viernes, 6 de septiembre de 2013

Huraños reconvertidos...

Javier Marías: «Incluso el libro más leído es algo minoritario»

De literatura y fútbol, del desánimo cultural que nos rodea, de su polémica relación con los premios, de su próxima novela, de su infancia y su familia. En esta entrevista, Javier Marías conversa de todo ello y dinamita su fama de huraño

Javier Marías: «Incluso el libro más leído es algo minoritario»
IGNACIO GIL
Javier Marías en su casa de Madrid
Javier Marías (Madrid, 1951) es uno de nuestros escritores más vendidos, dentro y fuera de España; pese a todo lleva colgado el sambenito de ser un poco huraño. Lo desmiento. Esta conversación, aunque ustedes la lean en versión reducida de tres mil palabras, duró cerca de dos horas, lo que equivale a once mil palabras, que demuestran que Javier Marías abre las puertas de su casa de par en par. Ahora trabaja en su nueva novela y está a punto de recibir el Premio Formentor.
Se me ha ocurrido empezar la entrevista preguntándole qué le gustaría que le preguntase...
¿Me va a trasladar su trabajo? Por mí no diría nada porque, para empezar, cuando tengo algo que decir, normalmente lo digo por escrito. Hay autores a los que supongo que les gusta mucho hablar de lo que han hecho. Yo lo hago porque no queda más remedio. No soy un huraño, aunque alguna gente pueda creer que sí. Lo que uno hace, ahí está. Los libros deberían valerse por sí mismos, como sucedió durante siglos. La gente sabía apenas nada de los escritores; ni conocía sus caras.
¿Entonces le gustaría preservar un cierto anonimato?
En televisión procuro no salir. Hay un elemento ahí, en la televisión de escaparate, que intento evitar si puedo. Tampoco es que me niegue absolutamente. Hace dos semanas hice una entrevista en una televisión sueca. Pensé: «Es Suecia. No vivo allí y nadie me va a conocer por salir en televisión». Eso también es algo que prefiero.
Vayamos con la polémica del Premio Nacional, que rechazó hace poco.
En octubre. Expliqué en su momento que era porque tengo por norma no aceptar nada del Estado, ni siquiera invitaciones a los Institutos Cervantes, por ejemplo, ni del Ministerio de Cultura; ni siquiera de las universidades estatales. Me siento más cómodo sin aceptar dinero del Estado, sin aceptar invitaciones institucionales.
Una regla bien tajante. ¿Así ha sido siempre?
Desde el principio, no. Debe tener en cuenta que yo empecé en el pleistoceno, en el año 71; fue cuando publiqué mi primera novela, con 19 años. Creo que viene desde el año 94-95. En esos años, que eran los llamados «años de la crispación», comenzó a haber en España reportajes sobre quién va a dónde y quiénes son los escritores que sí están beneficiados, que van invitados a esto o lo otro…
Hubo una polémica, me acuerdo, por el Salón del Libro de París; una polémica por unas listas. En principio, no estaba invitado por el Ministerio de Cultura. Finalmente me invitaron, entonces yo dije que no: «No, mire, prefiero mantenerme al margen». Acabé yendo, pero invitado por el Ministerio de Cultura francés. Con un país extranjero no tengo problemas. Hace dos veranos, recibí el Premio Nacional austriaco de literatura europea. La entrega la hizo la ministra de Cultura austriaca y era un premio, por supuesto, institucional, pero de un país que no es el mío, en el cual no pago impuestos, no vivo. Eso no me causa problemas.
¿Se ciñe al territorio español?
Sí, a lo institucional de mi propio país. Con motivo de todas estas polémicas, pensé: «A mí no me pillan en este tipo de mezquindades. Lo más sencillo es no aceptar nada». En el fondo, el Estado no tiene por qué darme nada por hacer algo que nadie me obliga a hacer. Yo escribo porque quiero. Por ejemplo, a los zapateros no les dan el premio al mejor zapatero del año.
Cuando montan ciclos o encuentros sobre su obra y son otros los que hablan, ¿se mantiene también al margen?
A veces me da un poco de apuro. Si puedo evitar este tipo de cosas, prefiero también no estar.
¿Y la relación directa con los lectores, por ejemplo en eventos como la Feria del Libro de Madrid, que está a punto de cerrar sus puertas?
Eso no tiene nada que ver. La gente es muy amable. Como todo, alguna vez, hay gente que no me ha dicho cosas agradables. Uno se expone a ello y lo hace con gusto.
