miércoles, 4 de septiembre de 2013

Economistas frente a la crísis...

El pensamiento débil

Por Mauro Lozanoeconomista y miembro de Economistas Frente a la Crisis
Después del último  gran cataclismo que supuso la 2ª Guerra Mundial, los ganadores descubrieron un mundo destrozado y aterrorizado, dominado por el hambre y la muerte.  La única opción sensata que les quedaba era crear un nuevo orden: eliminar las deudas de los perdedores, inyectar masivamente dinero en el sistema y emprender políticas de crecimiento controladas por los Estados mediante fuertes incrementos del gasto público dedicados a la reconstrucción.
En términos políticos era obvia la necesidad de extirpar las causas inmediatas de la confrontación bélica: nacionalismos autoritarios con pretensiones de dominación militar mundial, apoyados mayoritariamente por la población. La solución pasó por la creación de espacios económicos supranacionales con intereses interrelacionados que propiciasen  posteriormente la integración política. Lógicamente,  los vencedores impusieron sus condiciones: capitalismo y democracia, garantizados y supervisados por Estados fuertes.
El experimento funcionó y permitió la apertura de un proceso de acumulación y crecimiento en el mundo occidental, al  que se fueron incorporando, por la conjunción de efectos gravitatorios y de mancha de aceite, países periféricos, de manera particular España, Portugal y Grecia, generando  a la vez enormes expectativas en otras áreas hasta entonces ajenas o marginales al proceso (Unión Soviética,  Peco’s, países emergentes, subdesarrollados… )
El referente de éxito de este proceso fue Europa, que se convirtió en un espacio de estabilidad política y de prosperidad económica, apoyado por un sistema potente y organizado de protección social que amortiguaba las tensiones sociales inherentes a una sociedad capitalista. En definitiva, con sus problemas, la sociedad se organizó en bases marcadamente socialdemócratas.
A partir de la década de los 90, coincidiendo con el fin de la experiencia soviética, el complejo equilibrio sobre el que se asienta la construcción europea comienza a desestabilizarse.
Es ya un lugar común  afirmar que a partir de la caída del muro de Berlín y del final  de la guerra fría, la izquierda política, en su amplio espectro, sufrió una derrota. Derrota de tal magnitud que quebró su discurso, de manera que quedó inerme ante un capitalismo triunfante dispuesto a consolidar su travesía de los mil años. Los planteamientos sociales y económicos conservadores habían demostrado su eficacia y aspectos tales como el hambre, la explotación del individuo, la creciente injusticia social y acumulación de la riqueza en pocas manos… no eran más que desajustes inevitables y temporales en un camino básicamente correcto. Por primera vez, el capitalismo tuvo la oportunidad de lanzar un mensaje social de carácter global a la humanidad, señalando el camino hacia la felicidad colectiva a través de la libertad individual.
La vieja izquierda, derrotada y en desbandada, refugiada en una socialdemocracia acomplejada  y  en terceras vías,  pretende reinventarse con poco éxito. Es a la vez sintomática y alarmante la escasez/inexistencia de producción intelectual original procedente de fuentes progresistas. Las respuestas que se ofrecen son parciales, inconexas y claramente insatisfactorias para articular un discurso opositor al neoliberalismo dominante.
Así, se consolida una etapa de pensamiento débil, reflejo inevitable del reciente pasado y del profundo desconcierto que genera la transición hacia un futuro cuyas claves apenas somos  capaces de identificar.
