La hora de la política, ¿la hora del cambio?
Un examen de la situación tras el 24M y de las razones y obstáculos para un posible pacto entre PSOE, las Candidaturas de Unidad Popular e IU y para el bloqueo de gobiernos autonómicos o locales de PP y Foro en Asturias
Asturias 24
Uno de los tópicos más castizos en nuestras resacas electorales, en particular las libres de mayorías absolutas, invoca la "hora de hacer política". El tópico no ha fallado en esta. La "hora de hacer política" llegó, es verdad que con un poco de retraso a cuenta de un colapso en la transmisión de los datos del escrutinio, incluso antes de que se cerrase oficialmente el recuento de los votos. Esta vez se sabía con certeza desde mucho antes. Pero además, esta vez "hacer política" parece no ser, sin más, un tópico en el rito postelectoral, parece significar algo distinto o quizá, incluso, significar sin más algo por primera vez en mucho tiempo. La cuestión es qué significa. Saberlo, y saberlo con urgencia, es posiblemente la primera forma de empezar a hacer política tras el 24M.
Hacer y dejar de hacer política
De entrada, esta vez "hacer política" parece significar antes que ninguna otra cosa "dejar de hacer cierta política". Y esto no solo va por los viejos partidos.
Para los que se ha dado en llamar así, la expresión reviste hoy un significado agudamente interno, crítico, negativo. A PSOE, PP e IU —en especial los dos primeros— parece haberles llegado el tiempo de distanciarse sin reservas, de buen grado o por la fuerza de una presión social materializada en votos, de aquellos usos viciados que han generado la mayor crisis de credibilidad de partidos e instituciones desde el regreso de la democracia. Una forma, si no unánime sí muy generalizada, de entender la política como la gestión ensimismada de un ecosistema cerrado de posiciones de poder que se administran en beneficio propio o del propio grupo, malversando la representación democrática para fines egoístas, cuando no abiertamente delictivos, olvidando o postergando a sus representados y, en los peores casos, infectando de un modo u otro todos los estratos institucionales de este país de ineficiencia, corrupción, dispendio o abuso. Y ello en mitad de una crisis que se ha cebado en los más débiles y abierto brechas de desigualdad inéditas desde antes de la democracia, combinando con obscenidad sin precedente la indignidad de la miseria y la indignidad de la política.
Para todos ellos, se encuadren en el partido que se encuadren y participen en el grado en que hayan participado de ese escenario, es imposible ya dejar de tener en cuenta que el nuevo mapa político surge directamente de esa forma pandémica de malversación de la representatividad. A quienes quieran persistir en ella, las cosas se les pondrán mucho más difíciles porque se espera resistencia desde dentro; a los otros, a los más, se les abre una ocasión inmejorable para replantearse el modo de poner remedio a una política de mandarines y sus efectos.
Ampliación del campo de batalla
Para los recién llegados, los llamados emergentes, no es sin más la hora deempezar a hacer política.
Se engaña, y mucho, quien los vea como una especie de horda de inexpertos idealistas al asalto de las instituciones. De hecho, sucede más bien todo lo contrario. En muchos casos y de muchas maneras, han hecho más política real que muchos de los candidatos de las formaciones tradicionales. Pero sí es la primera vez en la inmensa mayoría de los casos que acceden a las instituciones sustentados por la legitimidad de los votos.
La cuestión es qué comporta para ellos esa ampliación del campo de acción política. Su escenario ha sido hasta ahora la plaza pública, el aula, la tertulia mediática, la red social, el papel que todo lo aguanta, la pequeña escala comunitaria. Al activista de calle o de centro de trabajo, el agitador mediático, el teórico y el propagandista, el currante de base del partido marginal o del sindicato les ha llegado el momento del cambio de escala y de la gestión de los tiempos de la política institucional, mucho más rápidos o muchos más lentos que los de la política outsider, como gusta de decir Pablo Iglesias; la políticainsider, por seguirle el juego, obliga a la gestión de la complejidad, las ventajas y las resistencias de una gran burocracia, las decisiones políticas y también técnicas de gran envergadura que provocan consecuencias inmediatas sobre miles o incluso millones de personas. Por mucho que eso pueda llegar a cambiar o sea deseable que cambie, no va a suceder a corto plazo. Y la ineficiencia es un lujo que la urgencia impide.
