miércoles, 19 de octubre de 2022
Sindrome peligrosos...
Los nuevos chivos expiatorios y el síndrome de Eichmann
Adolf Eichmann enjuiciado
Adolf Eichmann enjuiciado
Roberto R. Aramayo
ROBERTO R. ARAMAYO
18 DE OCTUBRE DE 2022, 19:05
El caso Eichmann tuvo en cierto modo una repercusión mayor a la del propio juicio de Núremberg. En realidad no se logró sentar en el banquillo a muchos jerarcas nazis y algunos, como Albert Speer, tampoco salieron tan mal parados. Lo mismo sucedió con el proceso judicial de Tokyo. Un ideólogo extremista se hizo pasar por loco y algunos de los encausados llegaron luego a ocupar muy altos cargos gubernamentales. También los cuadros de las empresas alemanas acogieron a quienes habían simpatizado con el nazismo.
Lo relevante del juicio de Jerusalén que tanto impresionó a la filósofa Hannah Arendt, era el perfil del encausado. Un funcionario sin mayor compromiso político que sencillamente quiso cumplir con suma eficacia el encargo de trasladar al pueblo judío hacia lugares como Auswitch. Era difícil identificar al ciudadano medio con la cúpula del partido nazi, compuesta por unos cuantos monstruos ebrios de poder. Sin embargo Eichmann era un tipo corriente que adujo en su defensa haberse limitado a cumplir con sus obligaciones.
Eso es algo que resulta muy aleccionador y debería seguir poniéndonos en guardia contra cierta patología social que parece resurgir con renovada energía. Siempre solemos estigmatizar a uno u otro grupo social. Tras esa estigmatización se ocultan muchas veces complejos colectivos e individuales de todo tipo: de inferioridad, de inseguridad o de identidad sexual son los canónicos, pero el repertorio no puede ser más variopinto. Exhibir o anhelar cualquier supremacismo refleja una incomodidad consigo mismo de la persona o el grupo que necesita demostrar esa presunta superioridad.
El mecanismo del odio se activa muy fácilmente, pero cuesta horrores desactivarlo
Hace medio siglo era común considerar incomprensible un antisemistismo tan radical como para inducir un genocidio industrializado. Pero por desgracia ha sido más habitual de lo que nos gustaría y se ha ejercido en muchos lugares a distinta escala durante todas las épocas de la historia humana. En ocasiones las antiguas víctimas reclaman esa condición para oficiar como implacables victimarios, justificando sus tropelías con el sufrimiento de sus ancestros. El mecanismo del odio se activa muy fácilmente, pero cuesta horrores desactivarlo.
Además ni siquiera nos damos cuenta de secundar activa o pasivamente, por acción u omisión, el proceso de colgar un sambenito inquisitorial que convierte al destinatario en chivo expiatorio cuyo sacrificio solventaría como por ensalmo todos nuestros problemas. Esto lo hacemos al incorporar a nuestro lenguaje coloquial epítetos denigratorios que se repiten cual mantras hasta devenir una suerte de arquetipo jungiano. Da igual que se trate de una determinada etnia, opción erótica o práctica religiosa.
Quienes cultivan la demagogia y son adeptos a la manipulación son consumados especialistas en la denigración que fabrica chivos expiatorios a su conveniencia
Quienes cultivan la demagogia y son adeptos a la manipulación son consumados especialistas en la denigración que fabrica chivos expiatorios a su conveniencia. Los extranjeros pobretones les vienen como anillo al dedo, para explicar una colonización cultural encubierta, que describen como una invasión demográfica capaz de arrebatarnos todo cuanto poseemos. Que la mujer no se muestre insumisa tampoco suele agradarles mucho, porque su misión es procrear y ser el reposo del guerrero. Por supuesto les tienta la homofobia quizá porque tengan miedo a tener otras tentaciones.
Una religión como la católica les va bien para imponer su manual de buenas costumbres y criticar derechos ya reconocidos como el aborto, el divorcio y la eutanasia. Nadie les impone a ellos utilizarlos, pero no toleran que los demás puedan acogerse a esas cuitas de libertad. Por supuesto se declaran liberales a ultranza, lo cual significa derogar el Estado del bienestar y que cada cual se las apañe como pueda, despreciando a quienes no quebranten su empatía y solidaridad para optimizar su propio beneficio sin reparar en el daño ajeno.
Se declaran liberales a ultranza, lo cual significa derogar el Estado del bienestar y que cada cual se las apañe como pueda
Les horroriza la pluralidad y la diversidad, ya sea esta funcional o cultural. Se adueñan de símbolos comunes que pretenden hacer hegemónicos al excluir cualesquiera otros. Desprecian a quienes no piensan como ellos, aunque normalmente tampoco parecen pensar mucho al menos por cuenta propia. Importen doctrina, revelan dogmas y repiten consignas con tal de medrar. Desdeñan la democracia y añoran pasados gloriosos tan idílicos como irreales. Todo ello sería ridiculizado, si no fuera tan tóxico y contagioso.
Ayuso y el paroxismo de la banalización
Una vez enganchado a esta droga ideológica, que calma la inquietud transfiriendo las responsabilidades del malestar social a entes diabólicos, cuesta bastante recuperar un ánimo sosegado que permita juzgar esos mensajes con mayor criterio antes de adoptarlos con total pasividad. Consentir este tráfico es peligroso, pero aún es más grave alentarlo y restarle importancia, como si fuese algo anodino para la convivencia y el marco de colibertad que debe presidir la esfera pública.
Jugar a ser triunfador porque te respalda el patrimonio familiar o los apellidos es una farsa que sólo pueden creer los más tontos
Erradicar la pobreza, por ejemplo, no significa en modo alguno eliminar físicamente a los indigentes, mandándolos a otro lugar o abandonándolos a su mala suerte. Se trata de luchar contra las desigualdades que posibilitan esa insostenible miseria. Mirar para otro lado sin salir del barrio pudiente crea guetos inversos. Las favelas y el chabolismo denuncian una situación que nos degrada como seres humanos. Considerarse de otra casta por vivir con toda comodidad y rodeado de suntuosos privilegios es un mecanismo psicológico tan comprensible como triste.
Banalidad del mal. (Cuando la humanidad lo asume)
Para que cada cual pueda destacar por su empeño y capacidad hace falta no trucar el punto de salida. Jugar a ser triunfador porque te respalda el patrimonio familiar o los apellidos es una farsa que sólo pueden creer los más tontos. A eso ayuda estigmatizar ciertos colectivos considerados responsables de los males presentes y futuros, lo cual alivia mucho la propia conciencia, incapaz de preguntarse por el propio papel en esta tragedia social. El síndrome de Eichmann se puede padecer con baja intensidad, pero no deja de contribuir al desastre.
ESPAÑA FAKE NEWS CLOACAS DEL ESTADO MEDIOS DE COMUNICACIÓN ADOLF EICHMANN
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