Proliferan solemnes profetas de la Buena Nueva. Prosperan tesis pretendidamente eruditas sin la menor base  teórica, desde el choque de civilizaciones hasta el fin de la Historia, desde el fin de los ciclos económicos hasta la desaparición de las ideologías y… de las clases sociales. Como anécdota, que adquiere el nivel de categoría, recordemos como en los años previos al 2000 se pone de moda, más allá de los tradicionales círculos de adeptos a lo esotérico, el milenarismo como explicación mágica de la Historia, sometida a una suerte de pre-determinismo ineluctable. Con el advenimiento del tercer  milenio, el caos cibernético  pondría en marcha a los jinetes del Apocalipsis. En paralelo, la maquinaria del Nuevo Orden funcionaba. Una maquinaria muy perfeccionada que necesitaba un discurso y liturgia propios. Se abría la gran oportunidad que no cabía desaprovechar.  Un discurso anglosajón de felicidad eterna a través de la abundancia y la libertad y una liturgia oficiada por seres superiores con poderes cuasi mágicos que destruyesen el Leviatán causante de todos los males de la Humanidad: La regulación estatal.
La Regulación, desde su óptica, era un subproducto de la 2ª Guerra Mundial concebido como una concesión táctica exigida por la guerra fría. Pero una vez desaparecida ésta y con el triunfo de la globalización, se había convertido en una rémora para el explosivo desarrollo de las fuerzas productivas derivado de la irrupción del mundo digital y del desarrollo tecnológico sin límites. Con el  Consenso de Washington,  las tablas de la ley del neoliberalismo, se iniciaba  una nueva era que precisaba un sumo sacerdote: Alan Greenspan. La humanidad al fin había encontrado su talismán, en forma de neoliberalismo, sistema perfecto que perduraría hasta el fin de los tiempos.
Se invierte masivamente en ideología. Las universidades, las escuelas de negocios, losthink tanks, los círculos académicos y los medios de comunicación afines -que son muchos- se ponen en marcha y se consigue el gran triunfo: se apropian de la ortodoxia y del lenguaje. El conocimiento, la experiencia y el pensamiento económico acumulado pasaron al basurero de la historia en forma  de heterodoxia inútil y un punto extravagante ante la potencia de la verdad revelada y la nueva ortodoxia. Es la apoteosis neocon de raíz anglosajona.
En la periferia se acoge el neoliberalismo con entusiasmo. Resulta como mínimo escandalosa, por no usar otro lenguaje, la enfervorizada adhesión al liberalismo de nuestros gobernantes. La realidad no puede estropear un buen relato. Sin el menor pudor se han inventado una gloriosa historia liberal de nuestro país de la cual los continuadores… son, precisamente, aquellos que no son otra cosa que los herederos ideológicos de quienes reprimieron todo vestigio de libertad e inteligencia en  el desgraciado siglo XIX y gran parte del XX. Pero no son los continuadores. Son los suplantadores.  La verdadera tradición liberal española es laica y de raíz progresista, siempre alineada con los perdedores.
Las fuerzas más conservadoras y reaccionarias encuentran y suplantan, por fin, una marca potente que camufla las viejas prácticas extractivas y opresivas de la población. Pero, infelizmente, esta bonita historia acaba mal. La historia no se termina, las civilizaciones bastante tienen con arreglar sus propios problemas. Se produce un cataclismo económico y cada vez hay más pobres.
La profunda crisis económica generada por una desregulación financiera de carácter delicuescente, iniciada en los Estados Unidos y propagada a Europa, ha afectado de forma especialmente cruel a nuestro país, cuya burbuja inmobiliaria, alegremente alimentada  y, probablemente, producida por una corrupción rampante, adquirió proporciones inmanejables. Nadie se fía de nadie. La paralización del sistema crediticio derivó en la actual crisis de demanda. El sistema financiero español, extraordinariamente apalancado en el exterior, no pudo resistir la presión de sus prestamistas, afectados por el colapso financiero europeo, y debió solicitar el rescate y la consiguiente condicionalidad impuesta por la Comisión Europea… había que tomar medidas.
La respuesta de nuestras autoridades ha consistido básicamente en actuar parcialmentesobre la oferta. Es decir, se descubre repentinamente que nuestro país no es competitivo y que la única respuesta posible a la crisis es la devaluación interna vía reducción de los salarios y de los derechos sociales de los ciudadanos, no las mejoras en la organización del trabajo, no la recapitalización de las empresas, no la intensificación tecnológica, no el impulso de nuevos sectores de alto valor añadido, no fortaleciendo las instituciones del mercado de trabajo… Simultáneamente se socializan las pérdidas del sector financiero y nuestro problema de deuda privada pasa, maravillas del lenguaje, a calificarse de deuda soberana y sin solución de continuidad, de deuda pública.
