El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, y el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, reunidos el 24 de marzo.
El presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, y el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, reunidos el 24 de marzo. OTAN A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete! Nos encontramos en el momento más peligroso desde la crisis de los misiles de Cuba de 1962. Hemos asistido a un intercambio de advertencias y amenazas nucleares a cargo de los presidentes de las dos potencias que concentran el grueso de la capacidad de destrucción masiva del planeta. Ya en febrero, Biden advirtió a Putin que si invadía Ucrania se arriesgaba a un conflicto nuclear. Por su parte, Putin declaró, una vez iniciada la invasión, que colocaba sus fuerzas estratégicas en alerta. Eso es algo que no tiene precedentes desde 1962, cuando con Kennedy y Jrushov el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear. También en los años setenta y ochenta, con las crisis en Oriente Medio y con el despliegue de los euromisiles, hubo tensiones y alertas nucleares, pero nunca se llegó a un nivel declarativo tan explícito. Además, después del susto de 1962 las potencias comprendieron la importancia del control de armas y del desarme, comprendieron la necesidad de dotarse de toda una serie de normas de seguridad. El resultado fue toda una serie de acuerdos como el de no proliferación de 1969 –para limitar la capacidad de destrucción masiva a nivel planetario–, el ABM de 1972 sobre defensa antimisiles –enfocado a evitar que el despliegue de nuevos sistemas antimisiles (el escudo) se resolviera desplegando más misiles (lanzas) capaces de burlar el escudo–, o el acuerdo INF sobre prohibición de armas nucleares intermedias (de corto alcance) firmado en 1987 por Gorbachov y Reagan. Todo eso hoy es historia. El presidente de Estados Unidos ha llamado ya en dos ocasiones “criminal” y “criminal de guerra” a su homólogo ruso, un trato que ni siquiera mereció Stalin Clinton disolvió la agencia de desarme y control de armas en los noventa. Bush junior abandonó unilateralmente el AMB. Obama desplegó sistemas de misiles antimisiles en Rumania y Polonia, y Donald Trump derogó unilateralmente, en 2019, el acuerdo INF después de que su responsable de seguridad nacional, John Bolton, explicara a los rusos que tal derogación no iba contra ellos sino para poder desplegar armas nucleares tácticas contra los chinos en Asia Oriental… En este peligroso mundo sin acuerdos ni normas, el presidente de Estados Unidos ha llamado ya en dos ocasiones “criminal” y “criminal de guerra” a su homólogo ruso (que, desde luego, lo es, aunque no en mayor medida que todos y cada uno de los presidentes de Estados Unidos), un trato que ni siquiera mereció el carnicero Stalin. Naturalmente, al lado de todo esto hay canales de comunicación, “teléfonos rojos”, entre los dueños del botón nuclear. En Washington, el Pentágono mantiene un pulso con el Departamento de Estado y el complejo mediático, ambos mucho más beligerantes e irresponsables en esta materia. Biden se encuentra en medio de este cruce de influencias. En el fragor de la actual guerra hay una línea directa entre los militares del Pentágono y sus homólogos rusos para evitar incidentes y accidentes que desencadenen lo que en principio nadie desea, pero, en palabras de George Beebe, exjefe del departamento analítico ruso de la CIA, “los peligros a los que nos enfrentamos, sin ser incontrolables, sin duda no tienen precedentes”. A un mes de su inicio, de momento la guerra ha producido para Rusia tres cosas que Moscú quería evitar: una Ucrania definitivamente unida en su sentir antirruso, una OTAN fortalecida con países neutrales llamando a su puerta, y la revitalización del liderazgo global de Estados Unidos. “Si la guerra convencional se descontrola, el uso de pequeñas armas nucleares no podría descartarse del todo y en ese caso la guerra se extendería al conjunto de Europa”, advierte el director del Instituto de Estudios Globales de la Universidad de Shenzhen, Zheng Yongnian. La pregunta es la siguiente: ¿son verdaderamente conscientes los actuales dirigentes europeos –es decir, el grupo de políticos estratégicamente más mediocre desde 1945 que hoy está al mando de la UE– de la gravedad