lunes, 15 de julio de 2013

A los Vivitopes...

Can Roca: cocinando pasiones

El mejor restaurante del mundo despliega su magia en un menú especial para EL PAÍS y sus invitados: Martina Klein, Clara Usón, Pepa Bueno, Javier Mariscal y Gutiérrez Aragón

El Pais.

De izquierda a derecha, Jordi Roca, Josep Roca, Pepa Bueno, Clara Usón, Manuel Gutiérrez Aragón, Jordi Roca, Martina Klein y Javier Mariscal. / JORDI SOCÍAS
Nada más entrar en la cocina, Clara Usón, por aquello de que los escritores poseen radares para sus artilugios de trabajo, en vez de fijarse en los pucheros, las vajillas, los coladores, las impecables mesas de acero y el atuendo sobrio y negro de los pinches y los cocineros, apunta con la mirada viva a las estanterías.
—Mira lo que tienen ahí...
Lo que sobresalía de los estantes eran dos ejemplares que apenas tenían nada que ver con ninguna guía culinaria: el Diccionario María Moliner y el de la Real Academia…
Y es que para los hermanos Roca, propietarios del Celler de Can Roca en Girona, elegido este pasado invierno como el mejor del mundo por la revista Restaurant, la cocina no solo es sabor, raíz, mestizaje, teatralidad, juego, ironía, viaje, experimento, ciencia, fantasía, inspiración, coreografía, digestión, las recetas de su madre, campo, tierra, cruzada contra el depredador, lluvia, mar, estética, cosecha, búsqueda, disposición, precisión, cariño… Para los hermanos Roca, la cocina es lenguaje.


Helado de masa madre con pulpa de cacao que los hermanos Roca sirven con lichis y macarrones de vinagre balsámico.
Lenguaje de hermanamiento, de aproximación, que nos sirve para iniciar un viaje por el ocio, la cultura y la aventura en esta Revista de Verano que comienza hoy y que acompañará a los lectores de EL PAÍS durante 45 días. Lenguaje para proyectar un idealismo muy pragmático, un compromiso que les lleva a servir en la mesa un compendio de filosofía en el que se mezcla la apuesta por la reinserción social —cuentan con trabajadores de ese ámbito en nómina lo mismo que científicos, maîtres o saboristas— a idéntico nivel con la creatividad, el respeto y el cultivo de lo autóctono en consonancia con el irrenunciable mestizaje, la globalización del detalle y una radical apuesta por la vanguardia.
A eso ni más ni menos es a lo que se dedican Joan, Josep y Jordi, trío de jotas que antecede a la R de un apellido mítico en su barrio nada exclusivo de Girona, ese que linda con el territorio de droga y marginación que Javier Cercas describe en su novela Las leyes de la frontera (Mondadari). Es allí donde sus padres todavía regentan una casa de comidas en la que su madre, doña Montse, imparte una lección diaria de cocina casera. Cada uno vive en un entorno de 200 metros de distancia y desempeña perfectamente su cometido. El mayor, Joan, dirige la cocina; Josep es el poeta de los vinos, Jordi el descaro dulce e iconoclasta de la repostería. Comenzaron su andadura juntos en 1986 y, desde entonces —con traslado incluido de su sede en 2007—, un ansia de perfección constante les ha llevado a la cumbre de la cocina mundial.
Abrir el verano en el Celler de Can Roca es un lujo regado de conceptos que van ligados al placer y a la audacia. El ojo clínico de Clara Usón lo ha comprendido nada más entrar. La escritora, premio de la Crítica por su novela La hija del Este (Seix Barral), todo lo observa, todo lo pregunta. La modelo Martina Klein esparce por la mesa una simpatía rubia discreta y amable. Javier Mariscal se sienta a comer con su ojo vicioso, presto a azuzar de inocentes malicias la conversación. El cineasta y escritor Manuel Gutiérrez Aragón quiere dejar que su cantábrica armazón quede suavizada por la serenidad mediterránea y Pepa Bueno, que llega un tanto rezagada por la urgencia de los micrófonos de la SER, donde lidera la audiencia de la radio española con la nueva etapa de Hoy por hoy junto a Gemma Nierga, desea olvidarse de Bárcenas, urdangarines y dictámenes del FMI para adentrarse en los ignotos terrenos del sabor destilado dentro del organismo con los ojos cerrados.


