Cuando el ilustre hijo de Fuendetodos pasó por su pueblo en 1808, huyendo del nuevo cerco que los franceses ponían a Zaragoza, hizo este ruego a sus paisanos: “No digáis que eso lo he pintado yo”. Se refería Francisco de Goya alArmario de las Reliquias de la sacristía de la iglesia parroquial. La historia la narra Francisco Zapater y Gómez, sobrino de Martín Zapater, el amigo íntimo de Goya, en sus Noticias biográficas del pintor publicadas en 1868. Este armario con la pintura de Goya, que se perdió en 1936 y sólo conocemos por fotografía, es el punto de partida de la exposición Goya y Zaragoza (1746-1775), inaugurada por los reyes de España en la institución privada Museo Goya-Colección Ibercaja, con la colaboración especial del Museo del Prado y la asesoría científica de Manuela Mena, jefe de conservación de pintura del Siglo XVIII y Goya del Prado.
Según el Director del Prado, Miguel Zugaza, la implicación institucional ha sido “total”. En su escrito de presentación de lo que califica como un “esmerado y riguroso catálogo”, explica que para esta “gran exposición dedicada a la obra temprana de Francisco de Goya” se han puesto a disposición del proyecto las obras del museo, se ha ayudado a facilitar los préstamos, las obras han sido estudiadas por los conservadores y el personal técnico y, por si faltaba algo, limpiadas y acondicionadas por los restauradores del museo para la ocasión. Es decir, el prestigio y los recursos del Prado se han comprometido hasta el final, razón suficiente para ver las repercusiones en la valoración económica que tienen estas prácticas (más allá de su escasa aportación al conocimiento de la vida, la obra y el arte de Goya).
Del total de 29 piezas que se han reunido destaca su composición: la reproducción fotográfica del citado armario de Fuendetodos, el facsímil delCuaderno italiano cuyo original se encuentra en el Museo del Prado, una carta de fray Manuel Bayeu a Martín Zapater, tres estampas, dos dibujos, una lámina de cobre y 20 pinturas de las cuales 13 se encuentran en colecciones particulares, algunas de ellas inéditas.
Lo primero que sorprende ante este conjunto, que en absoluto es representativo, es la afirmación que hace la responsable científica acerca de otras obras jóvenes atribuidas a Goya. Por supuesto, no las estudia ni las debate, sino que las despacha diciendo que no son del maestro y fueron atribuidas “con optimismo y buena intención”.
Estas mismas palabras se podían decir a la vista del catálogo que ha dirigido. Es más, no me cabe duda que ante buena parte de las que figuran en él, Goya volvería hacer el mismo ruego —“no digáis que eso lo he pintado yo”—, no ya por la calidad, como sería el caso del armario, sino porque efectivamente resulta difícil creer que salieran de su mano.
¿Escolar o experto?
Pensemos entonces la alegría que deben sentir los dueños de esos supuestosgoyas expuestos en Zaragoza, esos particulares que guardan el anonimato, por ejemplo, tras la colección particular de Suiza a la que pertenece la Muerte de San Antonio Abad, copia de una composición de Corrado Giaquinto. O el cuadro de La piedad, propiedad de la Galería Bernat de arte de Barcelona.
De la primera no se conoce la procedencia, ni hay registro o vestigio de ella o de su vinculación a Goya. Fechada hacia 1772, se da algo tan sorprendente como que existe otra versión en el Museo de Zaragoza, institución pública, considerada en el catálogo de menor calidad. Lo curioso es que en lugar de atribuirla al alumno, es decir a Francisco de Goya, esta última se la atribuyen incluso al maestro Francisco Bayeu. Me pregunto entonces: ¿por qué insistió Goya en aprender con Francisco cuando tan pronto le había superado ya en algo tan escolar como una copia? La pintura propiedad de la Galería Bernat también se fecha por esos años, aunque no se sabe bien en base a qué pues la única argumentación que se ofrece para la atribución es “la magistral interpretación de la luz sobre las superficies”.