Tiene fama de huraño, como ha señalado. Yo diría también que es tímido y un poco antisocial, lo cual alabo.
Son cosas, algunas de ellas, que las he aprendido de mi padre y de mi madre. Recuerdo algo que me contó mi padre, hace ya muchos años, cuando me dieron el Premio Fastenrath por «Mañana en la batalla piensa en mí». Yo estaba entre los finalistas, y mi padre, que era académico en el jurado, en el momento en que vio en que estaba la novela de uno de sus hijos allí, dijo: «Yo me ausento. No quiero en modo alguno coartarles con mi presencia en sus deliberaciones». Me parece lo lógico, lo normal. Son cosas básicas que en España se han perdido.
¿Qué otras normas lleva usted a rajatabla?
Nunca me presento a premios. Me he presentado, creo, a uno en toda mi vida, que fue el único que gané, en el 86. Me parece que fue el Herralde de novela, y no me he vuelto a presentar a ninguno. Una cosa es si a uno le dan un premio, le eligen mejor libro del año o lo que sea, y otra cosa es si son los premios, digamos, comerciales, de editoriales, a los cuales uno se presenta, o los de periodismo. El mero hecho de presentarse a un premio me parece un poco pretencioso. No soy jurado tampoco de ningún premio, ni siquiera del que organizo en Reino de Redonda. Lo organizo, lo financio, pero no voto. No me gusta tampoco que alguien gane o deje de ganar algo por mi criterio. No tengo nada en contra de quien se presenta a un premio, me parece muy lícito.
¿No le da miedo que eso pueda considerarse falsa modestia o le importa poco lo que piensen los otros?
No me importa mucho, a estas alturas. Lo que la gente piense es inevitable, que cada uno piense lo que le parece. En el momento en que uno se somete, haga lo que haga, al criterio del público, tiene que empezar por aceptar que cualquiera puede decir lo que quiera sobre lo que uno ha hecho. Usted escribe en un periódico y tiene que saber que si alguien dice «Vaya porquería su artículo», está en su derecho a decirlo; o si alguien dice: «Me cae como un tiro esta persona, y este es un pedante y un idiota». Lo que no se puede es estar actuando conforme a qué pensarán los demás. Siempre hay alguien que piensa mal. En el fondo, da igual.
Vayamos al estado de la nación. En concreto, al estado cultural de nuestra sociedad. Deprimente, ¿no?
Sí, la verdad es que se ha producido una especie de rebajamiento del nivel de exigencia, del nivel de expectativas y del nivel de interés también. Es curioso, porque eso se ha producido en un plazo de no demasiados años. Si uno mira, por ejemplo, las listas de «best sellers» –por tomarlas como guía de lo que a la gente le gusta, o lo que la gente lee más– de hace veinte años, uno normalmente se encontraba con que había libros de calidad entre ese tipo de obras. Hablo de la sociedad española durante esos años, y también en los ochenta. Hubo como una cierta tentativa por parte de la gente, de la gente en general, de mejorar, de ser más moderna, más cultivada, de hacer un poco de esfuerzo pensando que el esfuerzo podía valer la pena. Y de pronto, no sé exactamente a partir de qué momento, se ha producido una especie de enorgullecimiento de la ignorancia. Por ejemplo, de esos años son mis novelas «Corazón tan blanco» y «Mañana en la batalla piensa en mí». Se vendieron mucho. Eso diez años después habría sido imposible.
¿Saldremos de este ciclo sin fin de ignoracia?
Tengo la sensación de que está durando demasiado, y sobre todo, en general, veo más bien una tendencia a un rebajamiento mayor. Espero que haya un momento en el cual la gente empiece a decir: «Oye, que estamos siendo un poco demasiado brutos».
Depuremos responsabilidades: ¿quién o quiénes tienen (o tenemos) la culpa?
Hay que partir de la base de que en realidad la literatura siempre ha sido una cosa marginal en el conjunto de la sociedad. Los libros han tenido y tienen una gran importancia para el desarrollo del conjunto de la sociedad, pero eso no quiere decir que los libros sean leídos o hayan sido leídos siempre por muchos. Lo que pasa es que cuando un libro tiene importancia –sea filosófico, científico o literario–, acaba trascendiendo y permeando incluso a la gente que no lee. A través de la gente que lo lee llega a la gente que no lee.
