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Fue Ortega, necesariamente tenía que ser Ortega, quien hizo la mejor definición de Antonio Maura: “Nunca hizo esfuerzo alguno por convencer al que no estuviese ya convencido. Su soberbia, su altivez, su arrogancia, su incapacidad para admitir un error le hacían antipático para muchos”.
Rajoy no es Maura, ni la España actual es la de principios del siglo pasado. Pero sí hay una constante que se repite.
Como han puesto de relieve ilustres historiadores contemporáneos, es paradójico que detrás de cada dirigente del tortuoso siglo XX español se escondiera mejor o peor agazapada una tragedia. La imposibilidad casi radical de la realización de un ideario.
El fracaso de Maura, como el de Rajoy, es el paradigma de la frustración del político conservador en el sentido transcendente del término. El naufragio del hombre del sistema. Maura -como el presidente del Gobierno- se presentaba como la respuesta que el país necesitaba, como el poseedor del bálsamo capaz de provocar el descuaje del caciquismo con su célebre propuesta de hacer la revolución desde arriba (la revolución audaz, la revolución temeraria desde el Gobierno). Los ‘otros’, viene a decir Rajoy, como Maura, son el desorden y el caos. Yo soy, en palabras bíblicas, el camino, la verdad y la vida.
La realidad, sin embargo, es que nunca hubo descuaje -en el sentido que le da a este término la Academia- ni nada que se le pareciera. De hecho, los caciques de antaño siguen hogaño campando por sus respetos, como pone de relieve la reciente imagen -no es la única- del presidente del Gobierno con el llamado lobby del Puente Aéreo (antes lo fue con el fantasmagórico Consejo Empresarial para la Competitividad). Una muestra absurda de vanidad, jactancia y ostentación. Unos (con muchas de sus empresas arruinadas) para representar de forma petulante y obscena que están cerca del poder; otros, para mostrar que la aristocracia económica está detrás de su Gobierno para acreditarlo ante Alemania.
Aznar, tras el ‘dedazo’ de Fraga, entendió bien la realidad de la España de los 90, y eso explica los años de poder conservador, pero el liderazgo débil de Rajoy ha llevado al partido a un callejón sin salida
“¿Cómo han de querer, se preguntaba hace más de un siglo La Defensa, el órgano de una asociación de agricultores, si cabalmente al abrigo delcaciquismo se forman y nutren los partidos, crecen y se encumbran los políticos hasta alcanzar con sus llanos la Gaceta, que es el manantial inagotable de sus prosperidades y bienandanzas? ¿Cómo es posible que quieran, si, en una palabra, el caciquismo es la rueda maestra que pone en movimiento toda la maquinaria del sistema?”
Paro y desigualdad
Valientes palabras –hijas de lo que en su día se denominó la literatura del desastre- que hoy retumban sobre amplias capas de la sociedad hartas de tanta mediocridad y que observan como el sistema es incapaz de cambiar desde dentro. Ni siquiera de evolucionar.
Esa es, en última instancia, la gran desgracia de Rajoy: no entender que detrás de un país que acumula ya cinco años con una tasa de paro superior al 20% y con un repugnante aumento de la desigualdad económica se encuentra un problema de naturaleza política y no sólo de carácter económico. Es la política, no la economía. Es la cuestión social, que se decía hace un siglo.
Aznar, tras el ‘dedazo’ de Fraga, entendió bien la realidad de la España de los 90 -en su segunda legislatura perdió el juicio-, y eso explica los años de poder conservador, pero el liderazgo débil de Rajoy ha llevado al partido a un callejón sin salida. El PP es hoy una formación amorfa, carente de alma, a la que sólo une el control de los resortes del poder. Si no fuera porque la viejaGaceta sigue en sus manos, es muy probable que muchos dirigentes que hoy callan de forma cobarde (y a los que el cronista observa ufanos presidir comisiones parlamentarias) hubieran decidido dignificar su profesión de políticos.
El último número de la revista de Faes, editada por el propio PP, identifica de forma acertada este proceso de degradación cuando analiza la crisis del conservadurismo británico en tiempos de John Major. “Los conservadores aparecían como the nasty party, un partido excluyente, que se negaba a integrar en su discurso a las minorías en una sociedad cada vez más tolerante con la diversidad. Un partido que se alejaba de las preocupaciones reales de los ciudadanos, enredado en sus peleas internas. Un partido que había perdido el pulso a la sociedad, incapaz de ofrecer un proyecto de futuro”.
El PP ni siquiera dispone de instrumentos internos de debate -quién va a hablar cuando su puesto de trabajo depende de aparecer en una lista electoral- para enfrentarse al despertar cívico de las clases medias
La respuesta que dio Cameron a esa realidad fue construir una nueva mayoría, un ‘conservadurismo compasivo’ lo llamó el primer ministro británico (concepto heredado del Partido Republicano de EEUU), capaz de superar la vieja y rancia posición tory.
Políticas públicas
El nuevo proyecto se articuló a través de un documento, el llamado Built to Last, que hacía suyas las nuevas prioridades de la sociedad: eliminación de lapobreza a través de la mejora de la calidad de vida, lucha contra ladesigualdad social, atajar las amenazas medioambientales, mejora de losservicios públicos… En una palabra, se trataba de ‘compadecer’ a quienes lo necesitaban con políticas públicas y no colmar de prebendas al statu quo imperante. Esas viejas élites que compadrean con el poder y que influyen de forma decisiva en la elaboración de las leyes. Antes con González o Zapatero y ahora con Rajoy.
¿Alguien ha oído en los últimos años un debate de ese calado dentro del PP? Seguramente, nadie. Simplemente porque hoy el Partido Popular -alejado delparlamentarismo liberal consustancial a las democracias consolidadas- es un cascarón vacío que se presenta a las elecciones sin proyecto político -más allá de la recuperación cíclica de la economía por el sacrificio de familias y empresas-, y cuyos dirigentes callan cuando aparecen a la luz pública escándalos como los de Trillo o Martínez-Pujalte. ¿Qué habrían dicho los portavoces del PP si se hubieran revelado los negocios privados de algunos diputados socialistas? ¿Dónde está la democracia cuando los candidatos son hijos del ‘dedazo’?
El drama, sin embargo, va mucho más allá. El PP ni siquiera dispone de instrumentos internos de debate -quién va a hablar cuando su puesto de trabajo depende de aparecer en una lista electoral- para enfrentarse aldespertar cívico de las clases medias. Un movimiento surgido, precisamente, como consecuencia de la crisis económica y de la subida de impuestos. El PSOE ya está pagando cara su desidia y su alejamiento de las clases medias por su incapacidad para dar respuesta a los nuevos desafíos.
La causa de esta imposibilidad regeneracionista probablemente tenga que ver con que el PP se ha atrincherado en la vieja idea del ‘jefe’, tantas veces puesta de manifiesto en la derecha española, y que explica su fracaso histórico. Con razón decía San Agustín: “Desconfiad de los matemáticos y de todos esos que hacen profecías vacías: existe el peligro de que hayan pactado con el diablo…”
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