Cautivo y desarmado, el ballet azulgrana claudicó ante una apisonadora merecedora de esos elogios que no hace demasiado tiempo adornaban a este Barça. Existía una ínfima chance de remonte ante la apisonadora bávara y el Barça estaba obligado a competir. Había que recuperar las líneas juntas, la presión arriba, el hambre en forma de desmarque, la circulación rápida de pelota, arropar a los centrales y proteger al equipo con solidaridad. Ese incendio colectivo sólo podía funcionar con la chispa adecuada, Messi. Una vez que se conoció que el diez de dieces había recaído de su lesión, todo se desvaneció por completo. Sin el chico que es Maradona todos los días (royalties para Segurola), el Barça comenzó a pensar en que iba a caer. Y el primer paso para caer es pensar en la derrota. Así fue.
Sin esa brisa fresca que es Messi, permanente muleta para un equipo con piernas de madera, el centro de gravedad culé fue un erial. Su ausencia sepultó el último vestigio de esperanza para escalar un Everest sin oxígeno. El Barça, lastrado por lesiones y enfermedades, patinó en su interpretación de lo que requería el partido primero y en los hombres que debían jugar después. Volvió a incurrir en su principal defecto: anteponer la burocracia a la meritocracia. Sólo así puede comprenderse una delantera sobresaliente en estatismo, lentitud, previsibilidad y falta de desmarque. Esa cuestión aparece como la gran asignatura pendiente de un equipo que, progresivamente, ha pasado de entender la titularidad como un premio a convertirla en una suerte de derecho adquirido. Una inercia peligrosa para un vestuario que ganó una riada de títulos gracias a ese principio: juega el que más aporte al equipo, no el que más reputación tiene. Sin méritos, no hay paraíso.
Roto, desarmado y entregado, el equipo de Vilanova acabó sometido, superado y con ganas de presentar, de manera sumisa, la rendición. Impensable hace unos meses, pero real como la vida misma. El Bayern, sobrado de la energía que nunca tuvo el Barça, fue más en todo. Selló sus pasillos de seguridad, jugó siempre al ritmo que le convenía, sacó la maza a pasear y maltrató al Barça hasta convertirle en un saco al que golpeaba sin piedad. Y del saco salió humo. El ogro bávaro tuvo la grandeza que adorna a un campeón: no perdió tiempo, no cometió faltas, no fue duro, intentó jugar a fútbol siempre y salió determinado a ganar. Hombres contra niños, tanques alemanes contra caballería polaca. Modelado por un fuera de serie, Heynckes, el Bayern puso al Barça de rodillas. Mientras los españoles cruzaban profecías de fin de ciclo culé y de fin de un ciclo merengue ni siquiera iniciado, la realidad se impuso con tozudez: el único ciclo es alemán. Españoles hablan, alemanes juegan.
Después de una paliza de hospital de esta dimensión, el Barça se obliga a revisar su ideario. No falla el método, ni la estructura deportiva, ni el estilo. Lo que rechina son los detalles de su juego, su apagón acelerado, la pérdida alarmante de mecanismos que le llevaron a enarbolar la bandera del buen fútbol y la hegemonía europea. Es hora de hacer autocrítica, de reflexiones profundas, de saber qué respira el núcleo del vestuario, de radiografiar por qué ha gripado un motor que a comienzos de año parecía fiable. Es hora de no renegar de lo conseguido, pero también de analizar qué decisiones se han tomado y qué consecuencias han tenido. Con la coartada de los resultados, sobrarán inquisidores, falsos profetas que indiquen que hay que renunciar a este estilo e incluso habrá fariseos dispuestos a traicionar las esencias de la idea futbolística que ha implantado este equipo.
Así es el deporte de elite y estas son las consecuencias de un descenso progresivo de este Reino de los Cielos donde el Barça se alquiló un ático desde hace cinco años. Ahora, magullado y herido, este Barça será sometido juicio popular, como siempre ocurre, pero conviene recordar que, en su descargo, a este equipo sólo le podría juzgar la posteridad. Que por cierto, le recordará como un equipo de época, que permanecerá en la memoria colectiva por lo que ha ganado y por cómo lo ha logrado. Habrá quien vuelva a la carga con esa profecía de aplicarle a este Barça una ley de plazos, pero ahora, después de la derrota más merecida y dolorosa, en la hora del péndulo inmutable de rencores y desafíos, es cuando la crítica debe ser constructiva, nunca corrosiva.
Este Barça está obligado a levantarse, a rearmarse, a recuperar la cultura del esfuerzo, a volver al imperio de los méritos. Necesita regresar al origen de todo: la pelota. Recuperarla más, administrarla mejor y tratarla con más precisión. Caerán chuzos de punta en forma de críticas, emergerán cortinas de humo en forma de fichajes ilusionantes y se señalarán culpables en forma de lista negra, pero este Barça sólo podrá curar sus cicatrices desde la la crítica más constructiva: siendo duro con los problemas y blando con las personas. No hay nada más crudo que volver a empezar para quien ha ganado todo, pero es hora de tomar decisiones: abandonar la idea que hizo grande a un equipo o reforzarla desde la máxima exigencia para mejorar. Revisar la idea o traicionarla. Esa es la cuestión. En cualquier caso, esta paliza deja una moraleja: sin méritos, no hay paraíso.
Rubén Uría / Eurosport
No hay comentarios:
Publicar un comentario