La lectura, propiamente dicha, siempre ha sido cosa de muy pocos. Yo le he oído contar a mi padre que las tiradas de un libro de Baroja o Valle-Inclán o Unamuno a veces eran de 2.000 o 3.000 ejemplares y tardaban años en hacer una segunda edición. Había otros autores mucho más populares, empezando por Blasco Ibáñez, por ejemplo. Hay que partir de la base de que incluso el libro más leído del mundo en realidad es algo minoritario.
¿Es una visión un tanto optimista, como si nadie tuviera culpa de nada?
Hay que tener un poco de optimismo. Nos estamos olvidando de que hace no demasiados años el número de personas que leían lo que fuese, incluso libros llamémoslos bazofia, era infinitamente inferior. Y bueno, a mí no me parece mal que se lea un libro muy malo, siempre y cuando se lea. Hay un elemento que quizá sí es un poco más preocupante: la rendición por parte de las editoriales. Han dicho: «Si el gusto del público es el que es, le voy a dar más de esto mismo». Si cada uno renuncia; si los autores a veces se rebajan, porque tienen que vivir de algo y dicen: «Está de moda la literatura policiaca de nuevo, pues voy a hacer una policiaca, que no la he hecho nunca, o una novela histórica...»; si los autores renuncian a sus intereses verdaderos y renuncian a la idea de conseguir o de crear sus propios lectores; si se amoldan a los gustos preexistentes; si los editores se suman a lo mismo; si los críticos empiezan a hacer lo mismo..., entonces ahí ya se está produciendo una especie de rendición incondicional. Y eso sí es peligroso.
¿Sabe qué volumen de libros ha vendido, contando las traducciones?
Pues creo que son siete millones y pico, ahora. Más de siete millones.
¿Cuál es la lengua más extraña, o la que le ha sorprendido más, a la que ha sido traducida su obra?
Me parece que ahora son 43 lenguas. La última que se ha incorporado quizá sea de las más raras: el malabar. Suena como de Tintín. Es de una región de la India. Una lengua minoritaria, pero por lo visto la hablan 45 millones. Han contratado dos novelas para traducir. Y luego, no sé, el coreano y cosas así.
¿No tiene miedo de perder el favor del público, tal y como van los gustos litearios?
Yo nunca pierdo de vista que podría haber escrito exactamente los mismos libros que he escrito y tener 10.000 lectores. Y no serían desdeñables, ojo. No ya el autor, sino el propio editor, diría que es un éxito... Podría haber hecho exactamente lo mismo que he hecho, y mi suerte con los lectores, con la crítica o con los reconocimientos en forma de premios, podría haber sido distinta. Si eso lo pierdo un día, no tendría derecho a quejarme.
¿Cuándo presenta nueva novela?
Estoy trabajando en una de la que llevo no sé exactamente cuánto, yo creo que la llevo mediada. Empiezo muy inseguro, sigo muy inseguro, y termino muy inseguro. Quizá, con suerte, para el año que viene. A lo largo de 2014 podría estar lista, siempre y cuando –eso lo digo con todas–, una vez que la termine, le dé el visto bueno. «Los enamoramientos», por ejemplo, estuve a punto de no publicarla. No estaba nada convencido de ese libro. Nunca estoy seguro. El hecho de que te haya salido supuestamente bien el libro anterior no te garantiza que el siguiente te salga. El talento, si es que es una cuestión de talento, no está asegurado para nadie. Mi grado de duda con la última novela publicada, «Los enamoramientos», fue mayor, hasta el punto de que le dije a mi agente: «Llama a Pilar [su editora], avísale, dile que no la va a tener como le anuncié, y que a lo mejor no la va a tener en absoluto, porque me la voy a mirar otra vez». La miré y me pareció interesante. Al final opté, pero tuve dudas. Luego le ha ido muy bien a este libro, y me alegro.
Usted es un gran aficionado al fútbol y seguidor del Real Madrid. Tengo curiosidad por saber el porqué de esa fiebre intelectual por el fútbol que ahora tanto se lleva.
Cuando tenía siete años fue cuando empezó a gustarme el fútbol. Era un niño normal, que jugaba a las chapas y esas cosas. No tenía ninguna vena literaria ni nada que se le pareciera. A mí me viene gustando desde entonces. Luego hubo unos años –los últimos del franquismo, cuando yo era universitario– en los cuales el fútbol estaba un poco mal visto ante cierta gente intelectual, más o menos de izquierdas, y se consideraba que si Franco había hecho la utilización del fútbol… Por esa época era todo ridículo: «El que bebe ''whisky'' es de derechas, porque es capitalista», «Ir a los toros también es de derechas, y el fútbol también». Y decías: «Bueno, ¿y el cenicero, qué?: ¿de izquierdas o de derechas?».