concreta que encierra esta desgraciada crisis? Las señales al respecto no son en absoluto concluyentes. Es cierto que la OTAN, y el propio Biden, han repetido que no van a intervenir militarmente de forma directa en Ucrania, pero el olor de la sangre del oso en el campo de batalla atrae al tiburón y la tentación puede llegar a hacerse irresistible. La semana pasada el ministro de Defensa estoniano, Kalle Laanet, insistió en la oportunidad de crear una “zona de exclusión aérea” de la OTAN, algo que pondría en inevitable contacto a la aviación rusa con la de Estados Unidos y la OTAN, y cuya aplicación lleva lógicamente consigo la destrucción preventiva de sistemas rusos de defensa antiaérea, bases aéreas, etc, razones por las cuales la OTAN rechaza de momento ese escenario. El primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, y su segundo, Jaroslaw Kaczynski, han ido más lejos al proponer el envío a Ucrania de una “fuerza de paz” de la OTAN con efectivos polacos que tome bajo su control la Ucrania Occidental, que en gran parte perteneció a Polonia en el pasado, incluida la ciudad de Lvov (Lviv, Lemberg o Leópolis, según las diversas denominaciones). Mientras estos proyectos forman parte del debate, la OTAN ha iniciado unas grandes maniobras militares en el Ártico que obligan a Rusia a mantener la guardia en su espacio norte y dividir sus recursos. La impresión es que el Kremlin esperaba que el ejército regular ucraniano se desmoronaría El Kremlin inició esta invasión rigiéndose por la célebre máxima napoleónica on s'engage et puis on voit (uno se mete en la batalla y luego se decide sobre la marcha). El propio Putin comentó públicamente en febrero que su “operación militar especial” actuaría “según las circunstancias” (“по обстоятельствам”). La impresión es que esperaba que el ejército regular ucraniano se desmoronaría, que los efectivos más irreductibles y nacionalistas destacados frente al Donbass y en Mariupol, puerta para la conexión territorial con Crimea, serían aniquilados, y que en el este y el sur del país no habría gran resistencia popular. Con el gobierno de Kiev en fuga y el sureste controlado, se podría configurar una Ucrania no hostil al este de la línea del Dniéper con un gobierno títere favorable a Moscú y relegando y concentrando la “Ucrania hostil” a la región occidental en la que se configuraría un estado satélite de la OTAN y fuertemente antirruso. La impresión es que la evolución del conflicto ha impuesto escenarios mucho más modestos a Moscú, que se concretarán según evolucionen las cosas en el campo de batalla. Pero, ¿cómo evolucionan? Es difícil decirlo porque el combate de propagandas es muy intenso. Según fuentes militares de Estados Unidos, en la segunda guerra del Golfo, los americanos tardaron un mes en llegar a Bagdad y en la primera jornada de guerra lanzaron más bombas y misiles de las que los rusos han lanzado en lo que llevamos de campaña. En cualquier caso, en Moscú parece seguir pensándose en una partición del país. “Tendremos por mucho tiempo dos Ucranias”, decía el 15 de marzo Konstantin Zatulin, vicepresidente de la Duma para asuntos del entorno postsoviético. “Solo con una victoria habrá espacio para la diplomacia, sin ella nos enfrentaremos a las peores consecuencias como pueblo y Estado”, explicaba. Por encima y a costa del sufrimiento de la población ucraniana, de la mortandad, la destrucción de edificios civiles y el éxodo, la guerra viene determinada por los objetivos de cada una de las grandes potencias enfrentadas. El politólogo moscovita Dmitri Trenin define así esos objetivos: “Para el Occidente dirigido por Washington, el objetivo principal no es solo cambiar el régimen político en Rusia, sino también eliminar a Rusia como entidad independiente en el escenario mundial, e idealmente meterla en conflictos internos. Para Rusia, el objetivo principal es establecerse como país autosuficiente e independiente de Occidente en términos económicos, financieros y tecnológicos, así como afirmarse como gran potencia y uno de los centros del emergente mundo multipolar. Estos objetivos no dejan espacio para un compromiso estratégico”, dice. Y ahí radica el peligro. AUTOR > Rafael Poch Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis. VER MÁS ARTÍCULOS
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