domingo, 20 de diciembre de 2009

Manualillos medioambientales.

La difícil cooperación global.

Guía para la cooperación medioambiental

Los países emergentes necesitan la ayuda del mundo desarrollado para adaptarse a los efectos del calentamiento global.

En Copenhague, donde se está celebrando la conferencia medioambiental más importante de la década, el debate, como de costumbre, está dominado por la reducción de las emisiones de gases con efecto invernadero. Pero hay otro asunto importante (y crucial para llegar a un acuerdo general) que requiere atención inmediata. Ese asunto es la adaptación.

Sin un pacto sobre cómo lidiar con los efectos del cambio climático, no habrá acuerdo en Copenhague, ni en ninguna otra conferencia posiblemente. Eso se debe a que los países en desarrollo, que probablemente sufrirán el mayor impacto del calentamiento global, han dejado claro que no firmarán ningún acuerdo para reducir emisiones a menos que incluya ayudas sustanciales para responder al aumento de inundaciones, sequías y enfermedades que muchos científicos prevén como resultado del calentamiento del planeta.

Alcanzar ese acuerdo no será fácil, pero es más factible de lo que era hace unos años, ya que ahora cada vez más gente cree que cierto grado de adaptación es inevitable.

Pero, ¿cuánta adaptación? Es difícil de determinar. Muchos científicos dudan que podamos detener el calentamiento global en menos de dos grados centígrados. Eso puede parecer poco, pero un cambio de dos grados podría afectar al consumo (dónde vivimos, cómo nos vestimos, a dónde vamos de vacaciones), las decisiones de producción (con qué nos alimentamos) y el diseño de nuestros edificios e infraestructura.

Si la temperatura aumentara en dos grados o más, los agricultores tendrían que cambiar sus cultivos, las fechas de plantación, los fertilizantes y los pesticidas. Las compañías de agua podrían verse obligadas a invertir en nuevos pantanos y tal vez en la construcción de desalinizadoras. Las plantas hidroeléctricas tendrían que ser modificadas para responder a los distintos patrones pluviales. Las redes eléctricas tendrían que ser fortalecidas para lidiar con el alza de la demanda durante olas de calor. La infraestructura costera, incluyendo puertos, plantas eléctricas, carreteras, playas turísticas, presas y diques, tendría que ser rediseñada debido al alza del nivel del mar. Y eso es sólo para empezar.

No estoy diciendo que todo esto tenga que pasar así pero, ¿cómo pueden los países desarrollados y las naciones emergentes llegar a un acuerdo sobre adaptación? Creo que es fundamental converger en cuatro puntos.

¿Cuál es el problema?

La mayoría de países en desarrollo ve las medidas de adaptación como una compensación por los problemas causados por las emisiones de países desarrollados. Pero este concepto no tiene aceptación en el mundo desarrollado, ya que implicaría una responsabilidad legal del mundo desarrollado por los daños causados por el calentamiento global, algo que supondría pagos potencialmente sujetos a litigios y difíciles de fijar en términos concretos.

Se trata de un obstáculo fundamental, pero creo que es superable. En lugar de ver la adaptación como una compensación por daños, sugiero que se considere como una manera de mostrar solidaridad global. Los fuertes deberían ayudar a los débiles.

Pero no es sólo una cuestión de semántica. La "solidaridad" elimina la cuestión de la responsabilidad, lo que aumenta la probabilidad de que los países desarrollados puedan llegar a un pacto que permita a los países emergentes acceder a fondos con mayor facilidad.

¿Cuánto dinero?

Este asunto es el más evidente y muchas veces el más problemático a largo plazo: ¿cuánto dinero debemos reservar?

No estamos hablando de un monto pequeño. Un acuerdo implicaría transferencias de hasta decenas de miles de millones de dólares, así que el debate será intenso. Naturalmente, los países en desarrollo querrán cuanto más mejor, mientras que los países industrializados tratarán de mantener la cantidad que deben contribuir en un monto presumiblemente más bajo.

El problema ahora mismo es que nadie sabe cuánto costará la adaptación. Existen estimaciones aproximadas: el Banco Mundial calcula que los costos podrían sumar entre US$75.000 millones y US$100.000 millones al año de aquí a 2030; la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático encargó un estudio que llegó más o menos a la misma conclusión. Pero ambas organizaciones admiten que sus cifras son especulativas.