Luego simplemente eso se normalizó, como tantas otras cosas. Ahora vuelve a haber tonterías de estas otra vez. Si está uno a favor de los toros parece que también sea de derechas. Es una estupidez, pero bueno. Estoy de acuerdo con esa cita ya famosa de Camus: «En el fútbol yo he aprendido mucho más sobre la condición humana y sobre la ética de los hombres que en casi ningún otro lugar». Todo este tipo de cosas, en realidad, se empiezan a aprender en el patio del colegio.
Lo normal sería que le preguntara por un escritor, pero le voy a preguntar por un futbolista.
¿Por un futbolista? ¿Que cuál es mi favorito?
Por ejemplo. Como con un escritor no me va a contestar…
No, mujer. Para un escritor yo tengo mi preferencia… Esta [señala una insignia que lleva en la solapa] la compré en una subasta en Inglaterra. Es un alfiler de corbata y perteneció a Robert Donat, el protagonista de los «39 escalones», de Hitchcock, que también era autor de teatro. En ella aparece Shakespeare, al que le debo varios títulos de novelas mías, con lo cual mi agradecimiento es un poco especial. Pero también, para los que hemos llegado a ver a Di Stefano en la infancia, es imposible que no lo tengamos mitificado o que no lo consideremos el mejor jugador que ha existido, porque es el que nos deslumbró.
Habla de la infancia como libro de aprendizaje. He leído que la familia Marías, durante sus años en Estados Unidos, vivió debajo de Nabokov.
No exactamente. Entonces, en el Wellesley College, residíamos en una casa que de hecho era de Guillén, que estaba de sabático ese año. Por eso mi padre fue ese curso a enseñar allí. En el piso de arriba, antes, había vivido Nabokov, que también había enseñado en Wellesley. En un artículo dije simplemente que, de haber durado Nabokov un poco más allí, a lo mejor mis llantos de bebé le hubieran molestado, pero era como una figuración, porque no hubo coincidencia.
¿Qué otros recuerdos le han marcado?
Es una infancia un poco de esa época, normal. Las primeras lecturas, la primera pasión por los libros de aventuras. No era un niño raro, leía novelas de aventuras y novelas de mosqueteros, de Guillermo Brown… Como toda la gente de mi generación, tenemos una deuda con Richmal Crompton, ese nombre raro era una señora. El hecho de haber estado en contacto con un país extranjero, Estados Unidos, nos dejó a mis hermanos y a mí una especie de conciencia de que el mundo no se terminaba en España; y la existencia de varias lenguas, el hecho de que las lenguas se complementan.
Y luego, una cosa que sería absurdo no decir, aunque salta a la vista: que también he sido muy afortunado de tener unos padres como los que he tenido, que eran personas, tanto mi padre como mi madre, cultas, muy razonables, básicamente decentes. Entiéndase decentes en un sentido amplio, con esa cosa que se llama principios y que resulta hoy un poco anticuada, y no tendría por qué. Y además, tuve la suerte de disponer de una biblioteca excelente. Yo admiro mucho a la gente que no ha tenido libros en la infancia y que, sin embargo, han llegado a ser escritores magníficos, porque yo en ese sentido soy un privilegiado. Mis padres eran más bien pobres, pero bueno, desde el punto de vista material, no tengo la sensación de que mis hermanos y yo careciéramos de lo básico en absoluto. Ahora, desde el punto de vista de la educación y de un ámbito propicio a la cultura, pues sí, sí fui un niño privilegiado.
Ha residido y trabajado fuera de España mucho tiempo. ¿Ahora se marcharía?
España nunca me ha parecido un país en el que uno tuviera asegurado el poder vivir siempre. Ahora, en cambio, cuando voy a países en los cuales me he sentido muy cómodo durante muchísimos años, ya no me siento tan cómodo: los veo cambiados, en manos de gobernantes cada vez más mediocres. Ahora mismo hay una gran falta de horizonte en general en todo el mundo. España, si no otra cosa, ha sido un país bastante animado; incluso en la época de Franco era un país animado. En los últimos dos años empiezo a notar algo que casi me parece insólito. En la propia calle uno nota cierto tono deprimido, no solo por lo malo de la situación actual, sino porque no se ve mucho horizonte. «Paciencia y barajar», como decía Cervantes: alguna vez tienen que venir las cartas mejor dadas. Esperemos que así sea y que no tarde demasiado.

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