Bob Dylan alardea de músculo literario
‘Tempest’, esperado disco del artista estadounidense, se encuentra entre lo más llamativo de la dilatada producción del cantautor, que vuelve al ‘folk’ y al ‘blues’
Diego A. Manrique Madrid
La numerosa parroquia dylaniana tiene el 11 de septiembre una cita reconfortante: Sony edita en todo el mundo Tempest,
el álbum que hace el número 35 en la discografía en estudio de Bob
Dylan. Es su primera colección de canciones originales desde Together through life,
de 2009, y su publicación está siendo tratada como un genuino
acontecimiento cultural; el hombre tiene 71 años. Ofrece diez piezas
modeladas en estructuras clásicas del blues y el folk, con duraciones que oscilan entre los 14 minutos del tema principal y los tres minutos y medio de Soon after midnight. Es decir, Dylan en libertad, sin cortapisas.
Si la música tiene un aroma old school, el lanzamiento obedece a las reglas del moderno marketing: elegir el 11 de septiembre significa ser el primer trabajo de una gran figura en la línea de salida tras las vacaciones de verano (en general, las superestrellas prefieren retrasarse unas semanas, para estar más presentes para el suculento mercado navideño). Ya se usó la misma fecha en 2001 para Love and theft, con el resultado de que el disco quedó inicialmente enterrado por la conmoción de los atentados de Al Qaeda.
El equipo de Bob Dylan sabe hacer las cosas. Alienta la polémica sobre la escultura de la portada o la posible referencia shakesperiana del título. Aprovecha la publicidad cruzada: ha negociado el uso de canciones de Tempest en una serie televisiva, Strike back: vengeance. Y se ha ocupado de racionar las escuchas del nuevo trabajo entre periodistas de diferentes medios. La consiguiente sensación de exclusividad dispara los superlativos: el crítico británico Alan Jones ha otorgado a Tempest diez puntos (sobre diez), lo que significa una obra maestra, qué digo, una creación perfecta.
No lo es pero puede satisfacer las esperanzas de cualquier fan del Dylan tardío. Se trata de canciones intemporales: una historia de ferrocarriles (Duquesne whistle), una crónica de venganza (Pay in blood), el retrato de un pueblo maldito (Scarlet town), el desenlace fatal de un triángulo amoroso (Tin angel) y hasta ese clásico del cancionero popular anglosajón que es el desastre del Titanic (Tempest), actualizado con algún guiño a Leonardo DiCaprio. Incluso Roll on John, una elegía para John Lennon, encaja en el patrón de baladas consagradas a héroes caídos.
Tras someterse a las exigencias de productores incordiantes, como Daniel Lanois, Dylan prefiere ocuparse ahora de esas delicadas labores, bajo el seudónimo de Jack Frost. A principios de año, se calzó el sombrero de productor en un estudio discreto y confortable: Groove Masters, en la localidad californiana de Santa Mónica. Cocinó con ingredientes conocidos. Convocó a los mismos instrumentistas que le respaldan en su gira interminable: el baterista George O. Receli, el bajista Tony Gartier, los guitarristas Charlie Sexton y Stu Kimball y el mago de la steel guitar Donnie Herron. Como único invitado, David Hidalgo, de Los Lobos, encargado de añadir detallitos de violín, acordeón y guitarra.
Como productor, Dylan no se come el coco. Da tratamiento preferente a su voz áspera, que ocasionalmente suena como si el artista hiciera gárgaras con lejía. Cantando con autoridad y deleite, Bob clava unas letras torrenciales. Sus músicos tienen que seguirle discretamente y no hay muchos márgenes para filigranas. Excepto por los chispeantes aires a lo Jimmie Rodgers de Duquesne whistle, se trata de estructuras que estos veteranos seguramente podrían tocar hasta dormidos. Un tema como Early roman kings evoca el imperioso Hoochie coochie man, de Muddy Waters. De hecho, como en alguna otra ocasión, debería estar firmada a medias por Dylan y el muy legendario bluesman de Chicago. Aunque aquí solo hay una pieza donde se comparte la autoría: en el citado Duquesne whistle, Dylan ha vuelto a requerir los poderes narrativos de Robert Hunter, quien fuera letrista habitual de los Grateful Dead.
Cabe imaginar el sobresalto de Hunter, hippy irredento, al ver la transformación en imágenes de su historia. El vídeo promocional, que firma Nash Edgerton, prescinde de las evocaciones ferrocarrileras: son las desdichas de un tonto romántico, cuyos intentos de seducir a una bella terminan con episodios de una violencia tan cruel que parecen salidos de cualquier serie de HBO o AMC. El único alivio del clip es el paseo callejero de un Dylan grotesco, escoltado por criaturas de la noche de Los Ángeles.