Dos cocineros, en plena faena en las cocinas del restaurante de los hermanos Roca, preparando el menú servido para este reportaje el pasado día 9. / JORDI SOCÍAS
Josep se sienta a la mesa como anfitrión. Antes ha brindado un glorioso recorrido por su bodega, construida a base de cajas de vino provenientes de todos los rincones del mundo pero de donde él ha extraído cinco lugares que son, según su docto gusto, el tronco de la enología planetaria: Champagne, Riesling, el Priorato, Borgoña y Jerez.
Luce un día claro, atenuado por un patio central donde enraízan unos troncos soberanos. Madera y cristal y luz matizada por una aterciopelada vegetación acompañan el comedor. Martina Klein ha hecho una declaración de principios con respecto a sus viajes por el mundo. “Me gusta comer a pie de calle, soy de impulsos”, comenta antes de preguntar por las aficiones culinarias de Leonardo da Vinci justo cuando llega a la mesa el primer plato.
Nos toca, para empezar, abrir boca y comernos el mundo. Dentro de una caperuza que simula un planeta se encuentran pinchados sobre un tronco cinco esencias que portan guacamole para evocar a México; ceviche para bajarnos a Perú; verduras encurtidas junto a las que el paladar se traslada con la velocidad de la luz a China; un salto a Japón en torno al núcleo de miso, dashi de nata y tempura de niyinyonyaki y final de viaje en Marruecos en busca de sus almendras, sus rosas, la miel y el azafrán.
El golpe es contundente. Según Josep, desean que nos quede claro una cosa: que su cocina es una apuesta radical por el sabor. “Buscamos la concentración de sabor dentro de un mínimo espacio con la complejidad del orfebre”, afirma el mediano de los Roca.
Y para sabores en esas latitudes a nadie le cuesta toparse con uno de los símbolos clave: el olivo. A aquel globo terráqueo del que hemos extraído un viaje de prólogo por tres continentes, le suceden en la mesa dos olivos en miniatura de los que cuelgan como pendientes unas aceitunas caramelizadas y rellenas de anchoas que nos sientan de golpe en el sitio y brindan el tema en la mesa.
El Mediterráneo…
Podríamos haber echado de menos a Joan Manuel Serrat para que acompañara el momento, pero por aliento poético no será: “El Mediterráneo es luz privilegiada que ni ciega ni deja a oscuras”. O sea: equilibrio. Justo lo que desprende la voz de Josep Roca al hacernos caer en ello antes de que Mariscal entre en la conversación para precisamente desequilibrar pertinentemente algunos conceptos en plan pirotécnico.
“Una vez, unos alemanes me dijeron que esto del Mediterráneo era puromárketing. Yo les respondí: vosotros veréis con esa nube que se os planta allí en otoño y que no os arrancáis, pero en mi tierra estaba mal visto llevar abrigo al colegio”. Si queremos, Mariscal lo pone en imágenes. La intensidad de la luz es protagonista. “Una vez iba caminando con un inglés por la calle y de repente pegó un brinco aterrorizado y se preguntó: ‘¿Quién es este señor que me persigue?’... Y era su sombra”.
El Mediterráneo, azul intenso, territorio de sombras marcadas por la acera, sabor de hortalizas amamantadas por el cercano salitre, las tripas del mar confundidas con la escama de sus pescados. Imperio milenario, cuna de la civilización de donde no podía ser menos, en la época de las listas, de los rankings, acoge cerca de sus costas los dos mejores restaurantes de las últimas décadas: elBulli de Ferran Adrià, donde los Roca aprendieron muchas cosas, y el Celler de Can Roca.