En aras de la sostenibilidad de las cuentas  públicas, para  cuyo equilibrio anual se modifica la Constitución, hay que reducir de forma estructural el gasto público desmesurado  y, de paso, cambiar nuestro modelo socioeconómico para salir de la crisis. Coherentemente, se reducen gastos sociales (sanidad, educación, dependencia, medioambiente, cultura…) y también de paso se crean nuevos nichos de mercado en los sectores que los atienden, una vez que el motor del sector de la construcción sufre un severo gripado.
La crisis fiscal se aborda fundamentalmente por la vía de la reducción del gasto, cuando el déficit se genera por la actuación de los estabilizadores automáticos, esto es por la caída drástica de los ingresos como consecuencia inevitable del colapso de la demanda efectiva, por el incremento del gasto asociado a una tasa de desempleo desbocada y por el mayor peso del gasto financiero. Y todo, ante la impasividad de unos gobernantes europeos que han demostrado no saber estar a la altura que las circunstancias requerían. (Como dato ilustrativo, en España la ratio Gasto Público/PIB nunca ha superado la media de la UE -15 ni de la UE-27,  incluidos los años de derroche de la anterior legislatura). En definitiva, se ha producido un brusco deterioro de las condiciones de vida de los ciudadanos y las expectativas no son mejores.
Pero, este obvio deterioro ¿es consecuencia inevitable de la crisis y una vez superada recuperaremos la calidad de vida y los derechos de una sociedad democrática avanzada? o bien ¿las recetas aplicadas para combatir la crisis cristalizarán en un nuevo modelo socioeconómico configurador de una sociedad menos democrática, más pobre y más injusta?
Se parte de la premisa de  que la propia lógica del ciclo económico y la dependencia directa de la economía española de las economías centrales, sobre todo de la alemana, implican que, al margen de factores tales como intensidad y tiempo, en algún momento nos posicionaremos en la fase ascendente del ciclo. Pero la crisis económica ya dura más de cinco años y los resultados de las medidas puestas en marcha para afrontarla no pueden ser más desesperanzadores.
El paro se ha situado por encima de seis millones de trabajadores y no presenta indicios racionales de mejora. La deuda pública supera el 90% del PIB y los esfuerzos de reducción del déficit  público, aún a costa de llevarse por delante a nuestro país, obtienen unos resultados que inducen a la melancolía. Por su parte, el crédito no fluye desde un sistema financiero zombi, y la evolución de los indicadores de la actividad  productiva, salvo excepciones, induce a la depresión (también a la psíquica).
¿Qué excepciones son esas, en las que se cifran todas las esperanzas?: El turismo y el comercio exterior.
El turismo está obteniendo resultados satisfactorios pero no como resultado de medidas activas de política turística sino por el efecto sustitución derivado de los problemas que atraviesan nuestros  competidores mediterráneos. Por el contrario, la recién aprobada Ley de Costas revelan la concepción de nuestros gobernantes sobre el turismo: cantidad, especulación y baja calidad. Una concepción de poco recorrido, de corto alcance. Frente a este modelo ¿dónde quedan objetivos como la desestacionalización de la oferta turística, el mayor gasto por turista y la calidad de nuestros destinos turísticos, fundamentalmente en lo relativo al urbanismo, a la cultura y a la conservación del entorno natural como reclamo vacacional?
Por su parte, la balanza corriente de bienes y servicios nos ha deparado buenas noticias, alcanzando un saldo positivo, sin incluir energía, frente al resto del mundo. Este logro, sin duda positivo, ha sido exhibido por el gobierno como el resultado exitoso de la política de devaluación interna e incremento de la competitividad  de la economía española, hasta el punto de que la exportación constituye el motor de su modelo de crecimiento, del que nos vimos privados como consecuencia del crack de la construcción. Este argumento presenta severas limitaciones. En primer lugar, el saldo positivo de la balanza corriente se ha debido en parte al crecimiento de las exportaciones pero también a la caída de las  importaciones, afectadas por la extrema debilidad de la demanda interna.
