domingo, 25 de enero de 2015

Personajes de la Historia...


Churchill. Retrato de un imperialista

Lawrence James

Pegasus. Nueva York, 2014. 448 páginas, 28'95 dólares. Ebook: 9'46 dólares
FRANCIS WHEEN |

El autor de pregunta si Churchill comprendió que fue él quien acabó con el imperio.
“Parafraseando a Winston Churchill”, dijo Ronald Reagan en su primer discurso de investidura, “no he prestado el juramento que acabo de prestar con la intención de presidir la disolución de la economía más fuerte del mundo”. Si el hecho de que un presidente estadounidense citase a un político inglés ya era curioso, la frase que decidió adaptar lo hacía aún más raro. En noviembre de 1942, Churchill había dicho: “No me he convertido en primer ministro del rey para presidir la liquidación del imperio Británico”. ¿Por qué querría el presidente de una república surgida de la rebelión contra ese imperio hacer alusión a esas palabras, sobre todo dado que, en la época en la que Churchill las pronunció, el Gobierno y el pueblo estadounidenses estaban unidos en su determinación de que, fuera lo que fuese por lo que estuviesen luchando, no era por preservar el imperio Británico?

Nacido cuando el imperialismo estaba en su cénit, Churchill (1874-24 de enero de 1965) vivió para ver el fin de un imperio, concretamente el de su propio país, y el papel que desempeñó en ese relato épico es fascinante. Lawrence James, autor de varios libros de historia británica, señala que Churchill y el Imperio. Retrato de un imperialista trata de “un tema que ha sido omitido o discretamente dejado de lado en la literatura sobre Churchill”, lo cual es una afirmación desconcertante. El imperialismo era uno de sus rasgos más destacados, muy comentado durante su vida y diseccionado desde entonces por los historiadores, la última vez por Richard Toye en su excelente Churchill's Empire.

Cuando Isabel II accedió al trono en 1952, Churchill recordó que su juventud había transcurrido durante el reinado de otra mujer, rodeado del “sereno esplendor de la era victoriana”. No obstante, “sereno” es un adjetivo cuestionable para definir su propia experiencia. Cuando fue elegido miembro del Parlamento en 1900, a la edad de 25 años, ya había luchado en al menos cuatro brutales conflictos imperiales o había sido testigo de ellos. Antes de convertirse en político fue soldado y periodista, y aunque sostenía que “la conciencia del dominio sobre las razas sometidas debe acrecentar por sí sola el amor propio de todo inglés”, describió con franqueza las realidades de la guerra imperial.

En 1898 participó en una de las últimas cargas de caballería, en Omdurmán, Sudán, que no fue tanto una batalla como una masacre. Tuvo la satisfacción de matar a varios hombres que luchaban en las filas del cabecilla de la guerra santa conocido como El Mahdi, pero también dejó constancia de que “todos los derviches que no se rindieron inmediatamente fueron muertos a tiros o a golpe de bayoneta”. En calidad de subsecretario de Estado para las Colonias desde 1905 hasta 1908, Churchill visitó Kenia y pensó que había que enseñar la disciplina del trabajo duro a sus atrasados pobladores (entre ellos los antepasados del actual presidente estadounidense). Pero también le causaron consternación los informes sobre la “repugnante carnicería de nativos” en Sudáfrica. En otras palabras, Winston Churchill fue toda su vida un manojo de contradicciones, alternativamente radical o reaccionario, brutal o caballeroso.

Tres años después de la Primera Guerra Mundial, en la que la debacle de Galípoli estuvo a punto de acabar con su carrera, se convirtió en secretario de Estado para las Colonias en un momento crítico de la historia de “lo que se denomina, de forma un tanto extraña, Oriente Próximo”, como dijo en 1940. EnMi juventud, su fascinante autobiografía, contaba que había sido educado como un tory, y por lo tanto, era partidario de los turcos, y que un principio británico fundamental había sido preservar el imperio Otomano por temor a que se derrumbase y a que el vacío fuese llenado por Rusia.

