domingo, 2 de octubre de 2022
El Cabazu Astur * El Hórreo * está en su sitiu...
El sueño de tener un hórreo
Cuando hace cosa de treinta años pude comprar una finca en Cadavedo, me atrajo que había uno al que presto todo el mimo que merece
LEOPOLDO TOLIVAR ALAS
Domingo, 2 octubre 2022, 00:56
No tengo que rebuscar mucho en las percepciones y querencias de la primera infancia para encontrar mi atracción por los hórreos. No deja de ser algo lógico porque, a salvo los veranos, mi entorno era urbano y ese antiquísimo patrimonio etnográfico no es propio de las calles de ciudades y villas. Aunque esas vías urbanas, en muchos casos, fueron antes espacios rurales donde el hórreo era un elemento natural que la evolución de los asentamientos y, más modernamente, la recalificación urbanística, fue desahuciando. Si muchos -no todos, lastimosamente- lloramos cuando vemos una panera abandonada, ruinosa o simplemente eliminada (como recientemente ha ocurrido en Trevías, como en tantos sitios), debemos tener presente que, hasta no hace tanto, el número de estos elementos singulares vinculados al campo era incontable y, si viajáramos en el túnel del tiempo, quizá nuestra casa de urbanitas ocupe una antigua quintana rural.
El hórreo, hasta decrépito, es majestuoso; es historia y economía tangibles. Siempre me impactaron los versos finales del precioso soneto de Alfonso Camín: 'El hórreo es como un César, imperativo y grave / con un soberbio manto de púrpura en los hombros'. Púrpura o azabache, según las zonas, sin olvidar el oro de los teitos. Y la verdad es que, de muy niño, en zonas de Oviedo donde ahora campan edificios de siete u ocho alturas, quedaban hórreos o piezas mutiladas de su arquitectura. Recuerdo uno en Buenavista y otro en las inmediaciones de San Pedro de los Arcos. Y alguno más, sin contar que la ciudad se expandió y zonas ricas en estas construcciones (aunque más bien son muebles), se incorporaron al perímetro urbano, caso de La Corredoria.
Pero mi fascinación de niño se producía en el lento y sinuoso trayecto hacia Salas: Sograndio, Godos, Udrión, todo el concejo de Grao, aunque, en La Cabruñana, el mareo ya no me invitaba a mirar nada y menos al cruzar el Narcea. También, mi hermana lo recuerda aún, en un viaje a Covadonga, a una boda familiar, con la lengua de trapo de quien empezaba a articular palabras, además de identificar todo monte con el Naranco o el Aramo -carbayón, a fin de cuentas-, hacía inventario de los hórreos de la carretera a los que bautizaba como 'honorios', sin que ello guardara relación con el santo evangelizador que fue arzobispo de Canterbury en el siglo VII. Y digo esto ya que nos han agotado estos días con las ceremonias luctuosas de Inglaterra.
Vuelvo al agro y sus graneros. Otro epicentro de mi pasión por los hórreos era el pueblo de Selorio, donde íbamos con frecuencia a casa de una señora muy próxima a mi familia, que, aunque no poseía ninguno, colindaba con varios que ahí siguen, por fortuna, aunque hace tiempo que no voy a diagnosticar su buena salud.
El impacto mayor, qué cosas, lo tuve ya de adulto, cuando mi padre nos llevó a conocer Aces de Candamo; el pueblo del que proviene mi primer apellido y donde, durante siglos, hasta una masiva emigración en el tránsito entre el XIX y el XX, vivieron mis antepasados, con aisladas incursiones en los vecinos lugares de Praúa y Doriga. Los hórreos de Aces y particularmente en el camín de La Forna, donde tengo mis raíces paternas, acabaron por sacar de mi interior un alma oxidada, pero no perdida.
Por eso, cuando hace cosa de treinta años pude comprar una finca en el idílico Cadavedo, quizá más que lo llano de la huerta o la proximidad del mar, me atrajo el que, junto a las ruinas de una casa -con su historia, pero poco más que piedras- había un hórreo en relativo buen estado, al que vengo prestando todo el mimo que se merece que, a mi peculiar sentir, es mucho. Desde lo alto de su subidoria, sentado, me gusta mirar hacia el Cantábrico y soñar. Y recordar. Y ver muchos más hórreos y paneras en el nuevo Pueblo Ejemplar de Asturias.
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