Ahora mismo, no hace falta que los negociadores de Copenhague lleguen a un acuerdo sobre una cifra final. En cambio, deberían alcanzar un pacto sobre un monto inicial basándose en las cifras del Banco Mundial y las Naciones Unidas para, a continuación, establecer un proceso de revisión para ajustar los pagos a medida que aprendemos más sobre nuestras necesidades de adaptación.

Más aún, los pagos podrían organizarse en fases, empezando por las necesidades prioritarias, como medidas para lidiar con situaciones climáticas actuales, por ejemplo sistemas de alerta por tormentas y programas para asegurar cosechas agrícolas.

En un mundo donde hay tanta incertidumbre y donde nuestra comprensión del problema puede mejorar, sería irracional comprometer nuestra inversión por adelantado. Sería como si la Reserva Federal congelara sus tasas de interés por varios años.

¿Quién toma las decisiones?

Otro ámbito en el que necesitamos un acuerdo en Copenhague es el de la gestión de los fondos de adaptación. Es decir, ¿quién tomaría las decisiones de gasto y cómo se decidirían las prioridades?

Todo el mundo quiere ser quien toma las decisiones. Los países desarrollados creen que las instituciones tradicionales, como el Banco Mundial y el Global Environment Facility, deberían desempeñar el mismo papel con los fondos de adaptación que con los fondos para el desarrollo: evaluar proyectos, entregar fondos y monitorear su éxito o fracaso.

Pero las economías emergentes temen que estas instituciones tradicionales, dominadas por los países desarrollados, actúen con demasiada lentitud o sean demasiado conservadoras. También argumentan que los fondos de adaptación son muy distintos a los que se dedican al desarrollo.

Los países alcanzaron un acuerdo hace dos años en Bali, cuando establecieron un nuevo Fondo de Adaptación gobernado por una junta con representantes de países desarrollados y emergentes. Pero por ahora este poder compartido existe sólo en teoría, y el Fondo de Adaptación es responsable de sólo una pequeña porción del dinero para lidiar con el impacto del cambio climático.

En el futuro, aseguran los países en desarrollo, el Fondo de Adaptación debería tener un mayor control sobre los fondos de presupuesto. En lugar de depender del Banco Mundial u otras instituciones para identificar, valorar, implementar y monitorear proyectos de adaptación, dicen, esas funciones deberían depender de cada país.

¿De dónde viene el dinero?

El cuarto asunto que debería zanjarse en Copenhague es la fuente de la financiación.

Este es uno de los peores momentos en décadas para recaudar financiación para causas internacionales. Tras la ola de rescates bancarios y paquetes de estímulo de miles de millones de dólares, la mayoría de países industrializados afrontan grandes déficits fiscales a los que deberán responder con dolorosas reducciones de gastos a medio plazo.

Pero la cuestión de la financiación sería complicada en cualquier momento y la manera más sencilla de proceder sería que los países desarrollados aumentaran sus presupuestos de ayuda. Pero los países en desarrollo se oponen a ello por dos razones.

La primera es que históricamente han hecho promesas que no han cumplido. La segunda es que, incluso si las cumplieran, hay sospechas que los pagos sencillamente serían reclasificados como ayuda al desarrollo. Es decir, no habría fondos adicionales.

Por eso, se necesitan nuevas fuentes independientes de dinero, algo que normalmente implica otorgar poder a organizaciones internacionales como Naciones Unidas para recaudar o reducir la soberanía fiscal de los países. Los ministros de finanzas vetarían este tipo de propuestas de entrada.

Así que el reto en Copenhague es hallar una fuente de financiación que mantenga la soberanía de los Ministerios de Hacienda nacionales pero dé a los países emergentes la confianza de que el dinero se materializará. Lo más probable es que deba recurrirse a varias fuentes de financiación y los ingresos seguramente tendrían que compartirse con otros objetivos ligados al cambio climático, como el desarrollo de nuevas tecnologías.

—Fankhauser es un investigador invitado en el Instituto de Investigación sobre Cambio Climático en el London School of Economics.

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