¿Un feminismo políticamente transversal?
Juan Antonio Fernández Cordón, (ver perfil) Demógrafo y economista, Miembro de Economistas Frente a la Crisis
Constanza Tobío Soler, Catedrática de Sociología, Universidad Carlos III de Madrid
Las mujeres se enfrentan, cada vez en mayor número y con más energía, a un enemigo, el patriarcado, cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos. La dominación masculina ha durado siglos, pero sus formas concretas han variado para adaptarse a las modalidades de organización social dominantes en cada momento. No es aventurado pensar que también las formas concretas de la lucha contra el patriarcado deben reflejar las circunstancias concretas de cada momento.
En estos tiempos que vivimos ha penetrado en todas las conciencias la evidencia de que la igualdad de género es un objetivo inaplazable y su defensa compete a todos, sin distinción de afiliación política o de situación económica. Oímos como una gran banquera se declara feminista sin pestañear o como académicos dedicados a justificar las reformas salariales o de las pensiones, que empobrecen a la mayoría en beneficio de unos pocos, no dudan en firmar manifiestos de apoyo a iniciativas punteras en defensa de esa igualdad.
Son tiempos contradictorios. De un lado, el capitalismo financiero se extiende y parece más indiscutible que nunca; de otro, la igualdad de género penetra en ámbitos en los que no parecía que pudiera siquiera plantearse. Ante esa evidencia surgen dos preguntas. ¿Es compatible la igualdad de género con este capitalismo? ¿Pueden coexistir la igualdad de género y la desigualdad social?
El género, soporte de la especialización social
Empezaremos por un poco de historia para, después, referiremos a algunas de las características tanto del capitalismo como del feminismo de hoy, justo cuando bajo el paraguas de “la crisis” se ha consumado un cambio profundo de la economía y la sociedad.
Tras un período inicial de explotación directa indiscriminada de hombres, mujeres y niños, el capitalismo industrial tomó conciencia de la necesidad de organizar la reproducción[1], lo que desembocó en un modelo de familia basado en la especialización según el sexo. Como consecuencia, después de casarse, las mujeres debían de ocuparse exclusivamente de la crianza de los niños y de las tareas domésticas, mientras era asumido que, mientras eran célibes, siempre que la situación económica de la familia lo requería, podían trabajar, en fábricas o prestando servicios, aunque por lo general de manera escasamente formalizada o reconocida.
La especialización de género culmina en el modelo de familia parsoniano, desarrollado en los años cuarenta del siglo pasado, que atribuye al hombre el papel de proveedor de recursos externos (male breadwinner) y a la mujer el ámbito del hogar. La fórmula conlleva un cierto reconocimiento del papel femenino y es frecuente, todavía hoy en Estados Unidos, que se conciba a la pareja como un equipo en el que el hombre ejerce su profesión con el apoyo explícito de su esposa, a la que se reconocen ciertos derechos y cierto mérito en la progresión de la carrera del marido.
Ese modelo, que institucionalizaba la subordinación de las mujeres al hombre en el ámbito de lo público, fue eficiente mientras las tareas de reproducción eran casi totalmente asumidas en el ámbito de lo privado y exigían una gran dedicación. Sin embargo, la evolución demográfica y económica le fue restando eficacia.
Años 60: la “ineficacia” del modelo de familia tradicional se hace evidente
Por una parte, la disminución de la mortalidad infantil ha permitido que con menos hijos queden cubiertas las necesidades individuales (la presencia de hijos cuando los padres son mayores) y sociales (el mantenimiento de la población y su capacidad productiva).
Por otra parte, los hogares van conectándose al servicio de agua, de electricidad, de gas y el trabajo doméstico se va tecnificando con la introducción de máquinas que facilitan las tareas más penosas y que consumen más tiempo. A la vez, el mercado ofrece productos en fases avanzadas de preparación, con el consiguiente ahorro de tiempo. Finalmente, la crianza de los hijos se ve facilitada por la extensión de la escuela y de servicios médicos especializados.
Los cambios anteriores facilitan la presencia de las mujeres en el mercado de trabajo y, en muchos países, las tasas de actividad femenina se elevan a partir de los años sesenta (en España, a partir de 1985). El nuevo papel de las mujeres en la sociedad, en particular su acceso a la educación y su disponibilidad para el mercado de trabajo, se traduce en un considerable incremento de la capacidad productiva de los países más desarrollados, España entre ellos.
¿Quién carga con los costes de reproducción?
