domingo, 7 de julio de 2013

No tuvimos tiempo!

España es poco romántica

Andres Ibáñez

Bécquer, Larra y Espronceda fueron las grandes figuras de nuestro Romanticismo, al que Andrés Ibáñez toma el pulso. Somos sobre todo barrocos, concluye. Pero un puñado de obras atestiguan el paso fugaz del movimiento romántico por España

Una de las tragedias de la cultura española es la ausencia de un verdadero Romanticismo. Dado que el Romanticismo es la época que separa, en la Historia estética, el arte antiguo del moderno, hemos de sospechar que un país que carece de Romanticismo nunca logrará entrar de verdad en la modernidad ni tampoco la comprenderá nunca del todo.
Antes del Romanticismo, el arte estaba basado en reglas y en sistemas de tópicos, en la imitación y en la consagración a ciertos temas, y se entendía que la literatura debía emplear siempre un cierto lenguaje específico, un cierto léxico y una galería de personajes y situaciones. Con el Romanticismo llega la idea moderna de la obra de artecomo obra única que crea sus propias leyes, y también la idea de que el lenguaje literario debe incluir todas las palabras y representar todas las situaciones y todos los matices de la vida real. El Romanticismo trae una nueva visión del arte y también del artista, que será considerado un testigo excepcional de su tiempo y cuya voz será, a partir de ahora, escuchada con atención. Existe entre nosotros un mito: el de la Ilustración moderna y el Romanticismo reaccionario. Pero el Romanticismo, que tuvo un lado antimoderno (sin duda el menos importante y representativo), fue un gran paso adelante en el terreno de las ideas estéticas.
Fue el Romanticismo, precisamente, el que creó el concepto de la «misión social» del artista, ya que los románticos fueron, ante todo, revolucionarios y progresistas en todos los campos. Es cierto que el fascismo surge de ciertos aspectos del Romanticismo, pero no podemos olvidar que también la Ilustración tuvo hijos espurios, y que las dictaduras estalinistas, sus masacres y sus hambrunas, surgen asimismo de esa «dialéctica de la Ilustración» que estudiaron Horkheimer y Adorno.
Comienza el siglo XIX con el exilio de los ilustrados en 1813 («afrancesados», los llamaban) y, una década más tarde, el de los liberales. Es allí, en el exilio, donde se fragua el Romanticismo español. Los críticos tradicionalistas como Böhl de Faber o Agustín Durán identifican Romanticismo con tradición y afirman que España siempre ha sido un país romántico, y que los grandes escritores barrocos ya eran románticos. Contra esta visión absurda y ahistórica (que todavía oímos expresada de vez en cuando en nuestros días), Alcalá Galiano, Blanco White o Ángel de Saavedra, refugiados en Inglaterra o en Francia, oponen la visión de un Romanticismo «del presente», que es progresista en la política y renovador en la estética.

Los cenáculos literarios

Blanco White reflexiona sobre las causas de la decadencia española, y encuentra que en todos los momentos en que el pensamiento libre ha intentado florecer en nuestro país, ha sido aplastado por el dogmatismo. Los problemas de la cultura española son para él la ausencia de reforma, el abandono de los estudios griegos, la pobreza de la Ilustración y una decadencia cultural generalizada cuya causas son el absolutismo monárquico y la Inquisición. Es en los escritores medievales («El conde Lucanor», «La Celestina») donde Blanco cree encontrar un ideal de lenguaje natural que luego se ha perdido.
También en el exilio escribe el futuro duque de Rivas su poema narrativo «El moro expósito», en el que intenta ese «lenguaje total» del que hablaron Victor Hugo en el prefacio a «Cromwell» y Wordsworth en su prefacio a las «Baladas líricas»: una literatura que debería abarcar lo fantástico y lo cotidiano, lo sublime y lo vulgar, lo bello y lo grotesco, y que pretende reflejar la realidad en todos sus aspectos.
Alcalá Galiano escribe un prólogo al poema que es un manifiesto del Romanticismo español y afirma que la literatura de Saavedra es «expresión vehemente y sincera, y no remedo de lo encontrado en los autores que han precedido, ni tarea hecha en obediencia a lo dictado por críticos dogmatizadores». Está convencido de que su prólogo causará un escándalo en los cenáculos literarios de su país, pero el resultado no es otro que el silencio y el desinterés. Primero porque Alcalá Galiano rechaza la visión del «pasado romántico» de España de Durán y Böhl de Faber; también porque cita a numerosos autores (Wordsworth, Shelley, Coleridge) que eran aquí desconocidos.

«Escribir en Madrid es llorar»

Alcalá Galiano estaba convencido de que del Romanticismo de influencia inglesa vendría una renovación de las letras españolas. Como suele suceder en España, grandes esperanzas acaban en grandes desilusiones: el Romanticismo español tomó como modelo solo lo más superficial del francés, y nunca llegó a nada.
El Romanticismo floreció en España sobre todo en la llamada década liberal (1834-1844), y sus mayores éxitos tuvieron lugar en el teatro.Una década, unos quince años si nos centramos en los escenarios. Eso es todo. La novela histórica conoce un auge sorprendente: todavía hoy se lee «El señor de Bembibre», de Gil y Carrasco. Espronceda es el gran poeta, aunque (como apunta Domingo Ynduráin) fue más revolucionario en su vida que en su verso, aquejado por una adjetivación rutinaria. «A una estrella», «A Jarifa en una orgía» y «El estudiante de Salamanca», con su deslumbrante virtuosismo métrico, son sus obras maestras.
Larra, la otra gran figura del Romanticismo español, tiene también mucho de ilustrado. «El día de difuntos de 1836» y «Horas de invierno» son su testamento, expresiones intemporales del malestar y la desilusión que ha de sufrir siempre en España el pensamiento innovador.«Escribir en Madrid es llorar», escribe Larra, por la indiferencia con que entre nosotros se reciben siempre las empresas del espíritu.
No, nunca hubo un verdadero Romanticismo en España. Las consecuencias todavía las vivimos hoy. Nuestro modelo literario sigue siendo el Barroco, con su desdén por la lengua cotidiana, su gusto por la deformidad y por la sátira y su dependencia del juego verbal. La contradicción clásica entre forma y contenido y entre arte alto y bajo yla tosca diferenciación de los géneros, siguen moldeando nuestro pensamiento literario y crítico. El eco del pistoletazo de Larra todavía no se ha apagado.

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