir de los sesenta y setenta, sin embargo, los informes son sumamente precisos y sistemáticos. Realmente tomaban el pulso de lo que ocurría. Contaban con redes excelentes de fuentes. Los norteamericanos no solo anticipan bastantes de los acontecimientos, sino que además saben adaptarse con rapidez cuando ocurren cosas no previstas. Inicialmente, por ejemplo, no son favorables a que se legalice el PCE, porque el proyecto era reproducir en España algo similar a la República Federal Alemana: un sistema de partidos basado en un eje dual, democristianos y socialdemócratas, con los comunistas fuera de la ley. Pero cuando ven que eso no puede ser, modifican sustancialmente sus posiciones. En ese sentido, eran muy leninistas. (Risas.) Hay un momento precioso en el que vemos a un embajador estadounidense dándole una lección de diplomacia a Juan Carlos I. Justo después de las elecciones del 15 de junio de 1977, cuando los diputados del PCE entran al parlamento, Juan Carlos le pregunta al embajador si EE.UU. piensa establecer canales de comunicación con ellos. ¿Seguramente –pregunta el rey–, eso no significaría otorgarles legitimidad? Y el diplomático, muy paciente, le explica que los representantes de Estados Unidos no se pueden permitir quedar “indiferentes a los políticos electos”, por muy comunistas que sean. (Risas.) También encontramos citado al Comisario Conesa e informes de la Brigada Política-Social. En alguna ocasión, me han reprochado que doy demasiada importancia a las informaciones que provienen de los enemigos del PCE. Pero ¿cómo no recurrir a esas fuentes? Fueron ellos los más interesados en escanear lo que estaba ocurriendo en el PCE –para poder frustrarlo, obviamente, ya fuera por la vía represiva antes del 77, ya por la vía política a partir de la legalización–. Desde luego, si me hubiera fiado únicamente de los órganos de propaganda del propio Partido, la historia que habría hecho sería otra. Pero sin duda me habría costado mucho más explicar –como le costó, de hecho, al propio PCE– los bandazos que dio el partido a lo largo de su historia. El PCE de Santiago Carrillo –que aceptó la monarquía, la bandera rojigualda y los pactos de la Moncloa– jugó un papel clave en la Transición, periodo sobre el cual coexisten dos relatos dominantes hoy. El primero, el de siempre, subraya su éxito y ejemplaridad. El del 15M, en cambio, la lee como una claudicación, o incluso una traición. La explicación crítica que ofrece usted del desplome del PCE en los años ochenta no se sitúa ni en uno ni en otro. No condena al PCE por el sacrificio simbólico del republicanismo. Pero sí dice que la cúpula falló a la hora de explicar el porqué de ese sacrificio ante las bases. “No se hizo pedagogía interna”, escribe, lo que contribuyó a la desmoralización de los militantes. Ese fallo lo atribuye a una cultura de partido aún muy vertical y poco democrática. Yo distingo entre “la Transición en sí” y “la Transición para sí”. El segundo es el relato mítico que hemos heredado de un proceso superador de los viejos enfrentamientos fratricidas: lo mejor que nos pudo ocurrir, lo mejor que se pudo hacer y que se hizo de la mejor manera posible. Ese es el relato de las elites que lideraron la Transición cuando tenían 30 años y que todavía hoy –algunos con 80 años– siguen manteniendo, porque es el justificador de su propia biografía. Distingo entre “la Transición en sí” y “la Transición para sí”. El segundo es el relato mítico que hemos heredado Ahora bien, esa lectura teleológica cumplió una función en su momento. Pero no me parece sostenible hoy desde un punto de vista historiográfico. Desde luego, tampoco lo es el relato opuesto. Yo, en ese sentido, me adhiero a la tesis de Vázquez Montalbán: la Transición fue el resultado de una correlación de debilidades donde los que defendían la pervivencia de la dictadura no fueron lo suficientemente fuertes como para poder mantenerla como tal, al mismo tiempo que tampoco lo eran los favorables a la ruptura democrática. No hay que olvidar