martes, 17 de mayo de 2011

Musiquítas para la Historia.....

Perfección sin preparativos

Música Por Eduardo Hojman.

Charlie Parker fue una fuerza tan brutal en el sonido del jazz de su época que su instrumento, el saxo alto, dejó de estar de moda y fue reemplazado por el saxo tenor, aún hoy el más popular de esa familia de metales. Nadie podía tocar como él, y las comparaciones serían terribles, incluso letales, para las carreras de los otros. Hubo, sin embargo, un músico que se mantuvo fiel a ese instrumento agudo, casi chillón, a ese hermano del medio entre el tenor y el soprano; y para hacerlo encontró otro camino. A la catarata sonora irrefrenable de Parker y sus epígonos, él oponía notas cerebrales, meditadas, casi tentativas, convirtiéndose en el máximo representante del cool en su instrumento.
Hoy, más de sesenta años después de aquello, muchos artículos sobre Lee Konitz hacen hincapié en su distanciamiento radical del modelo parkeriano; algunas, incluso, infieren una enemistad entre ellos (lo que no era cierto). Pero es muy injusto definir a Konitz por lo que no es, cuando lo que es tiene tanta importancia; sus innovaciones, y sus participaciones en registros emblemáticos, definieron un estilo y modificaron para siempre la historia del jazz, y hoy en día, con más de 83 años, hace una música aún más libre y más audaz que la de sus comienzos. Live at Birdland, grabado hace dos años con la brillante compañía del pianista Brad Mehldau, el contrabajista Charlie Haden y el baterista Paul Motian, y a punto de editarse en España, es sólo uno más de los numerosos ejemplos de su vigencia.
Lo reconocible y lo imprevisto
Nacido en 1927, Konitz tuvo un clarinete que luego cambió por un saxo tenor y más tarde por un saxo alto. Después de unos comienzos profesionales poco satisfactorios, en 1946 conoció a quien sería su maestro e ideólogo, el gran Charlie Tristano, uno de los máximos héroes olvidados de esta música y, según el propio Konitz, el verdadero precursor del cool. Lo cierto es que, cuando Miles Davis grabó su Birth of the Cool, la idea de un jazz meditado, más concentrado que torrencial, más texturado que salvaje, ya estaba prefigurado en músicos como Claude Thornhill, Gil Evans, Gerry Mulligan y el mismo Tristano, todos fundamentales en el crecimiento de Lee Konitz como músico.
Mulligan, Evans y Konitz participaron de manera fundamental en aquel nacimiento del cool, que pasó sin pena ni gloria en el momento. Davis, entonces, se dedicó a fundar o a firmar otros movimientos, y la fría antorcha del cool quedó en manos de representantes tan dispares como los de Chet Baker y Stan Getz, en su faz más popular, y Gerry Mulligan y el propio Konitz, en su faz más estudiosa.
Miembro del sexteto de Tristano, donde, entre otras cosas, participó de los primerísimos experimentos en improvisación libre, Konitz entró luego en la orquesta de Stan Kenton (campo de cultivo del canto cool, entre otras cosas), hizo giras en los países escandinavos, donde su sonido sigue siendo una de las principales influencias del jazz nórdico, colaboró con otros héroes del cool como Gerry Mulligan, Warne Marsh y Jimmy Giuffre, y, a pesar de sus numerosos retiros de la vida pública, en los años sesenta grabó discos clásicos como el inencontrable Motion, un innovador trío de saxo, contrabajo y batería y The Lee Konitz Duets, de 1967, donde dejaba en claro que el planeo largo y sutil de sus frases se beneficiaba de un entorno austero.
A partir de los años setenta, la producción discográfica de Lee Konitz aumentó de manera exponencial, siempre manteniendo una calidad elevada y, a pesar de trabajar mayormente con standards, avanzaba hacia un jazz más vanguardista, jugaba en el borde justo del reconocimiento de la melodía y su reescritura, o su traición. Firmante de numerosos temas, el Lee Konitz compositor siempre ha ocupado un segundo plano respecto del gran improvisador, y, en ese sentido, Konitz encarnó con un rigor sin igual la idea de la improvisación como relectura y reescritura de la melodía. Un solo de Konitz parece, en sus ejemplos más felices, un juego delicioso de luces y sombras delante de una estructura previa -la melodía-, experimentado como la tensión entre lo reconocible y lo imprevisto.
Una anarquía blanda
En 1997, una serie de conciertos con Charlie Haden y Brad Mehldau dio lugar a dos discos (Alone Together y Another Shade of Blues) que representaron tan bien como cualquier otro esa celebración de lo inesperado. Con temas, mayormente standards, de desarrollo largo y planteamiento tentativo, Konitz lideró dos sesiones de contrastes sutiles y cerebrales, con un Mehldau jovencísimo esforzándose al máximo para estar a la altura de sus dos legendarios acompañantes. Doce años más tarde, y con el feliz añadido de Paul Motian en la batería, Konitz repitió el desafío.
En lo que ha sido definido como «una anarquía blanda, un concierto sin preparativos previos ni ensayos», el octogenario saxofonista reunió a sus contemporáneos Haden y Motian y a un pianista que, a sus 39 años, suena mucho más reposado y tranquilo, al parecer ya exento de la necesidad de demostrar nada, para tocar durante una semana en un local legendario sin ningún plan ni mapa de navegación, lanzándose a encarar standards conocidísimos como si fueran composiciones nuevas.
Dos de esas noches hubo micrófonos, manejados por el famoso productor Manfred Eicher, creador del sello ECM. El resultado, Live at Birdland, es, más que un gran disco, una fascinante puesta en escena de ese espíritu de improvisación libre que tanto define a esta música inacabada y fascinante. Seis temas clásicos, seis melodías reconocibles -desde los fatigadísimos Lover Man, Lullaby of Birdland y I fall in love too easily hasta el homenaje a Miles Davis de Solar y el standard de Sonny Rollins, Oleo- que estos músicos sugieren, acarician, insinúan y esquivan todo el tiempo, acercándose y tanteando, en algunos momentos estelares, el difícil brillo de la perfección.

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