Como los viejos partidos, los nuevos deberán dejar, quiéranlo o no, ciertas conductas políticas en la puerta de las instituciones que salgan de este 24M. No, desde luego, en el sentido de desprenderse de su tensión utópica, la radicalidad entendida como integridad, el escrúpulo ético o la lealtad hacia unos principios que están vigorizando la política de este país y su tono moral; pero sí los maniqueísmos arcangélicos, las ofuscaciones del entusiasmo y cualquier tipo de adanismo maximalista dispuesto a tirar por tierra sin más todo lo conseguido en los últimos cuarenta años en la democracia española.
La anónima y masiva legitimidad que confieren los votos comporta una grave contrapartida: del mismo modo que uno representa ahora a muchos, y muy distintos, su acción tiene un efecto directo, real, puede que irreversible, sobre muchos más, incluidos aquellos que no les eligieron o que les eligieron por motivos que no son necesariamente los mismos que los de los electos.
¿Qué han dicho las urnas?
"Hemos entendido lo que dicen las urnas" es el otro gran tópico en las jornadas postelectorales. Quien lo invoque esta vez con la boca demasiado grande se estará engañando o estará engañando más que de costumbre. Las interpretaciones postelectorales suelen ser tan fallidas como las prospecciones preelectorales, pero esta vez se arriesgan a serlo aún más.
De ahí que la primera manera de hacer política para los recién elegidos tras el 24M, viejos o emergentes, deba ser la escucha atenta de lo que encierran, en términos de mandato, los votos recibidos (y los no recibidos). Antes de las decisivas negociaciones que empezarán esta semana, unos y otros deberían haber intentado interpretar con el máximo de respeto y honestidad la confusa masa de deseos y rechazos que sale de una urna, distinguir cuidadosamente la variada identidad política y social de sus votantes, identificar el máximo posible de voces en el griterío de la "voluntad popular". También los silencios, los reproches callados que esconden abstenciones tan significativas como las del domingo.
Ese ejercicio compete a todos, pero sobre todo y precisamente por la novedad, a los nuevos electos, que es evidente que han encontrado sus apoyos en caladeros sociológicos e ideológicos muy diversos, y con unos resultados buenos, o incluso muy buenos, pero en modo alguno arrolladores, que impiden arrogarse la representación de entidades metafísicas como "la gente"; sí una parte tan considerable de la gente como para entrar de lleno, y de forma determinante en muchos casos, en municipios y autonomías, pero no toda la gente. Ni mucho menos.
Pero sobre todo, los electos deben tener claras en sus oídos esas urgencias y prioridades que el votante medio sitúa siempre por encima o por debajo de las siglas, los rostros y las ideologías. Lo único que ha salido sin discusión de las urnas (y de lo que no llegó a entrar en ellas) es un mensaje clarísimo de descontento y castigo hacia quienes se considera culpables de muchos los males que padecemos, y un mensaje clarísimo de confianza hacia quienes han sido votados sobre todo porque no han tenido ocasión ni de causarlos ni de probar sus soluciones. Un rechazo —pero no unánime— a quienes consideran culpables del deterioro de su calidad de vida, sus derechos laborales y cívicos, del empeoramiento de sus perspectivas de bienestar, del desmantelamiento de los mecanismos públicos capaces de corregir ese rumbo desastroso, y un voto de confianza —pero tampoco mayoritario— a quienes comparecen ese mismo diagnóstico y nuevas recetas para responderle.
Esto debería bastar para orientarse sobre lo que es más urgente hacer. Sobre todo para los partidos que llevan precisamente la restauración de todo lo deteriorado como bandera, y que van incluso más allá en sus demandas igualitarias.
La vieja izquierda
La situación de cada uno de esos partidos que el viejo idioma político suele describir sin ambages como "de izquierda" es muy distinta tras el 24M, y tiene sus complejidades específicas en Asturias.
