Personal de la OIM recibiendo a un grupo de inmigrantes recién llegados a las instalaciones de Las Canteras en Tenerife. / OIM
Personal de la OIM recibiendo a un grupo de inmigrantes recién llegados a las instalaciones de Las Canteras en Tenerife. / OIM En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí Baijea y Bachi, dos jóvenes saharauis de 24 y 22 años, iniciaron sin saberlo una ruta migratoria que pronto se convertiría en una de las más mortíferas del mundo, según la Organización de Naciones Unidas. Aquel 28 de agosto de 1994, hace ahora tres décadas, llegaron las dos primeras personas migrantes en patera a Canarias. Arribaron a Fuerteventura tras cruzar los 96 kilómetros de océano que separan la isla de África. Durante estos años, las cifras no han dejado de crecer. Los expertos, críticos con la política migratoria de la Unión Europea, apuntan: “Si cierras y blindas una vía de salida, los migrantes buscarán otra, aunque sea más larga y peligrosa”. Una embarcación pesquera auspició aquella llegada inesperada. La nueva puerta de entrada que entonces se abría a Europa apenas estaba entornada. Ahora, 30 años después, se calcula que casi 230.000 personas han llegado al archipiélago. Las cifras indican que la mitad de ellas lo han hecho en los últimos cinco años. En cambio, apenas se puede calcular el número de personas, contadas por miles, que perecieron en la llamada “ruta canaria”. Son cuerpos anónimos, esos que un sistema de opresión y colonización atroz convirtió en los nadie. El caso de Baijea y Bachi no fue demasiado diferente a lo que sucede en la actualidad. Ellos pidieron asilo político. Otros, más tarde, llegarían a Canarias huyendo de la guerra, la pobreza y la persecución, todos deseando un lugar seguro en el que se respeten sus derechos. Ellos también temblaban de frío cuando fueron ayudados por la dueña de un restaurante frente al muelle de Las Salinas, en el que desembarcaron. Ellos también querían una vida mejor, lejos de todo aquello que tuvieron que sufrir por el único motivo de haber nacido donde nacieron. Sin alternativas seguras de petición de asilo Las elevadas tasas de mortalidad son la principal característica de la ruta canaria. Según la ONG Caminando Fronteras, solo entre enero y mayo de 2024 han fallecido más de 5.000 personas en el proceso migratorio. El Atlántico, al igual que el mar Mediterráneo, se convierte en una gran fosa común de los parias, de aquellos que tienen tan poco que perder que hasta se juegan lo único que tienen, su vida, por un futuro más esperanzador. Juan Carlos Lorenzo, coordinador territorial de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) en Canarias, tuvo su primer contacto con la realidad migratoria en 1999. Ese año, él entró como educador en un centro de niños y niñas migrantes no acompañadas. Ese año, también, se registró el primer naufragio. Ocurrió el 26 de julio. Nueve marroquíes se quedaron a 300 metros de alcanzar la costa de Morro Jable, una localidad de Fuerteventura. “Lo que recuerdo de la primera patera es que causó mucho revuelo. Luego, la cosa fue a más. Ya en 1999, llegaron en patera 2.165 personas a Canarias”, comenta. Aquella embarcación inaugural de una de las rutas más mortíferas del mundo “reflejó la desesperación de la gente que se jugaba la vida al no existir alternativas legales y seguras de petición de asilo y protección internacional”, comenta Lorenzo. En aquellos primeros años, las organizaciones y la Administración pública contuvieron la llegada de los migrantes, aunque ya tenían “la sensación de que algo estaba pasando y no iba a dejar de pasar”, en palabras del integrante de CEAR. La crisis de los cayucos como punto de inflexión Así llegó 2006 y la llamada ‘crisis de los cayucos’, unas barcas de pesca de grandes dimensiones llegadas desde Mauritania y Senegal, en las que caben cientos de personas. A día de hoy, el récord se sitúa en 354 personas en una patera, alcanzado