En cambio, cuando cayó a consecuencia de la guerra, el vacío fue llenado por los propios británicos de una manera imprevista e involuntaria. Churchill improvisó un Estado totalmente artificial llamado Irak, al tiempo que dividía los territorios al oeste en “Transjordania” y “Palestina”. Aunque su simpatía personal estuviese con los colonos sionistas, pronto comprendió la ingrata carga que era esa Palestina, y coqueteó con la idea de entregársela a Estados Unidos, una irónica hipótesis histórica, en el caso improbable de que los estadounidenses hubiesen querido aceptar semejante responsabilidad.

En 1929, Churchill insistió en que los británicos habían rescatado a India “de siglos de barbarie, tiranía y guerras intestinas”, y pasó los años siguientes oponiéndose en vano al proyecto de ley sobre India, que otorgaba una modesta autonomía. Sin duda, James se equivoca al decir que Churchill aceptó “de buen grado” la derrota final en el proyecto. India sería también el borrón más importante en su historial, que por lo demás se encontraba en su espléndido apogeo. Cuando ocupó el cargo de primer ministro entre 1940 y 1945, boicoteó cualquier intento de avanzar hacia un acuerdo con Gandhi y los nacionalistas del Congreso. Aún peor fue la espantosa hambruna de Bengala de 1943. Al igual que la de Irlanda 100 años antes, no fue causada por el Gobierno de Londres, pero en ambos casos la indiferencia y la pasividad oficiales empeoraron gravemente el horror y destruyeron cualquier autoridad moral que los británicos reclamasen para gobernar a esas poblaciones afligidas.

Tras la negativa de Churchill a aliviar la hambruna se ocultaba el más puro desprecio racial. “El hambre de los bengalíes, malnutridos de todos modos, no es tan importante como el de los robustos griegos”, dijo, y los que trabajaban con él conocían bien sus invectivas sobre la “repugnante raza” del Indo. En los años de la posguerra criticó al Gobierno laborista por conceder la independencia a India, aunque luego reconoció de mala gana que los días del imperialismo habían pasado. Pensaba que los franceses deberían salir de Indochina, y, tan impulsivo como siempre, lamentó profundamente los métodos infamantes que las autoridades británicas emplearon para reprimir la revuelta de los Mau Mau en Kenia.

Si bien el libro de James revela poco que no les sea familiar a los que están realmente interesados en Churchill, resulta fidedigno y de lectura agradable.

Benjamin Netanyahu conserva en su despacho un retrato de su héroe Churchill, de cuyo sionismo y apoyo a Israel no cabe duda, pero debería tener cuidado: quizá no sepa que el compromiso de Churchill con el movimiento sionista se basaba en su convicción de que los judíos eran una “raza de categoría superior” a los árabes.

Nos quedan dos grandes paradojas. El mismo hombre que, en un momento extraordinario, desafió heroicamente a la tiranía racial más infame de la historia, era no solo un imperialista intransigente, sino un racista según los parámetros de su época y de la nuestra. Y aunque dijo que no presidiría la liquidación del imperio Británico, eso fue lo que hizo, o al menos precipitó su desaparición. Al final de una guerra en la que lo había dirigido con nobleza, su país estaba exhausto y depauperado; no se encontraba en condiciones para seguir desempeñando el papel de de gobernante imperial. Era un cliente financiero de Estados Unidos, cuyo nuevo imperio tomaba ahora el relevo allí donde los británicos se retiraban.

Otras personas así lo vieron. “Aunque no le gustase, Churchill acabó con la época del imperio Británico”, señalaba con perspicacia Zhou Enlai a Kissinger en 1969. Es posible que no fuera su intención, “pero, objetivamente, le puso fin”. ¿Lo sabía Churchill en su fuero interno?
 

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