lunes, 16 de diciembre de 2013

Amoríos Musicalis....

Por qué amamos a Bob Dylan

La gira de Dylan, que esta semana le ha llevado al Royal Albert Hall, coincide con su exposición de esculturas en Londres. Poco antes recibía la Legión de Honor francesa. Crece el mito, que analiza el novelista, y eterno «dylaniano», Manuel Vilas

Por qué amamos a Bob Dylan
ABC
Dylan junto a Joan Baez. Manuel Vilas les considera «iconos claves del inconformismo de la juventud americana»
Los años cuarenta del pasado siglo XX asistieron al nacimiento de poderosos genios de la música popular; una música popular que iba a acabar convirtiéndose en la única forma de cultura viva, y no arqueológica, de nuestro presente histórico. Uno de esos hombres, nacido en 1941, fue Bob Dylan. La música pop consiguió en las décadas de los sesenta y de los setenta cambiar el mundo. Bob Dylan cambió el mundo; Elvis también lo había hecho antes. Como dijo Lennon, «sin Elvis, no habría habido nada».
La gente cayó a los pies de Bob Dylan, porque Dylan exaltaba la vida, la alegría de estar vivo, fuese cual fuese tu condición, era un hijo moral de Whitman y de Kerouac. Y era un hijo musical del gran Woody Guthrie, sin Guthrie no se pueden entender los primeros discos de Dylan y su vinculación política y su lucha por los derechos civiles. En los primeros años de la década de los sesenta Dylan y Joan Baez fueron los iconos claves del inconformismo de la juventud americana. Parecían la pareja ideal: la bella Baez, de piel oscura, y el inspirado Dylan, con su cara de niño y el pelo alborotado.
En 1963 se edita uno de sus discos más impresionantes y una auténtica obra maestra: «The Freewheelin’ Bob Dylan», donde aparecen las canciones que convertirán a Dylan en un mito: «Blowin’ in the Wind» y la espectacular «A Hard Rain’s A-Gonna Fall». De esta última hay una versión en directo, de 1976, en Colorado, junto a Joan Baez, que es especialmente hermosa, con un toque de salmodia euforizante. Es mi favorita.

Y Bob Dylan se convirtió en santo

Luego vino la electrificación de Dylan; la gran controversia dylaniana; la gran traición a las raíces del folk americano. El paso del folk al «rock» era inevitable. Dylan sabía que tenía que convertirse en una estrella del «rock», que su canonización como cantante folk no era suficiente para su gran proyecto. Hoy en día esa controversia ha perdido sentido, en la medida en que todo ha quedado sumido bajo el concepto de música pop.
En 1965 Dylan publica la canción más universal de toda la Historia del pop, nada menos que «Like a Rolling Stone», y con esa canción la gente convirtió a Bob Dylan en un santo. Temblábamos ante sus canciones. La gente viajaba por Estados Unidos escuchando a Dylan, trabajaba en sus trabajos con Dylan, eran despedidos con Dylan, nacían sus hijos con Dylan en el tocadiscos, hacían el amor con Dylan. No podíamos vivir sin escuchar todos los días a Dylan. Como dijo Wilde de Byron, «estaba conectado simbólicamente con su tiempo». Y luego vino el misterioso accidente con la moto en 1966, que tuvo a Dylan apartado de los escenarios unos cuantos años.
En 1976 Dylan edita «Desire», un disco espléndido, en donde hay clásicos como «Hurricane», una canción muy narrativa, casi una canción/novela, casi un poema épico, dedicada a la defensa del boxeador Rubin Carter. Y otras muy dulces y melancólicas como «Oh, Sister», una de mis favoritas de esa época «dylaniana».

Metro sesenta justo

Y Dylan siguió siempre sorprendiendo: como por ejemplo con su conversión al cristianismo, que le hizo perder muchos fans, pero imagino que eso a Dylan le importaría un pimiento. Dylan puede hacer lo que quiera, porque si Dylan no puede hacer lo que quiera, ¿quién en este mundo puede hacerlo? Como también le importaba un pimiento esa misma dimensión espiritual al gran Johnny Cash, otro de los nombres que ayudan a entender a Dylan. Hay una foto muy hermosa de Dylan con Cash: Cash medía un metro ochenta y seis y Dylan un metro setenta justito. Parecen padre e hijo. Juntos cantaban esa maravilla de «Girl From The North Country»; no me resisto a dar su «link» en YouTube: http://www.youtube.com/watch?v=yysS13634Ws
Recuerdo un concierto de Bob Dylan en España que me dejó perplejo. Fue en 1992, y Dylan vino a cantar a la plaza de toros de Huesca. Por supuesto, allí estaba yo en primera fila. ¿Una figura como Dylan en una ciudad española de apenas cincuenta mil habitantes? Era extraño. Promocionaba «Good As I Been To You», un disco con mucho «blues». El concierto fue extremadamente frío. Lo sentí por él. La última vez que lo vi en directo fue en 2008, un Bob escondido en el escenario, como un fantasma.
Pero quien quiera oír hablar a Dylan desde la verdad tiene que ver el fastuoso documental que le dedicó Martin Scorsese, «No Direction Home» (2005). En esa película, hay un momento mágico, cuando Dylan evoca las palabras del gran Liam Clancy y las hace suyas como filosofía vital: «Remember, Bob, no fear, no envy, no meanness».
Las iconografías «dylanianas» han ido transformándose a lo largo del tiempo. En el documental de Scorsese aparece un Bob vestido de cuero negro, muy «loureed». Ahora se ha dejado ese bigote minúsculo y lleva sombrero, se ha mexicanizado. Le sienta bien.

Una errancia «holy»

Dylan comenzó el siglo XXI sin bajar de un escenario, fiel a esa idea tan apasionada que bautizó como «Never Ending Tour», y que le lleva a dar un centenar de conciertos al año. Y de esos años son dos discos excelentes como «Love & Theft», que incluye una canción rotunda, «Mississippi», y «Modern Times», y así hasta la última entrega, esa maravilla que se llama «Tempest», de 2012.
Ninguna forma cultural tenía tanta energía como la que venía de los primeros discos de Bob Dylan, de Lou Reed, de la Velvet, de los Who, etc. Hemos visto envejecer a Bob. Hemos visto el cuerpo de Bob caer bajo los años, pero ese cuerpo está allí, llamando a las puertas del cielo. Su cuerpo es una obra de arte infinita. Dylan es una religión. A Dylan se le ama. No admite otros sentimientos. No admite la admiración. Admiramos a pintores, a escritores, a filósofos, a artistas, etc. Admiramos la cultura arqueológica. Pero a Dylan no se le admira porque no es arqueología cultural. A Dylan, como a Lou Reed, se le ama. A Bob se le ama por una simple razón: porque él hace, con su voz, que tú ames este mundo hasta la temeridad. Si piensas en Dylan como un fenómeno cultural, jamás sabrás qué es Dylan.
No estamos preparados para lo que está pasando. Yo no estaba preparado para la muerte de Lou Reed. No estoy preparado para ver la ancianidad de Dylan. Pero allí está el gran misterio, la inesperada paradoja última del pop: la vejez no existe. Dylan, con sus infinitas giras por el mundo, lo proclama incansablemente: la vejez es mentira. Bob Dylan gira y gira sobre la Tierra, su errancia es «holy», como decía su amigo Allen Ginsberg. Su vida es un escenario. Es el único sitio donde puede estar. En los escenarios de cientos de ciudades de la Tierra, allí está siempre Dylan, lleva cincuenta mil años allí

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