El hecho de haber sido el partido más votado no oculta a nadie, ni debería a sus propios integrantes, que PSOE está sumido en una crisis profunda. Es un partido contuso, esclerotizado a pesar de los esfuerzos por reanimar su tono orgánico y puesto por los asturianos bajo una severísima cuarentena a causa del caso Villa o las sombras de El Musel, investigadas por la Audiencia Nacional. Es un partido desdibujado ideológicamente y petrificado por su continua intimidad con el poder durante cuatro décadas, que necesita interiorizar de nuevo de modo profundo incluso los principios de una socialdemocracia de corte tan clásico como la que profesa cabalmente Javier Fernández. El socialismo asturiano, como el del resto de España, tiene pendiente una terapia de humildad y realismo que lo haga consciente de que, cada vez más, compite en pie de igualdad con otros por el territorio de la izquierda institucional, y no en posición de ventaja. Pero, con todo, es un partido vivo, con una capacidad de recuperación que no debe en modo alguno desdeñarse y que, por utilizar una expresión que ha popularizado precisamente el discurso de Podemos, sigue albergando un ADN de izquierdas que le permite siquiera verbalizar un discurso donde priman los principios de la justicia y la igualdad social, la primacía de lo público. Y sigue sumando un caudal de votos de izquierda, una energía potencial que no es inteligente ni seguramente sensato desdeñar.
Muchos de esos males de la mucha edad, si bien modificados por la enorme diferencia de escala, se repiten en IU, que por el contrario sí es plenamente consciente de su legado ideológico... como lo es de su rigidez y de su decadencia, por mucho que en Asturias haya logrado mantener el tipo con gallardía en torno a la credibilidad de Gaspar Llamazares. Más bien que la soberbia, la coalición necesita superar el solipsismo del deprimido y sus tendencias autodestructivas, salir del bucle del cainismo o la melancolía, airearse en la calle, conversar con iguales, recobrar el músculo de la acción institucional y la certeza de que su trabajo político, dentro y fuera de las instituciones, puede incidir sobre la ciudadanía. Su papel como medio cohesivo en el campo de la izquierda podría ser absolutamente insustituible.
Lo que ambos, PSOE e IU, comparten es una astenia, una falta de capacidad para la irritación, incluso para una rabia creativa, que no se agote contra los rivales internos o externos en la liza partidista, que a cambio se alimente directa y muy prioritariamente de lo que en verdad debe movilizar las vísceras de un militante de izquierdas: lo intolerable, el desamparo y el dolor de un enorme sector de nuestra sociedad. Esa urgencia, esa movilidad, el impulso vital e incluso la ilusión que provienen de esa fuente es, por el contrario, el patrimonio más valioso de las Candidaturas de Unidad Popular (CUP) que integran el tercer actor de un posible acuerdo de izquierdas en todas partes.
Al contrario de lo que sucedió con el voto de descontento encauzado hacia Foro en las anteriores municipales y autonómicas, del que sin duda también son depositarios en Asturias, este se dirige a un nuevo agente político cargado de ideas, de proyectos, de ganas de hacer y cambiar (falta por ver qué papel y qué acción desarrollará el otro receptor de ese caudal, Ciudadanos). Ese agente no es, desde luego, "la gente" en bloque ni ningún otro nuevo sujeto histórico, y conviene que eso no se olvide, con o sin asambleas en la red; pero sí concentra y, lo que es mejor, aspira a catalizar un porcentaje suficiente de "gente" y un caudal suficiente de innovadoras propuestas de organización política como para inyectar adrenalina a un cuerpo político gravemente postrado.
La ineptitud de la derecha
¿Y quienes no suscribirían, ni siquiera formalmente, aquel diagnóstico y ninguna de las recetas, viejas o nuevas, para responderle? ¿Qué alternativa puede ofrecer la forma de "hacer política" de la derecha en Asturias después del 24M? Planteado de modo más táctico, ¿por qué cerrar el paso a los órganos de gobierno municipales y autonómicos al PP y a Foro podría convertirse en un motivo per se para un acuerdo PSOE-IU-CUPs, en particular pensando en el Principado y en el Ayuntamiento de Gijón?
Fundamentalmente, y antes incluso de descender a la confrontación de programas e ideología, por su ineptitud. La histórica y la esperable, a todas luces. Sería irresponsable tolerar el acceso al Ejecutivo autonómico y al gobierno de algunos de los principales municipios de Asturias a dos partidos que en realidad son la enésima encarnación de mismo partido, cuya historia se resume sin más en una cruda guerra civil sin coartadas por el poder interno y externo y cuya hoja de servicios en el Principado se cuenta por sus fracasos, excepción hecha de plazas como Oviedo, que ejemplifica con claridad cuál son los resultados del modelo político que pone en práctica la derecha asturiana cuando acierta a mantenerse en el gobierno.