el año pasado. “En aquel momento, en 2006, nos encontramos con la llegada de más de 31.000 personas en muy poco tiempo, lo que significó un punto de inflexión”. Ya no bastaba con lo que estaban haciendo. “Por eso, las entidades sociales que gestionamos los recursos de acogida nos profesionalizamos y especializamos desde un punto de vista técnico”, añade. José Antonio Rodríguez, responsable autonómico en Canarias de Primera Respuesta de Emergencia para Población Inmigrante de Cruz Roja, ya era voluntario de esta organización internacional en 1992. “En 2006, con la oleada de los cayucos, yo amanecía la mayoría de los días en el muelle de Arguineguín”, comenta refiriéndose al enclave grancanario. En ese año se empezaron a marcar algunas líneas en la política migratoria que han ido persistiendo hasta la actualidad. Todo ello trajo consigo la creación del programa de atención humanitaria, pero no solo. España comenzó una ofensiva diplomática con países de África occidental: “Se firmaron muchos convenios de readmisión de estos migrantes con Senegal, Guinea, Guinea Bissau, Mali. Otros ya estaban vigentes, como los de Argelia, Mauritania y Marruecos. Es decir, ahí se estructura esa lógica y estrategia de externalización de fronteras”, dice el coordinador territorial de CEAR en Canarias. Mientras tanto, imágenes estremecedoras seguían copando la realidad de las playas canarias. Tal y como recuerda Rodríguez, por aquel momento no eran tantas las embarcaciones que se localizaban mar adentro, sino en la propia playa. “Muchísimas personas fallecieron en las orillas. Se bajaban de la embarcación y morían porque ni sabían nadar ni tenían fuerzas para ponerse de pie, porque el agua tan solo les cubría un metro y medio”, rememora. La política, centrada en evitar lo inevitable Desde el punto de vista de Juan Carlos Lorenzo, el relato está dominado por la política antimigratoria respaldada por la Unión Europea y sus Estados miembros, que “pretenden evitar que los migrantes lleguen a España y Europa, en lugar de que puedan acceder a un espacio seguro en el que salvaguardar sus derechos”. No es tan complicado: si las personas se desplazan de manera forzosa huyendo de la muerte, persecución y pobreza, blindar una frontera tan solo hará que esas mismas personas busquen otros puntos de salida. “La movilidad humana es imparable, y está demostrado. Blindar las salidas desde Libia o Túnez hará que los migrantes reorienten su ruta y la hagan más larga y más peligrosa”, concede el integrante de CEAR. Según sus datos, casi la mitad de las embarcaciones que llegaron el año pasado a Canarias procedían de Mauritania, a más de 1.000 kilómetros de distancia. Las que llegan desde Senegal han podido recorrer hasta 1.800 kilómetros. “Estos países africanos no dejan de ser vasos comunicantes en los que se canaliza la desesperación de las personas que quieren desplazarse por vía marítima”, subraya Lorenzo. Rodríguez, por su parte, señala cómo ha ido cambiando el perfil de los migrantes que llegan a Canarias a lo largo de estas tres décadas. Si al principio eran varones de entre 17 y 25 años, jóvenes y “con fuerza para realizar esta dura travesía”, recalca, ahora no hay un perfil tan claro. “A día de hoy, vienen familias completas, matrimonios, familiares lejanos, gente sola… Ya huye todo el mundo que puede”, añade. La sociedad canaria tampoco se ha quedado atrás. Hospitalaria y solidaria, su mestizaje con otras culturas del mundo le ha hecho ver la migración como un fenómeno del que no tener miedo. “Yo no sé si la clase política ha estado a la altura. Sí es cierto que los discursos populistas excluyentes y estigmatizadores han calado, pero no han enraizado demasiado. Los canarios y canarias que apoyan, se solidarizan y tratan con humanidad a la gente tienen unas bases mucho más sólidas”, concluye el coordinador territorial canario de CEAR.
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