La nueva situación hace emerger la existencia del trabajo antes realizado en lo recóndito del hogar, casi exclusivamente a cargo de las mujeres, y plantea el problema de la asunción de los costes de la reproducción que, para resumir, llamaremos coste del cuidado[2].
Aunque el peso de las tareas domésticas y el de la atención a los niños van disminuido, se mantiene lo relativo a la limpieza y la alimentación, el cuidado de los muy pequeños y la atención a los mayores, vivan o no en el hogar. En ese contexto, lo razonable hubiera sido que la mayor capacidad productiva se destinase, en parte, a financiar los servicios que asumían, casi en exclusiva, las mujeres en el seno de la familia, garantizando así la continuidad del cuidado a las personas y la disponibilidad de las mujeres para el trabajo fuera del hogar.
En los tiempos de la socialdemocracia, el cambio del estatus social de las mujeres y la búsqueda de la igualdad, tanto en el trabajo como en el hogar, se concebían en dos frentes. Por una parte, mediante el desarrollo de servicios públicos adecuados y suficientes que se hicieran cargo del máximo posible de las tareas de cuidado encomendadas hasta entonces a las mujeres.
Por otra parte, fomentando la igualdad en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, el reparto igualitario entre hombres y mujeres de las tareas que quedaran adscritas al ámbito del hogar, como el cuidado de los niños muy pequeños o de las enfermedades imprevistas de los más mayores, así como todo lo relativo a la alimentación y el cuidado personal de los miembros de la familia. En segundo lugar, una acción ideológica y política para cambiar las mentalidades y las inercias machistas que muchos siglos de dominación masculina habían enquistado en la sociedad.
Neoliberalismo o la interrupción de la transición de genero.
La contrarreforma neoliberal que, desde los años setenta, se extiende a todo el planeta, ha quebrado la posibilidad de llevar a buen fin lo que podríamos llamar la transición de género.
El capitalismo actual es global: tiene pocas fronteras y las que tiene las sortea con habilidad. Puede deslocalizar la producción a distintos lugares alejados entre sí y vender desde cualquier lado a cualquier otro lado, en un alarde de eficacia logística. La fuerza de trabajo que utiliza está cada vez más indiferenciada. Se tiende a no exigir del trabajador unos conocimientos específicos que le den valor a la hora de contratar, con la excepción de una reducida minoría que goza de una formación técnica especializada.
En la industria o los servicios, las horas de trabajo de un individuo son fácilmente sustituibles por las de cualquier otro, venga de donde venga o tenga el sexo que tenga. El trabajador-persona se convierte en horas de trabajo segmentables y equivalentes de un individuo a otro. La propia lógica económica determina una forma de organización social caracterizada por la disponibilidad o flexibilidad de los trabajadores. A ello contribuye de forma creciente la automatización que reduce la participación humana a tareas que todavía no es posible o no es rentable realizar de forma mecanizada.
Además, el capitalismo tiene hoy pocos enemigos a los que temer. El socialismo real prácticamente ha desaparecido y la socialdemocracia, cuya fortaleza en buena parte derivaba de la creencia en una amenaza revolucionaria, se ha visto fuertemente erosionada, por no decir que ha desaparecido definitivamente.
En tal contexto de fortaleza del capitalismo, éste necesita de pocos aliados. Le basta con explotar convenientemente la lógica del patriarcado, uno de sus aliados históricamente más eficaces
El rol del patriarcado: la infraestructura que soporta el sistema
Heredado de un pasado muy alejado en el tiempo, el patriarcado se adaptó, no sin contradicciones, a los requerimientos de la lógica de mercado y la extracción de plusvalía.
Por un lado, aportó al capitalismo una infraestructura de mantenimiento y reproducción de los trabajadores masculinos a bajo coste, un ejército femenino de reserva de trabajo que limitaba las exigencias salariales; por otro, integraba una institución disciplinaria que, otorgando posiciones diferenciales de género justificadas ideológicamente, mantenía la cohesión social. Ese férreo sistema de control social tiende a ser innecesario cuando la propia lógica económica determina por completo la posición social de los individuos.
El contrapeso del Estado limita en algo el desarrollo salvaje del capitalismo. No solo regula su actuación, sino que le exige una parte de sus beneficios a través de los impuestos, y aunque en neto retroceso, apoya la supervivencia de los individuos. Todo ello es prescindible para este capitalismo, cuya relación con la sociedad se limitaría idealmente al aporte de horas de trabajo de individuos intercambiables y solo los diferencia en tanto que consumidores.