que el contexto era realmente muy duro. Solo hay que echarle un vistazo a la Junta de Jefes de Estado Mayor en 1977 para darse cuenta de la dureza de los aparatos coercitivos. Evidentemente, la Transición dejó flecos por el camino que no tienen por qué quedar abiertos ahí para siempre. Las nuevas generaciones deberían poder concluir el proceso de cambio democrático llevándolo, ahora ya sin las coerciones de entonces, hasta sus últimas consecuencias. Evocando a Thomas Paine, no deberíamos consentir que se siga encomendando a los muertos el gobierno de los vivos. Pero me parece que la impugnación global de la Transición que se ha tendido a hacer es esterilizante. Es absurdo negar que hubo solución de continuidad entre la dictadura y la democracia. Que el resultado no satisficiera a la izquierda no significa que esta le entregue por entero el mérito del alumbramiento del sistema democrático a una derecha cuyo proyecto original era el de un caetanismo [por Marcelon Caetano] a la española. Extrañarse voluntariamente de lo conseguido no hace justicia a las generaciones que lucharon entonces, y coloca a la izquierda en un ámbito de marginalidad, que es donde a la derecha le gustaría verla siempre. Después de la crisis de los ochenta, el propio PCE llegó a situar el origen del fracaso en el giro hacia la reconciliación nacional a mediados de los cincuenta. Usted, en cambio, argumenta lo opuesto: que las dos décadas que transcurren entre ese giro y la Transición fueron las más exitosas del partido en términos de efectividad. El PCE “logró abrir importantes grietas en las estructuras de la dictadura”, escribe. “Ayudó a hacer inviable su perpetuación”. “Contribuyó decisivamente a asentar las bases de la democracia”, agrega, aunque “se autoinmoló tras su consolidación”. ¿Hasta qué punto cabe atribuir ese auge –y la dramática caída que le sigue– a los aciertos y los errores de la cúpula del partido? ¿No responden más bien a la coyuntura doméstica o internacional? La cúpula cuenta. Máxime en una organización que, desde su fundación en 1921, se movió en la clandestinidad durante casi 50 años, un hecho que imprime carácter. Un factor importante, a mi juicio, es el generacional. No es casual que la renovación de los años cincuenta se vea acompañada e impulsada por un relevo al mando: en la dirección, es el momento del relevo de la cohorte de la República y la guerra de España por la de los jóvenes de la generación inmediatamente posterior; en el interior, es cuando entran las nuevas hornadas que liderarán las movilizaciones estudiantiles y sindicales. Sin embargo, ese impulso que conforma un partido de contornos nuevos acabará entrando en contradicción con una vieja cultura política. Los resultados electorales de 1977 no se corresponden con el papel de liderazgo del PCE en la lucha contra la dictadura ¿Qué ocurre? Los resultados electorales de 1977 –decepcionantes porque no se correspondían con el papel de liderazgo que había tenido el PCE en la lucha contra la dictadura– imponen una prisa, una urgencia por que el PCE consiga una presencia similar al PCI en Italia: un partido respetable, capaz de acaparar un 30 por ciento del voto. Y de ahí vienen una serie de cesiones: la bandera, la institución monárquica, la Constitución, los pactos de la Moncloa, la búsqueda compulsiva de un gobierno de concentración nacional, etcétera. Concesiones que no logran aumentar el apoyo electoral, pero dañan la moral de las propias bases del partido, cuya contribución a la política de la organización, cada vez más institucional, queda reducida a atender a la logística de las campañas electorales y las fiestas. Cuando se empieza a rodar por la pendiente del desengaño es cuando se buscan las causas en un pasado cada vez más remoto: la propia Transición, la primavera de Praga, la reconciliación nacional, el XX Congreso del PCUS… Y se tiene la pulsión de arrojar el agua sucia de la bañera con el bebé dentro. La estrategia de asalto y derribo de la dictadura dio paso a una guerra de