Aparte de ese capricho audiovisual, en Tempest mandan las letras. Daniel Lanois seguramente no le habría dejado intacto el tema que bautiza al disco, una avalancha de folios sobre el Titanic. Con aires irlandeses (el transatlántico se construyó en Belfast, recuerden), Dylan retrata sentimientos y reacciones de los infelices pasajeros. A lo largo de casi un cuarto de hora, apenas hay desahogos instrumentales y Bob no se preocupa de minucias como el estribillo o el posible coro cervecero. Se trata sencillamente de Dylan alardeando de músculo literario, un tour de force que ojalá se reconstruyera para el directo.
Si la música tiene un aroma old school, el lanzamiento obedece a las reglas del moderno marketing: elegir el 11 de septiembre significa ser el primer trabajo de una gran figura en la línea de salida tras las vacaciones de verano (en general, las superestrellas prefieren retrasarse unas semanas, para estar más presentes para el suculento mercado navideño). Ya se usó la misma fecha en 2001 para Love and theft, con el resultado de que el disco quedó inicialmente enterrado por la conmoción de los atentados de Al Qaeda.
El equipo de Bob Dylan sabe hacer las cosas. Alienta la polémica sobre la escultura de la portada o la posible referencia shakesperiana del título. Aprovecha la publicidad cruzada: ha negociado el uso de canciones de Tempest en una serie televisiva, Strike back: vengeance. Y se ha ocupado de racionar las escuchas del nuevo trabajo entre periodistas de diferentes medios. La consiguiente sensación de exclusividad dispara los superlativos: el crítico británico Alan Jones ha otorgado a Tempest diez puntos (sobre diez), lo que significa una obra maestra, qué digo, una creación perfecta.
No lo es pero puede satisfacer las esperanzas de cualquier fan del Dylan tardío. Se trata de canciones intemporales: una historia de ferrocarriles (Duquesne whistle), una crónica de venganza (Pay in blood), el retrato de un pueblo maldito (Scarlet town), el desenlace fatal de un triángulo amoroso (Tin angel) y hasta ese clásico del cancionero popular anglosajón que es el desastre del Titanic (Tempest), actualizado con algún guiño a Leonardo DiCaprio. Incluso Roll on John, una elegía para John Lennon, encaja en el patrón de baladas consagradas a héroes caídos.
Tras someterse a las exigencias de productores incordiantes, como Daniel Lanois, Dylan prefiere ocuparse ahora de esas delicadas labores, bajo el seudónimo de Jack Frost. A principios de año, se calzó el sombrero de productor en un estudio discreto y confortable: Groove Masters, en la localidad californiana de Santa Mónica. Cocinó con ingredientes conocidos. Convocó a los mismos instrumentistas que le respaldan en su gira interminable: el baterista George O. Receli, el bajista Tony Gartier, los guitarristas Charlie Sexton y Stu Kimball y el mago de la steel guitar Donnie Herron. Como único invitado, David Hidalgo, de Los Lobos, encargado de añadir detallitos de violín, acordeón y guitarra.
Como productor, Dylan no se come el coco. Da tratamiento preferente a su voz áspera, que ocasionalmente suena como si el artista hiciera gárgaras con lejía. Cantando con autoridad y deleite, Bob clava unas letras torrenciales. Sus músicos tienen que seguirle discretamente y no hay muchos márgenes para filigranas. Excepto por los chispeantes aires a lo Jimmie Rodgers de Duquesne whistle, se trata de estructuras que estos veteranos seguramente podrían tocar hasta dormidos. Un tema como Early roman kings evoca el imperioso Hoochie coochie man, de Muddy Waters. De hecho, como en alguna otra ocasión, debería estar firmada a medias por Dylan y el muy legendario bluesman de Chicago. Aunque aquí solo hay una pieza donde se comparte la autoría: en el citado Duquesne whistle, Dylan ha vuelto a requerir los poderes narrativos de Robert Hunter, quien fuera letrista habitual de los Grateful Dead.
Cabe imaginar el sobresalto de Hunter, hippy irredento, al ver la transformación en imágenes de su historia. El vídeo promocional, que firma Nash Edgerton, prescinde de las evocaciones ferrocarrileras: son las desdichas de un tonto romántico, cuyos intentos de seducir a una bella terminan con episodios de una violencia tan cruel que parecen salidos de cualquier serie de HBO o AMC. El único alivio del clip es el paseo callejero de un Dylan grotesco, escoltado por criaturas de la noche de Los Ángeles.
Aparte de ese capricho audiovisual, en Tempest mandan las letras. Daniel Lanois seguramente no le habría dejado intacto el tema que bautiza al disco, una avalancha de folios sobre el Titanic. Con aires irlandeses (el transatlántico se construyó en Belfast, recuerden), Dylan retrata sentimientos y reacciones de los infelices pasajeros. A lo largo de casi un cuarto de hora, apenas hay desahogos instrumentales y Bob no se preocupa de minucias como el estribillo o el posible coro cervecero. Se trata sencillamente de Dylan alardeando de músculo literario, un tour de force que ojalá se reconstruyera para el directo.
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