Juan Carlos I.
Juan Carlos I. CARLOS BRAYDA A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! Lo hemos escuchado hasta la saciedad a lo largo de los años y, ahora que el emérito vuelve al candelero de la actualidad con su regreso a España, volvemos a oírlo por boca de sus infatigables cortesanos: Juan Carlos, no importa los “errores” que haya cometido, merece agradecimiento eterno porque “nos trajo la democracia”. Nos la trajo, a mayor abundamiento, dos veces: cuando auspició su llegada y el día que intervino crucialmente para preservarla, el 23 de febrero de 1981. Siempre fue aquella una alabanza un tanto peculiar. ¿Merece loas quien hace el mínimo exigible en su puesto de trabajo? Juan Carlos nos trajo la democracia: solo faltaba que no nos la trajese. Juan Carlos detuvo el 23-F: solo faltaba que no lo detuviese. Se elogia a Juan Carlos, no por haber sido bueno, sino por no haber sido malo; y en realidad, por no haber hecho nada; por la neutralidad mantenida ante un flujo de la historia que corrió sin que el monarca hiciera esfuerzos, ni por detenerlo, ni por acelerarlo. Que la dictadura pudiera no acabarse, y la democracia llegar o no llegar, es uno de los supuestos tan poco cuestionados como falaces sobre los que se asienta la –todavía hoy, muy exitosa– mitología de la Transición. La democracia era inexorable en aquel momento y aquella Europa donde había instituciones, como la Comunidad Económica Europea, en las que las élites del franquismo anhelaban integrarse, pero en las que había un techo de cristal para una España dictatorial. A la altura del año 1975, no era democracia sí o democracia no el dilema en juego, sino qué democracia, cuánta: en el deseo del establishment del régimen, la mínima para posibilitar esas admisiones ansiadas. Todo cambia desde ese punto de vista y también el papel del rey (el de Torcuato Fernández-Miranda, el de Suárez, etcétera): no la traída de una democracia que podrían no traer, sino garantizar que, de todas las democratizaciones posibles, triunfara finalmente la más contenida; aquella que –movilizando mitos convenientes como el de la España cainita para estigmatizar las aspiraciones más rupturistas y que prevalecieran las moderadas– satisficiese la exigencia internacional manteniendo intactas las estructuras de poder del franquismo. Una democratización gatopardiana sin las depuraciones, siquiera superficiales, que sí se habían producido en la vecina y revolucionaria Portugal, y de la cual emergiese una democracia en la que, más allá de la alternancia política, nadie que hubiera tenido poder durante la dictadura lo perdiese, y nadie que no lo hubiera tenido lo consiguiese abanderando posiciones verdaderamente rupturistas. Una en la que permanecieran ilesos el poder económico de empresarios que habían amasado sus fortunas gracias al trabajo esclavo y a la fidelidad premiada al régimen; el judicial de quienes habían bendecido y practicado la que un Serrano Súñer arrepentido acabaría llamando justicia al revés, castigo a los leales a la legalidad republicana y premio a los que la habían subvertido, etcétera. E incluso una que perpetuara, vía premio leydhóntico, el poder provincial de redes informales de notables locales, convertidas ahora en partidos regionalistas y nacionalistas, paralelamente al diseño de un sistema de circunscripciones provinciales e intraprovinciales (como las tres asturianas o las cinco murcianas) que castigara a un PCE legalizado solo porque no quedaba más remedio, y bajo condiciones draconianas de aceptación humillante de la Monarquía y los símbolos del régimen. En realidad, quienes alaban de Juan Carlos que nos trajo la democracia no son cínicos: solo elípticos, sobreentendedores: lo que elogian de él es el hecho certísimo de que [fue vértice de la operación que] nos trajo la democracia [justa, y ni medio gramo más]. Frente a la pedagogía anestesiante, desmovilizadora, del mito de la Transición, es tarea de la izquierda propagar una que borre sus corchetes.
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