En primer lugar, está un PP sin poder directo ni indirecto (salvo sorpresas que harían removerse el cuerpo electoral), al borde del desalojo en Oviedo, su último gran feudo, y estancado desde hace lustros en un lodazal bajo el cual parece subsistir, no obstante, un suelo inamovible de votantes. Lo justo para que pueda seguir enfangado, desgastándose en un ciclo eterno de autoamputaciones y reinjertos que, todo lo más, le permiten seguir con vida fingiendo actividad y prestándose a simbiosis, a veces tan improbables y tan calamitosas como la que ha mantenido a Foro en el gobierno de Gijón.
Respecto a Foro, el partido nacido de la ira de Álvarez-Cascos contra sus propios compañeros de partido, como todas las traumáticas segregaciones previas en la derecha asturiana, ha cerrado rápidamente su ciclo y es ya una entidad comatosa, aunque mantenga ese plus de capacidad destructiva y tóxica que parece asociado a todo lo que tiene que ver con el político gijonés. A pesar del resto de representación que retiene, Foro está muerto... salvo en Gijón, ciudad a la que de nuevo le toca albergar la anormalidad: la de un partido que ha conseguido, incluso a costa de una fuerte caída de votos, convertirse en un muerto viviente respaldado por una mayoría justísima de votantes y acantonado en la mayor ciudad de Asturias; un apéndice inoperante y aislado en un organismo que ha pasado de la macrocefalia a la acefalia y que se empeña en seguir moviéndose como si tuviese propósitos y objetivos, pero por la pura inercia del poder, sin posibilidades siquiera de recibir transplantes o trasfusiones que le basten para prolongar cuatro años su agonía zombi. Y con ella, la de una ciudad también en trance de zombificación, cada vez más inerte y acomodaticia, paralizada por una contagiosa falta de ambición y de ideas.
Permitir, por acción u omisión, que cualquiera de estas dos opciones llegase a copar órganos ejecutivos sería, incluso por la vía de la lista más votada, una traducción desproporcionada del margen de victoria que legítimamente han obtenido en las urnas. Incluso en un panorama tan fragmentario, los acuerdos puntuales sobre las cuestiones más apremiantes entre los partidos de izquierdas y un Gobierno de izquierdas son perfectamente concebibles. ¿Sucedería lo mismo haciendo oposición con el PP en el Principado o en Oviedo, con Foro en Gijón? El ejemplo de Foro en esta ciudad y su forma de entender la democracia plenaria en los últimos cuatro años parece suficiente respuesta.
Izquierda: ¿cemento o disolvente?
Pero no está resultando tan sencillo determinar qué es eso de "ser de izquierdas". La mera apelación a este concepto podría convertirse en un disolvente, más que un cemento, en la consideración de los posibles acuerdos entre PSOE, las Candidaturas de Unidad Popular e IU.
Podemos y sus marcas locales miran con desconfianza la invocación a un término del que se han separado explícitamente, para enojo de sus ahora potenciales socios. El giro (este de 90 grados) del eje izquierda-derecha al eje arriba-abajo y el privilegio de la centralidad, ese concepto administrado con tan calculada ambigüedad por Pablo Iglesias, no consigue desprenderse de un tufo entre lo escolástico y lo propagandístico. Pero también expresa, con más autenticidad, un rechazo irritado a lo que se considera la apropiación casi indebida de un patrimonio político de resistencia, radicalidad y movilización de base contra la hegemonía del capital y el mercado por parte de los viejospartidos. Seguramente justificado.
La cuestión es ahora de índole más pragmática. Como siempre que se hace política a esta parte de las urnas. No es cuestión solo de una práctica de izquierdas en la teoría política, el activismo directo o en la calle. La cuestión es si, en positivo, "izquierda" quiere decir algo concreto todavía en el contexto de las instituciones, y si bajo ese término se agrupan distintivamente objetivos políticos que no están ni de lejos en los programas de otras formaciones. No se trata de poner mayúsculas, de maximalismos, sino, al contrario, de encontrar mínimos: de leer los programas de los otros y descubrir si determinados principios (de nuevo: justicia social, prevalencia del interés público sobre el privado, respeto a derechos ciudadanos adquiridos y conquista de los que restan por adquirir, limpieza y ética a prueba de control público) están o no están en ellos.