Por otra parte, el crecimiento de las exportaciones, inferior al producido en los años 2010 y 2011 (en plena crisis y antes de la Reforma Laboral), está ligado a la mejora de los costes laborales unitarios pero depende en gran medida de la evolución  positiva de la demanda de nuestros clientes exteriores. Es difícil concebir un modelo de crecimiento europeo basado en el crecimiento simultáneo de las exportaciones de todos los países del área  acompañado de un estancamiento/ reducción de las importaciones. Por otra parte, el reducido tamaño relativo de nuestro sector exterior no permite, hoy por hoy, que su contribución al incremento del PIB sea una alternativa  a la generada por la  demanda interna. En  definitiva, bienvenidas sean estas noticias pero en absoluto son la panacea de nuestros problemas. En tanto no se produzca un  incremento de la demanda efectiva interna no habrá crecimiento sostenido, única vía para acometer la resolución de nuestros problemas estructurales.
Por tierra, mar y aire, nuestras autoridades políticas y económicas han emprendido recientemente una voluntarista campaña basada en los principios de autocumplimiento profético y de providencialismo, que augura el inmediato fin de la crisis y el comienzo del crecimiento. Campaña que presenta un agudo contraste con sus negras previsiones  publicitadas el pasado mes de abril, sin que nadie se haya molestado en explicarnos qué es lo que ha cambiado en el espacio de tres meses. Esa campaña parte de la hipótesis, igualmente irracional y  de imposible contrastación, de que su política económica ha evitado la catástrofe. La Reforma Laboral ha evitado la pérdida de 220.000empleos (sic), la  política fiscal y financiera ha evitado el rescate de la economía española… y, lo más  importante, se han sentado las bases para un crecimiento sostenido.
No hay ningún dato objetivo que corrobore este discurso. Probablemente, el fin último de este mensaje de inevitabilidad e inexistencia de alternativas resida en infundir al ciudadano una combinación de resignación y de temor paralizante a perder lo que todavía conserva para ser disuadido de ejercer sus derechos democráticos y de explorar otras alternativas.
Los principales organismos económicos internacionales prevén unánimemente, con la condición de que se produzca un moderado crecimiento de los países centrales de la UE y a salvo de tsunamis financieros, un práctico estancamiento de la economía española, la famosa L. Hasta donde las previsiones alcanzan (2018), y a pesar de la pregonada reducción del umbral de creación de empleo (del 2 al 1% del PIB) propiciado por la reforma laboral, esta evolución impide la creación de puestos de trabajo, y menos de calidad.
La proyección en el tiempo de este escenario,  agravado por el profundo deterioro institucional y la pérdida de credibilidad de los más altos representantes del Estado derivada de una corrupción de alta intensidad, configura una sociedad fragmentada y una economía dual y poco competitiva  incompatibles  con una democracia avanzada.
Con  este panorama ¿Tiene sentido profundizar en las medidas que nos han llevado a la actual situación, tal como pretende nuestro Gobierno?  ¿No se impone una reflexión sobre lo que se ha hecho mal y explorar otras posibilidades?
Probablemente, la  única manera sensata de afrontar esta crisis y el futuro con alguna posibilidad de éxito deba partir de planteamientos consensuados e inteligentes de profundo carácter regeneracionista. En esta labor, el pensamiento progresista debe asumir su responsabilidad histórica, por encima de sectarismos y  discursos temerosos.
La izquierda debe superar el pensamiento débil en el que se ha visto sumergida ante el incontenible avance del neoliberalismo que nos ha traído hasta aquí. Ningún complejo ni ante las instituciones ni ante las proposiciones económicas que la realidad está refutando. Es una exigencia de la que la izquierda no puede dimitir.

No hay comentarios: