Cuando conocí a Dios su música hizo de lo demás, de aquellas partes que su música no terminó por tocar, un apéndice putrefacto. Junto a su escudera, St Vincent (o Annie Clark), descendió a los altares del Circo Price de Madrid, antes de pasar por el Auditori de Barcelona, y arrancó con los pelotazos Whoy Weekend in the dust, del álbum Love the Giant, del que interpretaron ocho de sus doce temas. El resto, las canciones que Dios ha creado a lo largo de su trayectoria como mesías del discreto desencanto de la burguesía. This Must Be the Place, Wild Wild Life sonaban más surrealistas, másdesconcertantes, mucho más inquietantes, si es posible que eso ocurra en el universo de un ser que cada vez se acerca más a los personajes de una película de David Lynch. El día que conocí a Dios esperaba verle en bicicleta, pero podría haberse manchado el pantalón con el aceite de la cadena. Dios no traicionó tampoco en la recta final de su aparición: quemó la casa (Burning Down the House) en el primer amago de abandonar a sus fieles y se despidió predicando su divina palabra, la que más ha calado, la que anuncia que caminamos hacia ninguna parte (Road to Nowhere), como el interminable trayecto de Sísifo. Así que todo está bien, relájate.
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