Manuela Mena se muestra tajante en el catálogo al atribuir, mientras su discípula, Virginia Albarrán, desaconseja emitir juicios de valor contundentes
Pero lo más destacable de la incongruencia argumentativa que acompaña buena parte de estas nuevas atribuciones se encuentra en la fundamentación de las mismas, pues es clave el relicario de Fuendetodos obra “de atribución segura” que, como explica la responsable científica, “sirve para dar una base firme a las claves de estilo, de los recursos pictóricos y de los modelos de Goya”.
Sin embargo, no es de esta opinión la responsable del catálogo, Virginia Albarrán Martín, quien unas páginas más adelante explica que “la limitada calidad de las fotografías desaconseja emitir juicio de valor contundentessobre la habilidad del artista en estas fechas”.
Nos encontramos pues una vez más ante la práctica del atribucionismo, algo propio del mercado del arte, pero al que se ha dedicado con fruición el museo público desde el momento en que el director dictaminara, en entrevistas, que la historia del arte es “una cuestión de autoridad personal y no una ciencia”.
Lamentablemente, hoy es fácil valorar las consecuencias pues en muchos casos se avalan obras de las que no existe noticia alguna, ni rastro de su procedencia. Esto corre en paralelo al proceso de descrédito, no ya de la historia del arte sino de la propia colección con desatribuciones infundadas como El coloso, y en detrimento del patrimonio de todos con autorías cuestionadas como el Marianito declarado BIC. Ambas, auténticas obras maestras del pintor aragonés.
Hipótesis indemostrables
De los casos de atribucionismo en los que el Museo del Prado ha estado envuelto en los últimos años, hay dos que han resultado en auténtico escándalo: el retrato del conde de Alois Wenzel von Kaunitz-Rietberg atribuido a Goya y unas pinturas de pequeño formato atribuidas a Murillo. En el primer caso, la obra llevaba en el mercado un tiempo sin mucha fortuna, como denunció Nigel Glendinning en su momento, por su dudosa autoría. Seis meses después de estar expuesto en el Museo del Prado etiquetado como un Goya inédito, en enero de 2009, el retrato se subastó en Sotheby’s (Nueva York) y se adjudicó en 2.210.500 dólares. Es decir, de nada pasó a valer casi 1,8 millones de euros.
En cuanto a las pinturas atribuidas a Murillo, estaban expuestas temporalmente en las salas del museo en 2012 de donde repentinamente desaparecieron durante dos días; cuando regresaron a ellas ya no tenían la misma cartela: antes de salir eran propiedad de la Galería Caylus (negocio madrileño dedicado a la venta de arte antiguo), a su vuelta eran propiedad de una colección privada inglesa. La pieza había pasado una breve estancia en Londres. Antes de que fueran “expertizadas” por el museo, se había valorado en unos 30.000 eurospor ser obra anónima española de los siglos XVIII-XIX. Este año la citada galería las tenía a la venta en la feria de Maastricht por 475.000 euros. Casos similares en la exposición actual son la Huida a Egipto y la Muerte de San Alberto de Jerusalén, que de ser de “autor anónimo del barroco” han pasado a ser “reconocidas por el Museo del Prado como obras incuestionables y originales de Goya”, basándose en hipótesis indemostrables.
Cuando tuvo lugar el episodio de Kaunitz, el director del Museo del Prado argumentó que “no conocía la intención del coleccionista”. No se depuró ninguna responsabilidad. Con los Murillos pasó lo mismo. Con esta exposición de Zaragoza -que tanto beneficio ha reportado a unos afortunados propietarios a costa del nombre y los recursos del primer museo de arte del país- es hora de pedir responsabilidades sobre estas actuaciones, empezando por el director a quien el desconocimiento no puede ampararle, una vez más, máxime teniendo en cuenta que, como publicó este periódico, es uno de “los 11 galácticos de la Administración”, con 133.097 euros anuales de sueldo.
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