posiciones que quizá tendría que haber sido liderada por un grupo nuevo de gente más joven: la que se había formado durante el periodo de los años sesenta y setenta en el interior del propio país, la que había liderado el movimiento sindical, cultural, vecinal, la que había hecho al PCE hegemónico en muchos sectores. Y dar lugar a una actualización de la cultura de partido, menos rígida, más participativa y abierta. Por contra, persistió la vieja guardia y, con ella, una cultura vertical y autoritaria que obstaculizó la renovación. Alguien lo expresó en los años de la crisis con una certera metáfora: el partido, plural en su conformación y en sus sensibilidades, había dejado de ser una iglesia, pero disciplinariamente seguía siendo un cuartel. En este sentido, en su libro plantea una pregunta paradójica: ¿la legalización del PCE acabó convirtiéndose en desventaja electoral? Cabe preguntarse qué habría ocurrido si el PCE hubiera seguido siendo clandestino, y sus candidatos se hubieran presentado por otras listas electorales. Quizá podría haberse explotado más la dinámica de movilización de 1975-76, prolongada después por las protestas contra la OTAN y la reconversión industrial. Los comunistas tenían la experiencia suficiente para comparecer en frentes o alianzas sin perder su identidad, y quizás así no tendrían que haber pagado un elevado coste en concesiones. Pero esto entra ya en el terreno de la especulación ucrónica. Los cambios se consiguen firmando en el BOE Por otra parte, hay un debate muy interesante que se produce en vísperas de la Transición, en los años 73-74, que apenas se volvió a tocar después: el PCE, ¿debía ser un partido dominante o dirigente? Concediendo que el PSOE era un partido proteico que volvería a resurgir y ocupar el primer lugar, cuantitativamente hablando, en el espacio de la izquierda, ¿podría el PCE, sin ser un partido numeroso en términos electorales, haber imprimido ideas fuerza desde el espacio a la izquierda del PSOE y hegemonizar la conversación política como lo hizo en el tardofranquismo? Es otra línea que quizás hubiese ayudado a superar la frustración del año 77 en adelante. Puedes movilizar la calle; pero no sirve para nada si quien está en el gobierno desatiende esas demandas Bueno, esto nos lleva al presente, ¿no? Me refiero al papel de Unidas Podemos en el Gobierno de coalición actual, y al debate sempiterno de si es mejor presionar por el cambio desde la calle o desde dentro de las instituciones. Aquí estoy con Togliatti, al que cito en el epílogo: batirse por la democracia implica la lucha por el poder, porque solo desde el poder se dispone de capacidad ofensiva para modelar lo existente. Tú puedes hacer de Pepito Grillo, puedes movilizar la calle; pero no sirve para nada si quien está en el gobierno decide desatender las demandas de la calle y tampoco puedes mantener una movilización de duración indefinida. Además, me parece que ese debate está resuelto por la evidencia empírica de los últimos años, desde el salario mínimo interprofesional, el ingreso mínimo vital y el escudo social antipandemia hasta la reforma laboral o la ley del aborto. Nadie de quienes vivieron los años del turnismo perfecto, anterior a 2011, pensará seriamente que todo esto habría partido de la iniciativa propia de un gabinete socialista monocolor controlado por Escrivás, Robles, Calvos y Calviños. Los cambios se consiguen firmando en el BOE. ¿Hubiera sido mejor que el PSOE gobernara en solitario con un apoyo meramente parlamentario de Unidas Podemos? Creo que no. Ahí está el ejemplo de los pactos municipales después de las elecciones del 79, donde en muchas partes el PSOE llegó a gobernar con el apoyo de –pero no en coalición con– los partidos a su izquierda. Los beneficios de esa política municipal se los llevaron enteros los socialistas, como se vio en las elecciones del 82. En ese sentido, creo que el viejo debate ha quedado resuelto de forma definitiva por la situación actual. Quienes siguen impugnando hoy desde la izquierda