Capitalismo y feminismo: sus diferentes lecturas
En el feminismo del siglo XXI perviven las diferentes corrientes que lo impulsaron como movimiento el siglo pasado: el feminismo liberal, radical, socialista y el feminismo de la diferencia.
En el “feminismo liberal”, que es una etiqueta posterior, sus protagonistas no se reconocían. Para Betty Frieda, entre otras, lo que practicaban era “feminismo” sin más, es decir, igualdad en el acceso a la vida pública, en especial a la educación y el empleo, una vez que los derechos civiles y políticos habían sido logrados. Ello está hoy en vías de consecución avanzada y es perfectamente compatible con el mundo capitalista.
Las autodenominadas “feministas radicales” incorporaron toda une serie de nuevos derechos, al propio cuerpo y a la identidad sexual, a la vez que elaboraron el concepto de “género” como categoría analítica que permite comprender la dominación sobre las mujeres, señalando, además, ámbitos de desigualdad hasta entonces ocultos, como la familia o la sexualidad. Son aspectos en los que, también, se ha avanzado mucho en los últimos años, a pesar de reticencias y de algunos retrocesos.
El feminismo socialista, aunque cuenta con destacadas pensadoras como Nancy Fraser, no tiene hoy una gran influencia, precisamente por la propia crisis en que se encuentra inmersa esta corriente política. Las discusiones acerca de la relación conflictiva entre el feminismo y el socialismo o acerca de en qué medida éste asegura o no la igualdad entre mujeres y hombres, resultan hoy desfasadas. Algo más de voz tiene la reivindicación de políticas sociales con perspectiva de género, pero acusa asimismo la dificultad de la socialdemocracia en general para hacerse oír.
Finalmente, la gran aportación del feminismo de la diferencia es haber señalado la existencia de un ámbito de la realidad social primordial para la vida humana, el cuidado de las personas, a cargo fundamentalmente de las mujeres y hasta ahora invisibilizado como práctica social compleja.
Trata de las tareas necesarias para el mantenimiento de la vida humana, en especial en aquellos momentos o en aquellos casos en los que el individuo no es autosuficiente y necesita de otras personas para su supervivencia, como en los primeros y los últimos años de la vida. Se trata de un conjunto de tareas enormemente complejo, que requiere gran cantidad de conocimientos y habilidades.
Uno de los rasgos distintivos de la socialdemocracia y del socialismo es la respuesta a las necesidades de cuidado de las personas a través de recursos y servicios que proporciona fundamentalmente el Estado. La atención al cuidado constituye un elemento difícilmente asumible por el capitalismo neoliberal, cuyo horizonte de lo humano se circunscribe al individuo apto para empleo.
¿Es compatible la igualdad de género con este capitalismo?
Volviendo a la pregunta inicial, podría plantearse que el capitalismo neoliberal es, en efecto, compatible con la igualdad de género entendida como derechos de los individuos tomados de uno en uno, sean mujeres u hombres, de una u otra parte del mundo. La extracción de plusvalía no tiene preferencias de género. Ello implicaría que la igualdad de género es compatible con la desigualdad social, hoy polarizada entre una minoría que se enriquece cada vez más y una mayoría en proceso de pauperización.
El mundo del cuidado, en cambio, es difícilmente compatible con el capitalismo neoliberal para el cual, el proceso de producción y reproducción de personas es tan ajeno como lo es el de la naturaleza y el medio ambiente, con las consecuencias que todos conocemos. El repentino y avasallador éxito de las movilizaciones feministas es muy positivo. Explica algunas adhesiones tardías y hace presagiar avances importantes en los próximos años.
La organización económica actual no opone obstáculos insuperables a la igualdad de género real, concebida como extensión de la igualdad de derechos individuales. Los verdaderos obstáculos se encuentran hoy en la no asunción del cuidado por este capitalismo de lo inmediato.
¿Hasta qué punto las mujeres pueden conseguir esa igualdad real mientras lo esencial del cuidado siga recayendo en las familias? Es posible que desde ámbitos muy diversos se amplifiquen a partir de ahora las reivindicaciones relativas a un reparto de tareas equitativo y a la superación de brechas diversas. Pero también es fácil vaticinar que se seguirá intentando (y, probablemente, también consiguiendo, por desgracia) disminuir la capacidad de afrontar el coste del cuidado que, hasta ahora, ha sido el plomo en las alas de las mujeres.
[1] Aquí la reproducción debe ser entendida en un sentido amplio, incluyendo todo lo necesario para que los individuos puedan iniciar el día cada día.
[2] Se ofrece, más adelante, una definición de este término
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