Pablo Iglesias los enumeraba en su entrevista con eldiario.es: "Regeneración política, políticas sociales y rescate ciudadano". ¿Es esa lista traducible por justicia social, prevalencia del interés público sobre el privado, prevalencia de la ciudadanía sobre las entidades financieras, respeto a los derechos adquiridos y conquista de los que restan por adquirir, participación ciudadana, democratización de los partidos, limpieza y ética a prueba de cualquier control democrático...? Si lo es, ¿quién más comparte esos valores? ¿Merece la pena oponerse junto a esos posibles iguales a quien no los comparte?
Por otra parte, persiste la cuestión de hasta qué punto las CUP han sido receptoras de un voto que se considera a sí mismo explícitamente de izquierday que se define por su oposición frontal a cualquier política de derecha. Esto forma una parte significativa de aquel ejercicio de interpretación honesta del que se hablaba. Ana Taboada se pregunta si Javier Fernández consultará a sus votantes sobre la posible permisividad del PSOE a un gobierno del PP en Oviedo. Pero lo mismo podría preguntarse a Mario Suárez del Fueyo en Gijón (con la salvedad de que él consultará a los ciudadanos, aunque falta saber exactamente sobre qué propuestas concretas y por qué procedimientos).
Quizá no haga falta girar ni los "180 grados" de los que tanto hemos oído hablar durante estos días. Quizá solo se trate de imaginar a los viejos partidos desprendidos de la "mochila" de la que también se ha hablado tanto, y comprobar lo que queda. PSOE, PP, IU o Foro, todos cargan con la suya. Pero confundir a Foro con el PSOE, o incluso al PSOE con el PP, delata una miopía decisiva sobre los orígenes, sobre otra de las metáforas recurrentes en el entorno de Podemos: el ADN. Puede que en muchos casos hayan acabado incurriendo en conductas igualmente repugnantes, pero PP-Foro y PSOE-IU no son géneros distintos de una misma especie; son especies distintas. Su historia que no solo incluye traiciones de clase o corruptelas, no se agota en élites y prebendas.
Es probable que la ocasión sea histórica para no dejar a nadie atrás en un cambio social de verdad profundo, transversal, ajeno a vaivenes electorales y coyunturas. Hay que preguntarse con toda seriedad si merece la pena un experimento sin precedentes: poner a prueba la capacidad de regeneración de los viejos partidos de izquierda, el reto a su pundonor para soltar mochilas y reencontrarse con lo mejor de su herencia.
La política del aprendizaje
Si mereciese la pena en algún grado, ¿qué política se podría y se debería hacer ahora, desde ahí, a partir del minuto cero?
Parece claro que una política de la urgencia basada en la claridad de ideas, la imaginación política, la rapidez de respuestas. Pero también, de un modo particularmente esforzado y sostenido, una política del aprendizaje mutuo. El aprendizaje de una acción colectiva inédita en este país que pueda generar reacciones concretas y reales sobre las vidas de las personas y bloquear y revertir con éxito todos los procesos que han atentado de raíz contra aquel núcleo de mínimos emancipatorios que define cualquier izquierda.
Se trata de una experiencia sin precedentes quizá desde los orígenes de la demonizada Transición, que puede poner a prueba la esencia misma de la democracia y sus posibilidades y en la que, por tanto, nos va mucho a todos: un aprendizaje difícil, pero imprescindible para redondear una ocasión que puede ser histórica, y que no debería quedarse a medio hacer. En este proceso puede estorbar tanto la arrogancia suficiente del joven como la del anciano; la impaciencia como el paternalismo; el adanismo como el cinismo; el exceso de cálculo como el exceso de euforia.