La Anémona de los hermanos Roca, una de las espectaculares creaciones recientes en la carta de El Celler de Can Roca.
Lugares de exaltación y justicia poética donde también la naturaleza paga sus cuentas. Nos enteramos cuando sobre la mesa se nos presenta un suspiro de higo chumbo: “Son plantas invasoras. La mejor manera que tenemos de combatirlas es comiéndonoslas”, comenta Josep Roca. Si no puedes dominar a tu enemigo, cómetelo, podría ser su lema.
A ese sacrificio simbólico le suceden dos sopas. Un consomé vegetal a baja temperatura de brotes, flores, hojas y fruta seguido de un plato que bien puede ser un estanque en miniatura donde predomina el tono rojizo de sus frutos y el dorado que tiñe su base por una infusión de sauco. Es un caldito templado con cerezas al amaretto y al jengibre y anguila ahumada.
Es entonces cuando Gutiérrez Aragón habla de sus primeros recuerdos culinarios en un entorno húmedo como el de la Torrelavega cántabra de los años cuarenta y cincuenta. “Una tierra austera donde no se daban sorpresas con la comida. Predominaban las legumbres y algunas propuestas foráneas, como el salchichón sin pimienta o la frontera del arroz con leche con canela y vainilla, no eran siempre bienvenidas”, recuerda.
Seguimos a un ritmo aceptable, entre los efectos que empieza a operar el champán o un vino blanco memorable como el Osoro que elabora Rafael Palacios en Valdeorras, antes de pasar al rojo priorato del Arbossar Terroir al Limit, perdiéndonos un poco pero reconducidos por Clara Usón hacia la idea de conceptualizar la cocina moderna. El lenguaje de nuevo, que se nos había escapado entre el suspiro del gusto y el olfato hacia los terrenos de la ensoñación digestiva.
Un poco de contexto histórico no viene mal. Y se planta sobre la mesa la Revolución francesa: “Fue cuando se empezó a popularizar la necesidad de comer bien”, apunta el hermano Roca. O antes —y eso sí tiene mucho que ver con lo que hacen— acudimos a una fuente previa: el genio de Vatel, cocinero del Rey Sol, inventor de la crema Chantilly, amigo de acompañar sus banquetes con espectáculos ideados por Molière y en los que no faltaba música de Lully, y que se suicidó un buen día al comprobar que no le había llegado a tiempo el pedido de pescado. Su teatralidad es otra de las bien adaptadas influencias que reconocen los hermanos Roca.
Representación y estética acompañan la cocina de esta familia, sobre todo en el recipiente un tanto daliniano —estamos a escasos kilómetros de su universo en Port Lligat— utilizado para su gamba a la brasa con jugo de cabeza de algas, agua de mar, quinoa y bizcocho de plancton. A Mariscal no le gusta. Ya sabemos que le toca ejercer el papel de verso suelto. Pero nadie se lo tiene en cuenta ni aun siendo el responsable de algunos diseños de Hello Kitty.
Y en mitad de esas diatribas, alguien entona un canto sobre la belleza de la alcachofa…
Vamos bien servidos, quiere decirse. Medio a tono, cuando sigue el desfile de pescados y delicias del mar entre una cigala al vapor de Amontillado, velouté de bisqué y caramelo de Jerez, un lenguado a la brasa con ajo negro fermentado, ajo blanco y jugo de perejil al limón y un bacalao con miso y avellanas.
A estas alturas, el prólogo mestizo de la cocina Roca ha quedado claro en todo el desarrollo de su discurso sobre la mesa. Gutiérrez Aragón nos recuerda el discurso sobre la gula de Santo Tomás. “Es comer hasta caer al suelo sin sentido, así que todavía tenemos margen”.
Quedan un par de bocados de carne —la ventresca de cordero a la brasa con berenjenas, café y regaliz y el parfait de pichón con cebolla, nueces caramelizadas al curry, enebro, piel de naranja y hierbas— antes de pasar al gran espectáculo de los postres. Todo un festival de juegos y sabores en los que entra la tecnología de los reyes magos y el descaro encerrado en nubes de limón, helados de masa madre con pulpa de cacao, lichis salteados y macarrones de vinagre balsámico que palpitan como corazones blancos sobre los manteles o esferas de canela y violetas con coco y toffee de miel.
Ya antes de los cafés, Josep Roca quiere dejar claras algunas puntualizaciones sobre el poder y la competencia en el descarnado mundo de la cocina mundial. “Tenemos que aceptar este concepto anglosajón de las listas que impera y desespera. Estas reducen matices. Quizás te hagan sentir por un momento altivo, pero al final sabes que te van a devorar”, afirma.
Para mantenerse ahí saben que deben contar con espacio en la nómina para cocineros y personal de sala, pero también para físicos, químicos, aromistas, saboristas, en un constante diálogo transversal donde entran hasta algunos joyeros para diseñar algunos recipientes. Un equipo de creativos que debe pensar, por ejemplo, qué hacer con la alcachofa o cómo reinterpretar el isopo y que al final obran un brillante helado de espárragos como el que acabamos de degustar.
Ahora están arriba, pero si por cualquier razón caen, los hermanos Roca esperan no haber llegado tan alto, inflados de autosatisfacción —de la que no dan en ningún momento muestra— como para haber renunciado a sus raíces. No cabe preocuparse por ello. A diario comen en el bar de sus padres. Cuando doña Montse identifica algún sabor en sus experimentos, Joan le dice: “Claro, mamá, eso lo hemos aprendido de ti”.

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