la participación ministerial lo hacen enarbolando las viejas señas de identidad supuestamente traicionadas por el pragmatismo de los que gobiernan. Cabe aplicarles otra anécdota de Togliatti que, cuando los dirigentes del PCE le contaron que habían sido apedreados el 14 de abril de 1931 por unas masas que no entendían su consigna de “¡Abajo la república burguesa, vivan los soviets!”, les respondió: “Ese día os dieron una bonita lección de leninismo”. Esto me recuerda un pasaje de su introducción: “Hubo un tiempo en que quienes cuestionaban radicalmente el orden existente no se refugiaban en las reconfortantes certezas perdidas de un mundo mistificado, sino que se organizaban para la consecución de un mundo mejor”. Entiendo que tiene poca paciencia para la nostalgia. Es una posición que puede ser reconfortante desde el punto de vista de la identidad de grupo. Pero sirve de poco a la hora de cambiar la vida. Los problemas de la gente no se arreglan remitiéndose a la melancolía de un pasado perdido. La única líder histórica de izquierda española que se dejó suceder y colaboró lealmente con su sucesor fue Dolores Ibárruri Hablando de coaliciones y pragmatismos, ¿cómo lee un historiador de la izquierda española lo que acabamos de presenciar en torno a la lista “Por Andalucía”? ¿Viejas chapuzas de la vieja política, o nuevas chapuzas de la nueva? O ambas a la vez. (Risas.) Hablando en serio, me cuesta asumir que personas de cierta madurez puedan intentar forzar algo hasta tres minutos antes del cierre del registro electoral. Hay allí algo más de fondo –seguramente–, que yo no tengo suficientes claves para penetrar, y que no conoceremos hasta que pase más tiempo. De todos modos, a mí como historiador me llama la atención el tema de la sucesión, que ha sido un problema crónico de la izquierda española. La única líder histórica de izquierda española que se dejó suceder y que colaboró lealmente con su sucesor fue Dolores Ibárruri, Pasionaria, en 1960. Desde entonces hasta ahora, no han funcionado bonanciblemente los mecanismos de sucesión en los puestos de mayor relevancia. Y el resultado, como podemos ver, es bastante lamentable. Relata usted que Carrillo, después de dimitir como secretario general en 1982, pretende continuar como líder desde las bambalinas, convirtiéndose “en la sombra del padre de Hamlet, empeñado en ordenarle a su heredero lo que debía hacer para vengar una muerte política que él consideraba como una transitoria catalepsia.” ¿Hoy está ocurriendo algo parecido? La frase me parece bastante apta para ambos casos. Tiene algo de síndrome de De Gaulle: “Me retiro, pero volveré. Y volveré porque me reclamaréis”. En su libro menciona “la idiosincrática capacidad de los comunistas para la confrontación intestina” y “los episodios recurrentes de autofagia”. Desgraciadamente, es una constante invariable. Jorge Semprún recordaba que en una reunión alguien le dijo: “Ahora te voy a hacer la autocrítica…”. El problema general de la izquierda es su dificultad para intersectar proyectos paralelos sin que uno aspire a prevalecer sobre los otros. Hay una viñeta política de Manel Fontdevila realmente reveladora de esa situación estructural. Aparecen dos candidatos de la derecha que dicen: “Innumerables matices nos separan, pero en el fondo estamos por lo mismo.” Y por el contrario aparecen dos de la izquierda, que dicen: “En el fondo estamos por lo mismo, pero innumerables matices nos separan”. Y los tiempos no están precisamente para que la izquierda se pierda en estos juegos. Nos jugamos mucho. Mucho más, probablemente, de lo que nos hemos jugado en 40 años de régimen democrático. El horizonte reaccionario amenaza con revertir derechos que creíamos ya plenamente consolidados. Hay que proceder con menos personalismos y menos táctica de pellizco de monja, y con más vista larga y visión de futuro. AUTOR > Sebastiaan Faber Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition' VER MÁS ARTÍCULOS
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