Il trovatore regresa a Barcelona de la mano escénica de Gilbert Deflo.( 27/11/2009
Con el diablo en el cuerpo. Así quería Verdi que se cantara Il trovatore. Es decir, con pasión, con arrebato, con entrega, con intensidad, con vigor, hasta con fiereza. Se trataba de dotar al canto de un realismo, de una verdad y de una tensión desconocidas hasta entonces y que, a muchos años vista, anticipaban algunas de las características de la interpretación vocal de fines del XIX. Todo esto y su llegada al Gran Teatro del Liceo el próximo miércoles hacen que esta ópera requiera de nuestro interés.
El drama en el Il trovatore viene dado, sin duda, por ese específico planteamiento de la línea de canto, que se empareja a una orquesta que avanza colores, claroscuros, penumbras y sombras que más tarde tendrían su desarrollo definitivo en dos obras magistrales de la categoría de Don Carlo y Otello. Pero la voz mantiene un absoluto respeto por las reglas áureas del belcanto. No ya al trabajado y elaborado por los neobelcantistas Donizetti o Bellini, sino al amasado por el barroquizante Rossini.
La obra regresa hasta el día 30 de la mano escénica de Gilbert Deflo, uno de los máximos estilistas actuales, hombre de extraordinario buen gusto y amigo últimamente de montajes que rozan la abstracción, pero que poseen un alto valor de sugerencia. Esta nueva producción, en la que participan también el Capitol de Toulouse, el Teatro de Oviedo y el de Lleida, viene envuelta en colores planos y no recrea la atmósfera otras veces opresiva de la ópera, que narra una historia compleja de raptos, incendios, envenenamientos, venganzas y amores no correspondidos, salidos de la calenturienta mente de García Gutiérrez y pasados por el cedazo de Cammarano.
En el reparto hay nombres de fuste, como el de Marco Berti o, de voz extensa y estentórea, que paulatinamente va puliendo su algo rudo arte de canto, o el de Fiorenza Cedolins, que posee timbre, estilo, musicalidad y temple para hacer una Leonora de altos vuelos; eso sí, más lírica que dramática y ya con algunos problemas en la zona alta. Y no hay que perder de vista a la Azucena de Luciana dIntino, artista de clase, que se ha ido haciendo un hueco, partiendo de un instrumento bien educado pero lírico, en el terreno de las mezzosopranos dramáticas. Entre los demás nombres del reparto, hay que destacar a dos barítonos cumplidores, ninguno de los dos verdaderamente adecuados para el Conde de Luna: Anthony Michaels Moore y Roberto Frontali. Este último claramente mejor por su medido, bien que limitado, arte de canto. A señalar la presencia de Stoyanova, que se alterna con Cedolins, y del tonante y ya maduro bajo ruso Paata Burchuladze, que se alterna con Palatchi. La batuta la empuña un director avezado y conocedor, no siempre templado -aunque en esta electrizante ópera a veces es mejor no estarlo- como Marco Armiliato.
Arturo REVERTER
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