Para los partidos tradicionales, es el momento de convivir en el espacio institucional con más agentes de los que estaban acostumbrados a admitir y de aprender a tratar con ellos sin los códigos, presupuestos y vicios adquiridos a lo largo de cuarenta años que acabaron en mandarinato. Es el momento de intentar recargarse con la energía transformadora, la rabia resistente y la renovación que aportan esas nuevas fuerzas, y que debería reactivar lo mejor y lo más digno de sus orígenes. Y de aplicarse también su fuerte impulso ético, examinarse con sinceridad en el espejo de sus demandas de limpieza y probidad, que se limitan a levantar sin más las de una sociedad asqueada, saqueada y desconfiada. También el tiempo de aprender, si llega a ser el caso, a negociar con otros bienes, a pactar de otro modo, a gobernar de otro modo.
Para los recién llegados, en particular las diversas Candidaturas de Unidad Popular impulsadas por Podemos, se tratará mas bien de aprender a moverse cuanto antes en el complicado territorio de la democracia institucional y la maquinaria administrativa conectada a las instituciones, un mundo donde la gravedad, la atmósfera y los ciclos son por el momento diferentes a los de la calle, mientras la calle entra o no en ellas. Si las CUP se presentan a sí mismas como instrumentos o herramientas de la gente, también tienen que asumir cuanto antes que las instituciones también lo son, y transferirles su impulso y su ansia de hacer cosas. Pero sin ingenuismos: aprendiendo simultáneamente de los topes y las decepciones de la realpolitik, más que nada para intentar rebasarlos, y aprender también a ver que el resabiado siempre retiene algo del sabio: admitir que algo hay de valioso en la experiencia de sus quizá decadentes y enfermos mayores (incluido el ejemplo de lo que no hay que hacer jamás en política). Comprobando empíricamente si de verdad la Transición ha sido un fracaso tan absoluto como se pretende, o si ha dejado algo de verdad útil y valioso para hacer política.
Y aceptando también que, al menos por ahora, no es cierto que "el tablero está ya pateado", como ha dicho Pablo Iglesias en su reciente entrevista con eldiario.es. Ni muchísimo menos. Hay nuevas piezas, nuevas posibilidades, nuevas estrategias, piezas que han caído y quizá incluso nuevas variaciones sobre las mismas reglas. Pero las reglas y el tablero son los mismos y conviene no olvidarlo. Incluso si es para cambiar de tablero finalmente, si así lo demandara la ciudadanía algún día.
¿Ha empezado ya "otra historia"?
En la misma entrevista, Pablo Iglesias avisaba de que después de las generales de noviembre "empezará otra historia". Es posible. Pero hay una "historia" que ya ha empezado, y afecta directamente a las administraciones que, desarbolado el Estado central, más tienen que hacer en políticas sociales de urgencia con sus herramientas de proximidad... siempre que quien las encabece sea operativo y tenga intención de aplicar esas políticas. Es más: que aquella "otra historia" empiece o no en noviembre depende seguramente en buena parte de ahora, en junio, se asuma con toda la seriedad posible que esta historia ya ha empezado en ayuntamientos y autonomías.
Por eso, en los próximos días habrá que hacer política ya en el sentido grandede la expresión, que debería englobar todos los mencionados. Habrá que tomar las decisiones que permitan o impidan que todo o algo de todo esto suceda. De todos los implicados es ahora la responsabilidad de gestionar la energía ciudadana movilizada en las urnas el pasado domingo, e incluso la no movilizada, con la sabiduría y la decencia necesarias para no malgastarla, disiparla o trasvasarla al mecanismo erróneo. Los bailes de votos en las últimas convocatorias prueban que es una energía sumamente volátil, que cambia con facilidad de territorio, hipersensibilizada como está en su rechazo hacia todo lo que no sea resolver los problemas más urgentes de la sociedad.
En resumen, se puede decir con certeza, que "ha llegado la hora de la política" pero no con tanta certeza que "ha llegado la hora del cambio", el tercer gran tópico tras los vuelcos electorales. No habrá cambio hasta que la ciudadanía, especialmente la que más sufre bajo la larga tormenta de esta crisis, empiece a percibir efectivamente las consecuencias de que por fin se está haciendo política de un modo que verifica de veras el cambio hacia la justicia social.
Lo importante ahora es que, como los resultados del pasado domingo, ese cambio no llegue ni con un segundo de retraso. En realidad, aquella noche no importaba demasiado si los datos llegaban media hora antes o después; pero, si determinadas cosas no están hechas y bien hechas antes del 13 de junio, sí que será tarde para proclamar de verdad que ha llegado la hora del cambio.
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